El Periquillo Sarniento (66 page)

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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

BOOK: El Periquillo Sarniento
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A la voz de un par de cañonazos que sentimos cada uno en el
lomo nos apartamos y sosegamos, y el sargento, informado por el indio
de la mala obra que le había hecho, y de que lo había
provocado dándole una trompada tan furiosa y sin necesidad, me
calificó reo en aquel acto, y, requiriéndome sobre que
pagara cuatro pesos que decía el locero que valía su
mercancía, dije que yo no tenía un real, y era
así, porque lo poco que me dieron por las frioleras que
vendí ya lo había gastado en el camino. Pues no le hace,
replicó el sargento, páguele usted con la chupa, que
bien vale la mitad; o si no, de aquí va a la
cárcel. ¿Conque tras de hacerle este daño a este pobre y
darle de mojicones no querer pagarle? Eso no puede ser, o le da usted
la chupa o va a la cárcel.

Yo, que por no ir a semejante lugar le hubiera dado los calzones,
me quité la chupa, que estaba buena, y se la di. El indio la
recibió no muy a gusto, porque no sabía lo que
valía; juntó los pocos
tepalcates
que
halló buenos y se fue.

Yo, para hacer lo mismo por mi lado, busqué mi sombrero, que
se me había caído en la refriega; pero no lo
hallé ni lo hallara hasta el día del juicio si lo
buscara, pues alguno de los malditos mirones, viéndolo tirado,
y a mí tan empeñado en la acción, lo
recogió sin duda con ánimo de restituírmelo en
tres plazos
[152]
.

Mientras que me ocupé en buscar mi dicho sombrero, en
preguntar por él y disimular la risa del concurso, se
alejó el indio mucho trecho, la patrulla se retiró, la
gente se fue desparramando por su lado, y yo me fui por el mío,
sin chupa ni sombrero, y con algunos araños en la cara, muchos
chichones, y dos o tres ligeras roturas de cabeza.

De esta suerte se concluyó la espantosa aventura del locero,
y yo iba lleno de melancólicas ideas, algo adolorido de los
golpes que sufrí en la pendencia, pensando en dónde
pasaría la noche, aunque no era la primera vez que pensaba en
semejante negocio.

Comparando mi estado pasado con el presente, acordándome que
quince días antes era yo un señor doctor con criados,
casa, ropa y estimaciones en Tula, y en aquella hora era un infeliz,
solo, abatido, sin capa ni sombrero, golpeado, y sin tener un mal
techo que me alojara en México, mi patria, me acordaba de aquel
viejísimo verso que dice:

Aprended flores de mí
Lo que va de ayer a hoy,
Que ayer maravilla fui
Y hoy sombra de mí no soy.

Pero lo que más me confundía era
considerar que por los indios me habían venido mis dos
últimos daños, y decía entre mí: si es
cierto que hay aves de mal agüero, para mí las aves
más funestas y de peor prestigio son los indios; porque por
ellos me han sucedido tantos males.

Con la barba cosida con el pecho y cerca de las oraciones de la
noche iba yo totalmente enajenado sin pensar en otra cosa que en lo
dicho, cuando me hizo despertar de mi abstracción un hombre que
estaba parado en una accesoria, y al pasar yo por ella me
afianzó del pañuelo y al primer tirón que me dio
me hizo entrar en ella mal de mi grado y cerró la puerta,
quedando la habitación casi obscura, pues la poca luz que a
aquella hora entraba por una pequeña ventana apenas nos
permitía vernos las caras.

El hombre muy encolerizado me decía: bribonazo, ¿no me
conoce usted? Yo, lleno de miedo, prenda inseparable del malvado, le
decía: no señor, sino para servirlo. ¿Conque no me
conoce?, repetía él enojado, ¿jamás me ha visto?
¿No se acuerda de mí? No señor, decía yo muy
apurado, por Dios se lo juro que no lo conozco.

Estas preguntas y respuestas eran sin soltarme del pañuelo,
y dándome cada rato tan furiosos estrujones que me obligaba con
ellos a hacerle frecuentes reverencias.

En esto salió una viejecita con una vela y, asustada con
aquella escena, le decía al hombre: ¡ay, hijo! ¿Qué es
esto? ¿Quién es éste? ¿Qué te hace? ¿Es
algún ladrón?

Yo no sé lo que será, señora, decía
él, pero es un pícaro, y ahora que hay luz quiero que me
vea bien la cara y diga si me conoce. Vaya, pícaro, ¿me
conoces? Habla, ¿que enmudeces? No ha muchas horas que me viste y
aseguraste que fui criado de tu padre y te di a vender una capa. Yo no
te he desconocido, a pesar de estar algo diferente de lo que te vi;
conque tú ¿por qué no me has de conocer no habiendo yo
cambiado de traje?

