El Periquillo Sarniento (29 page)

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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Sin embargo, no me metí por entonces en otra cosa más
que en reírme de la vieja, y a la tarde a buena hora
tomé mi sombrero y me salí para la calle.

Volví por la primera a las nueve de la noche, y hallé
a mi madre algo seria, pues me dijo que ¿dónde
había estado? Que extrañaba en mí tanta licencia,
que yo era su hijo, y que no pensara que porque había muerto mi
padre ya era yo dueño absoluto de mi libertad, y otras cosas a
este modo, a las que respondí que ya ese tiempo se había
acabado, que ya yo no era muchacho, que ya me rasuraba, y que si
salía y me detenía en la calle, era para ver de
qué cosa nos habíamos de mantener.

Semejantes respostadas entristecieron a mi madre bastante, y desde
luego conoció lo que iba a suceder, que fue quitarme la
máscara y perderla el respeto enteramente como
sucedió.

Quisiera pasar este poco tiempo de maldades en silencio, y que
siempre ignorarais, hijos míos, hasta donde puede llegar la
procacidad de un hijo insolente y malcriado; pero como trato de
presentaros un espejo fiel en que veáis la virtud y el vicio
según es, no debo disimularos cosa alguna.

Hoy sois mis hijos, y no pasáis de unos muchachos
juguetones; pero mañana seréis hombres y padres de
familias, y entonces la lectura de mi vida os enseñará
cómo os debéis manejar con vuestros hijos, para no tener
que sufrirles lo que mi pobre madre tuvo que sufrirme a mí.

Dos años sobrevivió mi madre a la muerte de mi amado
padre, y fue mucho, según las pesadumbres que le di en ese
tiempo, y de que me arrepiento cada vez que me acuerdo.

Constantemente disipado, vago y mal entretenido, no pensaba sino en
el baile, en el juego, en las mujeres, y en todo cuanto directamente
propendía a viciar mis costumbres más y más.

El dinerito que había en casa no bastaba a cumplir mis
deseos. Pronto concluyó. Nos vimos reducidos a mudarnos a una
viviendita de casa de vecindad; pero como ni aun ésta se
pudo pagar, a pocos días puse a mi madre en un cuarto bajo e
indecente, lo que sintió sobremanera, como que no estaba
acostumbrada a semejante trato.

La pobre de su merced me reprendía mis extravíos, me
hacía ver que ellos eran la causa del triste estado a que nos
veíamos reducidos, me daba mil consejos persuadiéndome a
que me dedicara a alguna cosa útil, que me confesara, y que
abandonara aquellos amigos que me habían sido tan
perjudiciales, y que quizá me pondrían en los umbrales
de mi última perdición. En fin, la infeliz señora
hacía todo lo que podía para que yo reflexionara sobre
mí, pero ya era tarde.

El vicio había hecho callos en mi corazón, sus
raíces estaban muy profundas, y no hacían mella en
él ni los consejos sólidos, ni las reprensiones suaves
ni las ásperas. Todo lo escuchaba violento y lo despreciaba
pertinaz. Si me exhortaba a la virtud, me reía; y si me afeaba
mis vicios me exasperaba; y no sólo, sino que entonces le
faltaba al respeto con unas respuestas indignas de un hijo cristiano y
bien nacido, haciendo llorar sin consuelo a mi pobre madre en estas
ocasiones.

¡Ah, lágrimas de mi madre, vertidas por su culpa y por
la mía! Si a los principios, si en mi infancia, si cuando yo no
era dueño absoluto de los resabios de mis pasiones, me hubiera
corregido los primeros ímpetus de ellas, y no me hubiera
lisonjeado con sus mimos, consentimientos y cariños,
seguramente yo me hubiera acostumbrado a obedecerla y respetarla; pero
fue todo lo contrario, ella celebraba mis primeros deslices y aun los
disculpaba con la edad, sin acordarse que el vicio también
tiene su infancia en lo moral, su consistencia y su senectud lo mismo
que el hombre en lo físico. Él comienza siendo
niño o trivial, crece con la costumbre y fenece con el hombre,
o llega a su decrepitud cuando al mismo hombre en fuerza de los
años se le amortiguan las pasiones.

¡Qué provecho no hubiera resultado a mi madre y a
mí, si no se hubiera opuesto tantas veces a los designios de mi
padre, si no le hubiera embarazado castigarme, y si no me hubiera
chiqueado tanto con su imprudente amor! ¡Ah!, yo me
habría acostumbrado a respetarla, me hubiera criado timorato y
arreglado, y bajo este sistema, no hubiera yo padecido tantos trabajos
en el mundo, ni mi madre hubiera sido víctima de mis
desobediencias y vilipendios.

Lo más sensible es que este funesto caso no carece de
ejemplares. Hijos de viudas consentidoras, casi siempre son hijos
perdidos y malcriados, y madres de semejantes hijos ¿qué
han de ser sino unas mujeres desgraciadas?

