El Periquillo Sarniento (31 page)

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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Escrita por él para sus hijos

Capítulo I

Escribe Periquillo la muerte de su madre, con
otras cosillas no del todo desagradables

¡Con qué constancia no
está la gallina lastimándose el pecho veinte días
sobre los huevos! Cuando los siente animados, ¡con qué
prolijidad rompe los cascarones para ayudar a salir a los pollitos!
Salidos éstos, ¡con qué eficacia los cuida!
¡Con qué amor los alimenta! ¡Con qué
ahínco los defiende! ¡Con qué cachaza los tolera,
y con qué cuidado los abriga!

Pues a proporción hacen esto mismo con sus hijos la gata, la
perra, la yegua, la vaca, la leona y todas las demás madres
brutas. Pero cuando ya sus hijos han crecido, cuando ya han salido
(digámoslo así) de la edad pueril, y pueden ellos buscar
el alimento por sí mismos, al momento se acaba el amor y el
chiqueo, y con el pico, dientes y testas, los arrojan de sí
para siempre.

No así las madres racionales. ¡Qué enfermedades no
sufren en la preñez! ¡Qué dolores y a qué riesgos
no se exponen en el parto! ¡Qué achaques, qué cuidados y
desvelos no toleran en la crianza! Y después de criados, esto
es, cuando ya el niño deja de serlo, cuando es joven y cuando
puede subsistir por sí solo, jamás cesan en la madre los
afanes, ni se amortigua su amor, ni fenecen sus cuidados. Siempre es
madre, y siempre ama a sus hijos con la misma constancia y
entusiasmo.

Si obraran con nosotros como las gallinas, y su amor sólo
durara a medida de nuestra infancia, todavía no podíamos
pagarlas el bien que nos hicieron, ni agradecerlas las fatigas que les
costamos, pues no es poco el deberlas la existencia física y el
cuidado de su conservación.

No son ciertamente otras las causales porque nos persuade el
Eclesiástico nuestro respeto y gratitud hacia los
padres.
Honra a tu padre
, dice en el cap. 7.º,
honra a tu
padre, y no olvides los gemidos de tu madre. Acuérdate que si
no fuera por ellos no existieras, y pórtate con ellos con el
amor que ellos se portaron contigo.
Y el santo Tobías el
viejo le dice a su hijo:
Honrarás a tu madre todos los
días de tu vida, debiéndote acordar de los peligros y
trabajos que padeció por ti cuando te tuvo en su vientre.
Tob., cap. IV.

En vista de eso, ¿quién dudará que por la naturaleza
y por la religión estamos obligados no sólo a honrar en
todos tiempos, sino a socorrer a nuestros padres en sus necesidades y
bajo culpa grave?

Digo en todos tiempos, porque hay un abuso entre algunas personas,
que piensan que en casándose se exoneran de las obligaciones de
hijos, y que ni se hallan estrechadas a obedecer ni respetar a sus
padres como antes, ni tienen el más mínimo cargo de
socorrerlos.

Yo mismo he visto a muchos de estos y estas que después de
haber contraído matrimonio, ya tratan a sus padres con
cierta indiferencia y despego que enfada. No (dicen), ya estoy
emancipado, ya salí de la patria potestad, ya es otro tiempo; y
la primera acción con que toman posesión de esta
libertad es con chupar o fumar tabaco delante de sus
padres
[58]
. A seguida de esto, les hablan con
cierto entono, y por último, aunque estén necesitados no
los socorren.

Cuanto a lo primero, esto es, cuanto al respeto y la
veneración, nunca quedan los hijos eximidos de ella, sea cual
fuere el estado en que se hallen colocados, o la dignidad en que
estén puestos. Siempre los padres son padres, y los hijos son
hijos, y en éstos, lejos de vituperarse, se alaba el respeto
que manifiestan a aquéllos. Casado y rey era Salomón, y
bajó del trono para recibir con la mayor sumisión a su
madre Betsabé; lo mismo hizo el señor Bonifacio VIII con
la suya, y hace todo buen hijo, sin que estas humillaciones les hayan
acarreado otra cosa que gloria, bendiciones y alabanzas.

Por lo que toca al socorro que deben impartirles en sus
necesidades, aún es más estrecha la
obligación. No se excusa la mujer, teniéndolo, con
decir: mi marido no me lo da; pedírselo, que si él fue
buen hijo, él lo dará; y si no lo diere, economizarlo
del gasto y del lujo; pero que haya para galas, bailes y otras
extravagancias, y no haya para socorrer a la madre, es cosa que
escandaliza, bien que apenas cabe en el juicio que haya tales
hijas.

Más frecuentemente se ve esto en los hombres, que luego
dicen: ¡oh!, yo socorriera a mis padres, pero soy un pobre, tengo
mujer e hijos a quienes mantener, y no me alcanza. ¿Hola? Pues tampoco
ésa es disculpa justa. Consulten a los teólogos, y
verán cómo están en obligación de partir
el pan que tengan con sus padres; y aun hay quien
diga
[59]
que en caso de igual necesidad, bajo
de culpa grave primero se ha de socorrer a los padres que a los
hijos.