Estas palabras acompañadas de la claridad de la vela me
hicieron conocer perfectamente al que había acabado de
calumniar. No pude dejar de confesar mi maldad y, atrojado con el
temor del agraviado a quien alzaba pelo, me le arrodillé
suplicándole que me perdonara por toda la corte del cielo,
añadiendo a estas rogativas y plegarias algunas disculpas
frívolas en realidad, pero que me valieron bastante, pues le
dije que la capa era robada, pero que quien me la dio a vender fue un
sobrino del médico que era mi amigo y colegial, y que yo por no
perderlo me valí de aquella mentira que había echado
contra él.

Todo puede ser, decía el calumniado, ¿pero qué motivo
tuvo para levantarme este testimonio y no a otro alguno? Señor,
le respondí, la verdad que no tuvo más motivo que ser
usted el primer hombre que vi solo y de pobre ropa.

Está muy bien, dijo el trapiento, levántese usted,
que no soy santo para que me adore; pero pues usted se ha figurado que
todos los que tienen un traje indecente son pícaros, no le debe
hacer fuerza que sean de mal corazón; y así, ya que por
trapiento me juzgó propio para ser sospechoso de ladrón,
por la misma razón no le debe hacer fuerza que sea
vengativo.

Fuera de que la venganza que pienso tomar de usted es justa, porque
aunque pudiera darle ahora una feroz tarea de trancazos, que bien la
merece, no quiero sino que la satisfacción venga de parte de la
justicia, tanto para volver per mi honor, cuanto para la
corrección y enmienda de usted, pues es una lástima que
un mozo blanco y, al parecer, bien nacido su pierda tan temprano
por un camino tan odioso y pernicioso a la sociedad. Siéntese
usted allí, y usted, madre, vaya a traer a mis hijos.

Diciendo esto, se puso a hablar con la viejecita en secreto,
después de lo cual ésta entró en la cocina,
sacó un canastito y se fue para la calle cerrando el trapiento
la puerta con llave.

Frío me quedé cuando me vi solo con él y
encerrado; y así volví a arrodillarme con todo
acatamiento diciéndole: señor, perdóneme usted,
soy un necio, no supe lo que hice; pero señor, lo pasado,
pasado; tenga usted lástima de mí y de mi pobre madre y
dos hermanas doncellas que tengo, que se morirán de pesar si
usted hace conmigo alguna fechoría; y así por Dios, por
María Santísima, por los huesitos de su madre que me
perdone usted ésta, y no me mate sin confesión, pues le
puedo jurar que estoy empecatado como un diablo.

Ya está, amigo, me decía el trapiento,
levántese usted, ¿para qué son tantas plegarias? Yo no
trato de matar a usted ni soy asesino ni alquilador de
ellos. Siéntese usted que le quiero dar alguna idea de la
venganza que quiero tomar del agravio que usted me ha hecho.

Me senté algo tranquilizado con estas palabras, y el dicho
trapiento se sentó junto a mí, y me rogó que le
contara mi vida y la causa de hallarme en el estado en que me
veía. Yo le conté dos mil mentiras que él
creyó de buena fe, manifestando en esto la bondad de su
carácter, y cuando yo lo advertí compadecido de mis
infortunios, le supliqué, después de pedirle otra vez
mil perdones, que me refiriera quién era y cuál el
estado de su suerte; y el pobre hombre, sin hacerse de rogar, me
contó la historia de su vida de esta manera.

Para que otra vez, me decía, no se aventure usted a juzgar
de los hombres por sólo su exterior y sin indagar el fondo de
su carácter y conducta, atiéndame. Si la nobleza
heredada es un bien natural de que los hombres puedan justamente
vanagloriarse, yo nací noble, y de esto hay muchos
testigos en México, y no sólo testigos, sino aun
parientes que viven en el día.

Este favor le debí a la naturaleza, y a la fortuna le
hubiera debido el ser rico si hubiera nacido primero que mi hermano
Damián; mas éste, sin mérito ni elección
suya, nació primero que yo y fue constituido mayorazgo,
quedándonos yo y mis demás hermanos atenidos a lo poco
que nuestro padre nos dejó de su quinto cuando
murió.

De manera… Perdone usted, señor, le interrumpí,
¿pues que es posible que su padre de usted lo quiso dejar pobre con
sus hermanos, y quizá expuesto a la indigencia, sólo por
instituir al primogénito mayorazgo?

Sí amigo, me contestó el trapiento, así
sucedió y así sucede a cada instante, y esta corruptela
no tiene más apoyo ni más justicia que la
imitación de las preocupaciones antiguas.

Usted se admira, y se admira con razón, de ver practicado y
tolerado este abuso en las naciones más civilizadas de la
Europa, y acaso le parece que no sólo es injusticia sino
tiranía el que los padres prefieran el primogénito a sus
otros hermanos, siendo todos hijos suyos igualmente; pero más
se admirara si supiera que esta corruptela (pues creo que no merece el
nombre de costumbre legítimamente introducida) ha sido mal
vista entre los hombres sensatos, y hostigada por los monarcas con
muchas y duras restricciones con el loable fin de
exterminarla
[153]
.