Sucede por lo común que el padre es un hombre regular que
procura inspirar al niño unos sentimientos cristianos, morales
y políticos, y según ellos desviarlo de todas aquellas
bajezas a que el hombre se inclina naturalmente. Esto hace llorar al
niño, y la madre se aflige y lo embaraza. Hace alguna
travesura, se le celebra; usa alguna malacrianza, se le disculpa;
produce algunas palabras indecentes, o porque las oyó a los
criados, o en la calle, y se festejan; el padre se tuesta de estas
cosas, y teme empeñarse en reprenderlas y castigarlas al hijo,
porque cuando lo hace, sabe que salta la madre como una leona; y ya
sea porque la ama demasiado, ya porque no se vuelva aquel matrimonio
un infierno, condesciende con ella, no se castiga el delito del
muchacho, éste se queda riendo, y satisfecho en la impunidad
que le asegura su mamá, da rienda a sus vicios, que entonces
como dijimos son vicios niños, puerilidades, frioleras, pero en
la edad adulta son crímenes y delitos escandalosos.

Sin embargo, rara vez deja de servir de cierto freno la presencia
del padre; pero si éste muere, todo se acaba de perder. Roto el
único dique que había, aunque débil, se sale de
caja el río de las pasiones, atropellando con cuanto se pone
por delante.

Entonces la viuda reconoce lo feroz de un corazón entregado
a la libertad, quiere oponerse por la primera vez, pero es tarde, el
torrente es impetuoso, y sus fuerzas incapaces de contenerlo. Prueba
los consejos, emplea las caricias, compila las reprensiones, tienta
las amenazas, agota las lágrimas, solicita castigos, y acaso
desesperada prorrumpe en maldiciones contra su hijo
[51]
; mas
nada basta. El joven endurecido y obstinado, y acostumbrado a no
obedecer ni respetar a su madre, desprecia los consejos, se mofa de
las caricias, burla las reprensiones, se ríe de las amenazas,
se divierte con las lágrimas, elude los castigos, y retorna las
imprecaciones con otras tales, si no se desacata, como se ha visto, a
poner sus viles manos en la persona de su madre
[52]
.

Toda esta lastimosa catástrofe se excusaría con
educar bien y escrupulosamente a los niños. ¿Y a
cuántos puntos se pueden reducir las principales obligaciones
de los padres acerca de la buena educación de sus hijos? A
tres, en sentir de un varón apostólico que
floreció en México
[53]
. A saber: a
enseñarles lo que deben saber, a corregirles lo mal que hacen,
y a darles buen ejemplo. Tres cosas muy fáciles al decirse,
pero muy difíciles al practicarse, atendiendo la multitud de
hijos mal criados y llenos de vicios que notamos; mas no porque sean
difíciles de observarse, porque el yugo del Señor es
suave; sino porque los tales padres y madres, ni remotamente se
aplican a practicar los tres preceptos insinuados, antes parece que al
propósito se desvían de ellos cuanto pueden.

Si es en la instrucción, se contentan con darles la muy
superficial por medio de unos maestros o ayos
mercenarios
[54]
, que acaso, viendo el chiqueo de los padres,
no tratan más que de lisonjear al pupilo con harto daño
de él y de sus conciencias.

Si es en la corrección, ya hemos dicho el abandono de estos
padres, y especialmente de las madres.

Últimamente, si es en el ejemplo, ¿cuál es el
ordinario que ven los hijos en sus casas? Lujo en las personas,
excesos en la mesa, orgullo con los criados, altanería y
desprecio con los pobres.

Esto es cuando menos, que cuando más, ya se sabe lo que ven
y oyen los niños en muchas casas. Y siendo el ejemplo el
aliciente más poderoso para formar bien o mal el corazón
del niño en aquella edad, ¿cómo será
éste con tales ejemplos? Los resultados nos lo dicen:
niño engreído, grande soberbio; niño consentido,
grande necio; niño abandonado, grande perdido; y así de
lo demás.

Todo esto se remediaba con la buena educación, y ésta
desde temprano. El consejo es del Espíritu Santo, que dice:
si tienes hijos, instrúyelos desde su niñez.
(Eccl. cap. 7.) El árbol se ha de enderezar cuando es vara, no
cuando se robustece y es tronco. Los médicos dicen que los
remedios se deben aplicar al principio de las enfermedades, antes que
tomen cuerpo, antes que se vicie toda la sangre y corrompa los
humores. Los diestros cirujanos componen el hueso luego que se
disloca, y lo entablan luego que advierten la fractura, porque si no,
cría
babilla
, y se imposibilita la cura.

Así, ni más ni menos, debe ser la educación de
los niños, desde pequeños, antes que sean troncos. Se
han de corregir sus deslices luego que se les noten, porque si no,
crían babilla.

Estas verdades son más claras que el agua, más
repetidas que los días, no hay quien diga que las ignora; y con
todo eso no se ven sino muchachos malcriados y necios, que
después son unos hombres vagos, viciosos y perdidos.

