Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
En esta santa contemplación se acabó el rezo y
salimos de coro; ¡pero cuál fue mi tristeza y enojo
cuando dieron las seis, las seis y media, las siete, y no
parecía tal chocolate ni pareció en toda la
mañana, porque me dijeron que era día de ayuno! Entonces
me acabé de dar a Barrabás, renegando más y con
doble fervor de mi maldito pensamiento de ser fraile, y más
cuando fueron otros dos novicios, y presentándome dos cubetas
de cuero, me dijeron: hermano, venga su caridad; tome esas cubetas, y
vamos a barrer el convento mientras es hora de ir a coro.
Ésta está peor, me decía yo, ¡conque no
dormir, no comer, y trabajar como un macho de noria! ¿Esto es
ser novicio? ¿Esto es ser fraile? ¡Ah, pese a mi maldita
ligereza, y a los infames consejos de Pelayo y de Juan Largo! No hay
remedio, yo no soy fraile, yo me salgo, porque si duro aquí
ocho días me acaba de llevar el diablo de sueño, de
hambre y de cansancio. Yo me salgo, sí, yo me salgo… pero
¿tan breve? ¿Aún no caliento el lugar, y ya
quiero marcharme? No puede ser. ¿Qué dirán? Es
fuerza aguantar dos o tres meses, como quien bebe agua de tabaco, y
entonces disimularé mi salida fingiéndome enfermo;
aunque no habrá para qué afanarme en fingir, pues mi
enfermedad será real y verdadera con semejante vida, y
plegue a Dios que de aquí allá no haya yo estacado la
zalea
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en estos santos paredones. ¡Qué hemos
de hacer!
Así discurría yo mientras subía agua y regaba
los tránsitos con la
pichancha
, siempre triste y
cabizbajo, pero admirándome de ver lo alegres que
barrían los otros dos frailecitos mis compañeros, que
eran tanto o más jóvenes que yo; ya se ve, eran unos
virtuosos, y habían entrado allí con verdadera,
vocación, y no por excusarse de trabajar, para holgarse como
yo.
El uno de ellos, que era el más muchacho, era muy alegre, su
color era blanco, su pelo bermejo, sus ojillos azules y muy vivos, su
boca llena de una modesta sonrisa, y como estaba fatigado con el
trabajo, estaba coloradito y bonito que parecía un San Antonio;
advirtió mi semblante sombrío y triste, y creyendo el
inocente que era efecto de una suma austeridad y de los
escrúpulos que me agitaban, se llegó a mí y me
dijo con mucho agrado: hermanito, ¿qué tiene?
¿Por qué está tan triste? Alégrese, la
alegría no se opone al servicio de Dios. Este Señor es
todo bondad. Somos sus hijos, no sus esclavos; quiere que lo amemos
como a padre, y que lo adoremos como al Señor Supremo; no que
lo temamos con un miedo servil, no, si no es nuestro tirano. Es un
Dios lleno de dulzura, no un Dios parricida como el Saturno de los
paganos. Su vista sola alegra a los santos y hace toda la felicidad
del cielo. Su servicio debe inspirar a los suyos la mayor confianza y
alegría.
El santo rey David nos dice expresamente:
servid al
Señor con alegría
, y el Eclesiástico:
«arroja lejos de ti la tristeza, porque es pasión que a
muchos quita la vida, y en ella no hay utilidad.» Pero
¿qué más? El mismo Jesucristo nos manda
«que no queramos hacernos tristes como los
hipócritas.» Conque hermanito, alegrarse, alegrarse, y
desechar escrúpulos e ideas funestas que ni hacen honor a la
deidad, ni traen provecho a las almas.
Yo agradecí sus consejos al buen religioso, y le
envidié su virtud, su serenidad y alegría, porque no
sé qué tiene la sólida virtud que se hace amable
de los mismos malos.
Llegó la hora de la misa conventual, y fuimos a
coro. Entonces advertí que no asistían algunos padres
que había visto por el convento. Pregunté el motivo, y
me dijeron que eran padres graves y jubilados, o exentos de las
asistencias de comunidad. Con esto me consolé un poco, porque
decía: en caso de profesar, que lo dudo, como yo sea padre
grave, ya estoy libre de estas cosas. Fuimos a coro.