En efecto:
el mayorazgo
, dicen que,
es un derecho que
tiene el primogénito más próximo de succeder en
los bienes dejados con la condición de que se conserven
íntegros perpetuamente en su familia
; mas si me fuera
lícito definirlo diría:
el mayorazgo es una
preferencia injustamente concedida al primogénito, para que
él sólo herede los bienes que por iguales partes
pertenecen a sus hermanos como que tienen igual derecho
.

Si a alguno le pareciera dura esta definición, yo lo
convencería de su arreglo siempre que no fuera mayorazgo, pues
siéndolo claro es que, por más convencido que se hallara
su entendimiento, jamás arrancaría de su boca la
confesión de la verdad.

Yo, amigo, si hablo contra los mayorazgos, hablo con justicia y
experiencia. Mi padre, cuando instituyó el mayorazgo en favor
de su hijo primogénito, acaso no pensó en otra cosa
que en perpetuar el lustre de su casa, sin prevenir los daños
que por esto habían de sobrevenir a sus demás hijos;
porque antes de que yo llegara al infeliz estado en que usted me ve,
¡cuánto he tenido que lidiar con mi hermano para que me diese
siquiera los alimentos mandados por mi padre en una cláusula de
la institución! ¿Y de qué me sirvió esto? De
nada, porque, como él tenía el dinero y la razón,
fácil es concebir que él se salía con la suya en
todas ocasiones
[154]
.

Hablando como buen hijo, quisiera disculpar a mi padre de los
perjuicios que nos irrogó con esta su injusta preferencia; pero
como hombre de bien no puedo dejar de confesar que hizo mal.
¡Ojalá que, como yo lo perdono, Dios le haya perdonado los
males de que fue causa! Tal vez a mí, que hoy no hallo
qué comer, me ha tocado la menor parte.

Cuatro hermanos fuimos: Damián el mayorazgo, Antonio, Isabel
y yo. Damián, ensoberbecido con el dinero y lisonjeado por los
malos amigos, se prostituyó a todos los vicios, siendo sus
favoritos por desgracia el juego y la embriaguez, y hoy anda honrando
los huesos de mi padre de juego en juego y de taberna en taberna,
sucio, desaliñado y medio loco, atenido a una muy corta dieta
que le sirve para contentar sus vicios.

Mi hermano Antonio, como que entró en la iglesia sin
vocación sino en fuerza de los empujones de mi padre, ha salido
un clérigo tonto, relajado y escandaloso, que ha dado harto que
hacer a su prelado. Por accidente está en libertad, el Carmen y
San Fernando, la cárcel y Tepotzotlán son sus casas y
reclusiones ordinarias.

Mi hermana Isabel… ¡pobre muchacha! ¡Qué lástima me
da acordarme de su desdichada suerte! Esta infeliz fue
también víctima del mayorazgo. Mi padre la hizo entrar
en religión contra su voluntad, para mejor asegurar el
vínculo en mi hermano Damián, sin acordarse quizá
de las terribles censuras y excomuniones que el Santo Concilio de
Trento fulmina contra los padres que violentan a sus hijas a entrar en
religión sin su voluntad
[155]
;
y lo peor es que no pudo alegar ignorancia, pues mi hermana, viendo su
resolución, hubo de confesarle llanamente cómo estaba
inclinada a casarse con un joven vecino nuestro, que era igual a ella
en cuna, en educación y en edad, muchacho muy honrado, empleado
en rentas reales, de una gallarda presencia, y, sobre todo, que la
amaba demasiado; y con esta confesión le suplicó que no
la obligase a abrazar un estado para el que no se sentía a
propósito, sino que le permitiera unirse con aquel joven
amable, con cuya compañía se contemplaría feliz
toda su vida.

Mi padre, lejos de docilitarse a la razón, luego que supo
con quién quería casarse mi hermana, se exaltó en
cólera y la riñó con la mayor aspereza
diciéndole que ésas eran locuras y picardías; que
era muy muchacha para pensar en eso; que ese mozo a quien
quería era un pícaro, tunante, que sabría tirarle
cuanto llevara a su lado; que por bueno que a ella le pareciera, no
pasaba de un pobre, con cuya nota deslucía todas las buenas
cualidades que ella le suponía; y, por fin, que él era
su padre y sabía lo que le estaba bien, y a ella sólo le
tocaba obedecer y callar, so pena de que si se oponía a su
voluntad o le replicaba una palabra, le daría un balazo o
la pondría en las
Recogidas
[156]
.

Con este propósito y decreto irrevocable quedó mi
pobre hermana desesperada de remedio, y sin más recurso que el
del llanto, que de nada le valió.

Mi padre desde ese instante agitó las cosas, de modo que a
los tres días ya Isabel estaba en el convento.

El joven su querido, luego que lo supo, quiso escribirla y acusarla
de veleidosa e inconstante; pero mi padre, que le tenía tomadas
todas las brechas, hubo de recoger la carta antes que llegara a manos
de la novicia, y con ella, el dinero y un abogado caviloso, le
armó al pobre tal laberinto de calumnias que a buen componer
tuvo que ausentarse de México y perder su destino por no
exponerse a peores resultados.

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