Esto no puede estar en otra cosa sino en que obramos contra lo
mismo que sabemos. Consentimos a los muchachos, por serlo, y por
tenerles demasiado amor; ellos cuando jóvenes nos llenan de
pesadumbres y disgustos, y entonces son los ojalás y los
malhayas, pero sin fruto.

¿Cuánto mejor y más fácil no es domar
al caballo de potro que de viejo? Tienen los padres un freno y un
acicate muy oportunos para el caso, y que, sabiéndolos manejar
con prudencia, es casi imposible que deje de producir buenos
efectos. El freno es la ley evangélica bien inspirada, y el
acicate, el buen ejemplo practicado constantemente.

Los campistas de nuestra tierra dicen que el mejor caballo necesita
las espuelas; así podemos decir, que el niño más
dócil y el de mejor natural, ha menester observar buenos
ejemplos para formar su corazón en la sana moral, y no
corromperse. Ésta es la espuela más eficaz para que los
niños no se extravíen.

El buen ejemplo mueve más que los consejos, las
insinuaciones, los sermones, y los libros. Todo esto es bueno, pero
por fin, son palabras, que casi siempre se las lleva el viento. La
doctrina que entra por los ojos, se imprime mejor que la que entra por
los oídos. Los brutos no hablan, y sin embargo, enseñan
a sus hijos, y aun a los racionales con su ejemplo. Tanta es su
fuerza.

No hay que admirarse de que el hijo del borracho sea borracho; el
del jugador, tahúr; el del altivo, altivo, etc., etc.; porque
si eso aprendió de sus padres, no es maravilla que haga lo que
vio hacer.
El hijo del gato caza ratón
, dice el
refrán.

Lo que si es maravilla, o por mejor decir, cosa de risa, es que,
como apunté poco ha, cuando el hijo o hija son grandes, y
grandes pícaros, cuando cometen grandes delitos y dan grandes
disgustos, entonces los padres y las madres se hacen de las nuevas y
exclaman: ¡Quién lo pensara de mi hijo!
¡Quién lo creyera de fulana! ¡Tontos!
¿Quién lo ha de creer, quién lo ha de pensar?
Todo el mundo, porque todo el mundo ha visto cuál ha sido
vuestro modo de criarlos. El milagro fuera que educándolos bien
y dándolos buenos ejemplos, ellos salieran indóciles y
perversos; pero que salgan malos cuando la doctrina que han mamado ha
sido ninguna, y los ejemplos que han visto han sido pésimos, es
una cosa muy natural, porque todos los efectos corresponden a sus
causas. ¿Quién se ha admirado hasta hoy de que un poco
de algodón arda si se aplica al fuego? ¿Ni que se
manche un pliego de papel si se mete en una olla de tinta? Nadie,
porque todos saben que es propio del fuego quemar lo
combustible, y de la tinta teñir lo susceptible de su color.
Pues tan natural así es que los niños ardan con la mala
educación, y se contaminen con los malos ejemplos. Lo que
importa es no darles una ni otros.

Por esto entre los Lacedemonios se acostumbraba castigar en los
padres los delitos de los hijos, disculpando en ellos la falta de
advertencia, y acriminando en aquéllos la malicia o la
indolencia.

Wenceslao y Boleslao, príncipes de Bohemia, fueron hermanos,
hijos de una madre; el primero fue un santo, a quien veneramos en los
altares; y el segundo un tirano cruel que quitó la vida a su
mismo hermano. Distintos naturales, distintas suertes; pero ¿a
qué se atribuirán sino a las distintas educaciones? Al
primero lo educó su abuela Ludmila, mujer piadosísima y
santa, y al segundo su madre Draomira, mujer loca, infame y
torpísima. ¡Tal es la fuerza de la buena o mala
educación en los primeros años!

Cuando ponderamos lo mal que hacen los padres cuando faltan a las
obligaciones que tienen contraídas respecto de los hijos, no
disculpamos a éstos de sus desacatos e inobediencias. Unos y
otros hacen mal, y unos y otros trastornan el orden natural, infringen
la ley y perjudican las sociedades en que viven, y no
enmendándose, unos y otros se condenan, pues como se lee en los
sagrados libros: los hijos recogen la leña, y los padres
encienden el fuego
[55]
.

Es verdad que Dios dice que
el hijo malcriado será el
oprobio y la confusión de sus padres
; pero también
están llenas de anatemas las divinas letras contra tales
hijos. Oíd algunas que constan en los Proverbios y el
Eclesiástico.
Se extinguirá la vida del que maldice
a su padre, y pronto quedará entre las tinieblas del
sepulcro. Mala será la fama, o se verá deshonrado
el que menosprecia a su madre. El que aflige a su padre
o huye de su madre, será ignominioso e infeliz. La
maldición de ésta destruye hasta los cimientos de la
casa de los malos hijos
; y por último:
Devoren los
cuervos carniceros el cadáver, y sáquenle los ojos al
que se atreve a burlarse de su padre.

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