Trátase sobre los malos y los buenos
consejos; muerte del padre de Periquillo, y salida de éste del
convento
Estuve en el coro durante la tercia y la
misa, pero con la misma atención que el facistol. Todo se me
fue en cabecear, estirar los párpados y bostezar, como quien no
había cenado ni dormido.
El que presidía lo notó, y luego que salimos me dijo:
hermano, parece que su caridad es harto flojillo; enmendarse, que
aquí no es lugar de dormir.
Yo no dejé de incomodarme, como que no estaba acostumbrado a
que me regañaran mucho, pero no osé replicar una
palabra. Me calé la capilla, y marché a continuar la
limpieza de mi santo cuartel.
Llegó la hora bendita del refectorio, y aunque la comida era
de comunidad, a mí pareció bajada del cielo, como que a
buena hambre no hay mal pan.
En fin, me fui acostumbrando poco a poco a sufrir los trabajos de
fraile y el encierro de novicio, manteniendo el estómago
debilitado, consolando a mis ojos soñolientos, animando mis
miembros fatigados con el trabajo, y tolerando las demás
penalidades de la religión, con la esperanza de que en
cumpliendo seis meses fingiría una enfermedad, y me
volvería a mis ajos y coles, que había dejado en la
calle.
Esta esperanza se avaloraba con la vista de mi padre de cuando en
cuando, pero más y más con los siempre cristianos,
prudentes y caritativos consejos de mis dos mentores Januario y
Pelayo, que solían visitarme con licencia del padre maestro de
novicios, a quien mi padre los había recomendado.
Uno me decía: sí, Perico, no harás otra cosa
mejor que mudarte de aquí; mírate ahí como te has
puesto en dos días, flaco, triste, amarillo, que ya con la
mortaja encima no falta más sino que te entierren, lo que no
tardarán mucho en hacer estos benditos frailes, pues con toda
su santidad son bien pesados e imprudentes. Luego, luego quisieran que
un pobre novicio fuera canonizable; todo le notan, todo le castigan,
nada le disimulan ni perdonan; ya se ve, ningún padre maestro
se acuerda que fue novicio. Esto me decía el menos malo de mis
amigos, que era Pelayo; que el Juan Largo maldito, ése era
peor: blasfemaba de cuantos frailes y religiosos había en el
mundo, y ¿en qué términos lo haría, pues
siendo yo algo peor que Barrabás, me escandalizaba?
Ciertamente que no son para escritas las cosas que me decía
de todas, y en especial de aquella venerable religión, que no
tenía la culpa de que un pícaro como yo se acogiera a
ella sin vocación y sin virtud, sólo para eludir los muy
justos designios de su padre; pero por sus consejos inferiréis
el fondo de maldad que abrigaba su corazón. No seas tonto, me
decía, salte, salte a la calle; no te vayas a
engreír aquí y profeses, que será enterrarte en
vida. Eres muchacho, salvaje, goza del mundo. Las muchachas tus
conocidas siempre me preguntan por ti; mi prima ha llorado mucho, te
extraña, y dice que ojalá no fueras fraile, que ella se
casara contigo. Conque salte, Periquillo, hijo, salte, y cásate
con Poncianita, que es la única hija de don Martín y
tiene sus buenos pesos. Ahora, ahora que te quiere has de lograr la
ocasión, pues si ella pierde la esperanza de tu salida y se
enamora de otro, lo pierdes todo. ¡Ojalá y yo no fuera su
primo! A buen seguro que te diera estos consejos, pues yo los tomara
para mí; pero no puedo casarme con ella, al fin se ha de casar
con cualquiera, y ese cualquiera no ha de ser otro más que
tú, que eres mi amigo; pues lo que se ha de llevar el moro,
mejor será que se lo lleve el cristiano. ¿Qué
dices? ¿Qué le digo? ¿Cuándo te sales?