No favorecer a los padres en un caso extremo es como matarlos;
delito tan cruel, que asombrados de su enormidad los antiguos,
señalaron por pena condigna a quien lo cometiera, el que lo
encerraran dentro de un cuero de toro, para que muriera sofocado, y
que de este modo lo arrojaran a la mar, para que su cadáver ni
aun hallara descanso en el sepulcro.

¿Pues cuántos cueros se necesitarán para enfardelar a
tantos hijos ingratos como escandalizan al mundo con sus vilezas y
ruindades? En aquel tiempo yo no me hubiera quedado sin el mío,
porque no sólo no socorrí a mi madre, sino que le
disipé aquello poco que mi padre le dejó para su
socorro.

¡Qué caso! De las cinco reglas que me enseñaron en la
escuela, unas se me olvidaron enteramente con la muerte de mi padre, y
en otras me ejercité completamente. Luego que se acabaron los
mediecillos y se vendieron las alhajitas de mi madre, se me
olvidó el
sumar
, porque no tenía
qué;
multiplicar
nunca supe; pero
medio
partir
y
partir por entero
, entre mis amigos, y las
amigas mías y de ellos, todo lo que llegaba a mis manos, lo
aprendí perfectamente; por eso se acabó tan pronto el
principalito; y no bastó, sino que siempre
quedaba
restando
a mis acreedores, y sacaba esta cuenta de
memoria: quien debe a uno cuatro, a otros seis, a otro tres, etc., y
no les paga, les debe. Eso sabía yo bien, deber, destruir,
aniquilar, endrogar y no pagar a nadie de esta vida; y
éstas son las cuentas que saben los perdidos de
pe
a
pa
. Sumar no saben porque no tienen qué;
multiplicar, tampoco, porque todo lo disipan; pero restar a quien se
descuida, y partir lo poco que adquieren con otros haraganes
petardistas que llaman sus amigos, eso sí saben como el mejor,
sin necesitar las reglas de aritmética para nada. Así lo
hice yo.

En éstas y las otras, no quedó en casa un peso ni
cosa que lo valiera. Hoy se vendía un cubierto, mañana
otro, pasado mañana un nicho, otro día un ropero, hasta
que se concluyó con todos los muebles y menaje. Después
se siguió con toda la ropita de mi madre, de la que breve
dieron cuenta en el Montepío y en las tiendas, pues como no
había para sacarla, todas las prendas se perdieron en una
bicoca.

Es verdad que no todo lo gasté yo, algo se consumió
entre mi madre y nana Felipa. Éramos como aquel loco de quien
refiere el padre Almeida
[60]
que había
dado en la tontera de que era la Santísima Trinidad, y un
día le preguntó uno ¿que cómo podía ser
eso andando tan despilfarrado y lleno de andrajos? A lo que el loco
contestó:
¿qué quiere usted?, si somos tres al
romper.
Así sucedía en casa, que éramos tres
al comer y ninguno al buscar. Bien que cuando hubo, yo gastaba y
tiraba por treinta, y así a mí solo se me debe echar la
culpa del total desbarato de mi casa.

La pobre de mi madre se cansaba en persuadirme solicitara yo
algún destino para ayudarnos, pero yo en nada menos pensaba. Lo
uno, porque me agradaba más la libertad que el trabajo, como
buen perdido, si acaso hay perdidos que sean buenos; y lo otro, porque
¿qué destino había de hallar que fuera compatible con mi
inutilidad y vanidad que fundaba en mi nobleza y en mi retumbante
título hueco de bachiller en artes, que para mí
montaba tanto como el de conde o marqués?

Al pie de la letra se cumplió la predicción de mi
padre, y mi madre entonces, a pesar de su cariño, que nunca le
faltó hacia mí, conoció cuánto
había errado en oponerse a que yo aprendiese algún
oficio.

El saber hacer alguna cosa útil con las manos, quiero decir,
el saber algún arte ya mecánico, ya liberal,
jamás es vituperable, ni se opone a los principios nobles, ni a
los estudios ni carreras ilustres que éstos proporcionan; antes
suele haber ocasiones donde no vale al hombre ni la nobleza más
ilustre, ni el haber tenido muchas riquezas, y entonces le aprovechan
infinito las habilidades que sabe ejercitar por sí mismo.

La deshonra, dice un autor que escribió casi a fines del
siglo pasado
[61]
, la deshonra ha de nacer de
la ociosidad o de los delitos, no de las profesiones. Todos los
individuos del cuerpo político deben reputarse en esta parte
hijos de una familia.

¿Qué hubiera sido de Dionisio, rey de Sicilia, cuando
habiendo perdido el reino y andando prófugo e incógnito
por sus tiranías, no hubiera tenido alguna habilidad para
mantenerse? Hubiera perecido seguramente en las garras de la
mendicidad, ya que no en las manos de sus enemigos; pero sabía
leer y escribir, bien sin duda, pues emprendió ser maestro de
escuela, y con este ejercicio se mantuvo algún tiempo.

¿Qué suerte hubiera corrido Arístipo si cuando
aportó a la isla de Rodas, habiendo perdido en un naufragio
todas sus riquezas, no hubiera tenido otro arbitrio con que sostenerse
por sí mismo? Hubiera perecido; pero era un excelente
geómetra, y conocida su habilidad, le hicieron tan buen
acogimiento los isleños, que no extrañó ni su
patria ni sus riquezas; y en prueba de esto les escribió a sus
paisanos estas memorables razones:
dad a vuestros hijos tales
riquezas que no las pierdan aun cuando salgan desnudos de
un naufragio.
¡Qué bien tocaba este consejo a muchas
madres y a muchos noblecitos!

Si uno de nuestros abogados, teólogos y canonistas arribara
náufrago a Pekín o Constantinopla, ¿hallara qué
comer con su profesión? No, porque en esas capitales ni reina
nuestra religión, ni rigen nuestras leyes; y así, si no
sabía coser una camisa, tejer un jubón, hacer unos
zapatos o cosa semejante con sus manos, sus conclusiones, argumentos,
sistemas y erudición le servirían tanto para subsistir,
como a un médico sus aforismos en una isla desierta e
inhabitable.

Ésta es una verdad, pero por desgracia el abuso que contra
ella se comete es casi general en los ricos, y en los que se tienen
por de la sangre azul.

Dije
casi
, y dije una bobera: sin casi. Es abuso
generalísimo, y tanto que está apadrinado por la vieja y
grosera preocupación de que
los oficios envilecen al que
los ejercita
, y de este error se sigue otro más maldito, y
es aquel desprecio con que se ve y se trata a los pobres oficiales
mecánicos. Fulano es hombre de bien, pero es sastre; citano es
de buena cuna, pero es barbero; mengano es virtuoso, pero es
zapatero. ¡Oh! ¿Quién le ha de dar el lado? ¿Quién lo ha
de sentar a su mesa? ¿Ni quién lo ha de tratar con
distinción ni aprecio? Sus cualidades personales lo
recomiendan, pero su oficio lo abate.

Así se explican muchos, a quienes yo diría:
señores, ¿si no tuvierais riquezas ni otro modo de subsistir
sino de hacer zapatos, coser chaquetas, aparejar sombreros, etc., no
es verdad que entonces renegaríais de los ricos que os trataran
con la necia vanidad con que ahora tratáis vosotros a los
menestrales y artesanos? Esto sin duda.

Y si por un caso imposible, aun siendo ricos, si un día se
conjuraran contra vosotros todos éstos, y no os quisieran
servir a pesar de vuestro dinero, ¿no andaríais descalzos?
Sí, porque no sabéis hacer zapatos. ¿No andaríais
desnudos y muertos de hambre? Sí, porque no sabéis
hacer nada para vestiros, ni cultivar la tierra para alimentaros con
sus frutos.

Con que si en la realidad sois unos inútiles, por más
que desempeñéis en el mundo el papel de los actores de
aquella comedia titulada
Los hijos de la fortuna
, ¿por
qué son esas altiveces, esos dengues, y esos desprecios con
aquellos mismos que habéis menester y de quienes depende
vuestra brillante suerte?
[62]
Si lo
hacéis porque son pobres los que se ejercitan en estos oficios
para subsistir, sois unos tiranos, pues sólo por ser pobres
miráis con altivez a los que os sirven, y quizá a los
que os dan de comer
[63]
; y si solamente lo
hacéis así o los tratáis con este modo orgulloso
porque viven de su trabajo, a más de tiranos sois unos necios;
y si no, pregunto: vosotros ¿de qué vivís? Tú,
minero; tú, hacendero; tú, comerciante; te murieras de
hambre y perecieras entre la indigencia si Juan no trabajara tu mina,
si Pedro no cultivara tus campos, y si Antonio no consumiera tus
géneros, todos a costa del sudor de sus rostros, mientras
tú, hecho un holgazán, acaso, acaso no sirves sino de
escándalo y peso a la república.

Así hablara yo a los ricos soberbios y
tontos
[64]
, al mismo tiempo que a vosotros,
oh pobres honrados
[65]
, os alentara a sufrir
sus improperios y baldones, a resignaros en la divina Providencia y a
continuar en vuestros afanes honradamente, satisfechos de que no hay
oficio vil como el hombre no lo sea; ni hay riqueza ni
distinción alguna que descargue de las notas de necio o vicioso
a quien las tiene.

¿Cuántas veces irá un hombre lleno de ignorancia o de
delitos dentro del dorado coche que hace estremecer vuestros humildes
talleres? ¿Y cuántas la salsa que sazona los pichones y
perdices de su mesa será la intriga, el crimen y la usura,
mientras que vosotros coméis con vuestros hijos y con una dulce
tranquilidad tal vez una tortilla humedecida con sudor de vuestra
frente?

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