Yo era maleta, y luego con las visitas y persuasiones de este tuno
me pervertía más y más; y llegué a tanto
grado de desidia que no hacía cosa a derechas de cuantas me
mandaba la obediencia. Si salía a acolitar, estaba en el altar
inquietísimo, mi cabeza parecía molinillo, y no paraban
mis ojos de revisar a cuanta mujer había en la iglesia; si
barría el convento lo hacía muy mal; si servía el
refectorio, quebraba los platos y escudillas; si me tocaba
algún oficio en el coro, me dormía; finalmente, todo lo
hacía mal, porque todo lo hacía de mala gana; con esto,
raro era el día en que no entraba al refectorio con la
almohada, la escoba o los
tepalcates
colgados, con un
tapaojos o con otra señal de mis malas mañas y de las
ridiculeces de los frailes, como yo decía.
Los primeros días se me asentaba la silla un
poco
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, esto es, se me hacían pesadas semejantes
burlas y mojigangas como yo las llamaba, siendo su propio nombre
penitencias
; pero después me fui connaturalizando con
ellas de modo que se me daba tanto de entrar al coro o refectorio con
una sarta de guijarros pendiente del cuello, como si llevara un
rosario de Jerusalén.
Así cayendo y levantando, y haciendo desesperar a los
benditos religiosos, llegué a cumplir seis meses de novicio,
tiempo que desde el primer día me había prefijado para
salirme a la calle y volverme a mis andanzas en el siglo. Ya estaba yo
pensando de qué mal sería bueno enfermarme, o fingir que
me enfermaba, para cohonestar mi veleidad, y habiendo por
último elegido la epilepsia, ya iba a descargar sobre el
corazón sensible de mi padre el golpe fatal,
escribiéndole mi resolución de salirme, cuando
llegó Januario y me dio la triste noticia de hallarse mi dicho
padre gravemente enfermo y desahuciado de los médicos.
Afligiome semejante nueva, y trataba de acelerar mi salida, pero
Januario me contuvo diciéndome que tiempo había para
ella, que por entonces suspendiera mi resolución pues nada iba
a medrar, y antes podría suceder que mi padre con la pesadumbre
se agravara y se abreviaran sus días por mi
precipitación; y así, que me sosegara, que por muerte o
por vida de mi padre se haría la cosa después con
más acierto y menos inconvenientes.
Hícelo así, y confieso que me convenció,
porque a pesar de ser tan malo, esta vez me aconsejó como
hombre de bien.
Los hombres, hijos míos, son como los libros. Ya
sabéis que no hay libro tan malo que no tenga algo bueno;
así los hombres, no hay uno tan perverso, que tal cual vez no
tenga algunos buenos sentimientos; y en esta inteligencia, el mayor
pecador, el más relajado y libertino puede darnos un consejo
sabio y edificante.
Cinco días pasaron después del que me habló
Januario, cuando vino a verme don Martín, y
previniéndome el ánimo con los consuelos que le
dictó su caridad, me dio una carta cerrada de mi padre, y con
ella la noticia de su fallecimiento.
La naturaleza apretó mi corazón, y mis
lágrimas manifestaron en abundancia mis sentimientos. Don
Martín repitió sus consuelos, y se fue a dar algunas
limosnas al padre provincial para sufragios por el alma del
difunto. El padre Vicario, los coristas y mis connovicios, entraron a
mi celda y me daban todos aquellos consuelos que se apoyan en la
religión; y luego que calmó un poco mi dolor, me dejaron
solo y se retiraron a sus destinos. Dos días pasaron sin que yo
me atreviese a abrir la carta, pues cada vez que la quería
abrir, leía el sobrescrito que decía:
A mi querido
hijo Pedro Sarmiento. Dios lo guarde en su santa gracia muchos
años.
Entonces se estremecía mi corazón
sobremanera, y no hacía más que besarla y humedecerla
con mis lágrimas, pues aquellos pocos caracteres me acordaban
el amor que siempre me había tenido, y su constante virtud que
me había inspirado.
¡Ay, hijos! ¡Qué cierto es que el buen padre, la
buena esposa y el buen amigo, sólo se conocen cuando la muerte
cierra sus ojos! Yo sabía que mi padre era bueno, pero no lo
conocí bien hasta que tuve la noticia de su
fallecimiento. Entonces a un golpe de vista vi su prudencia, su amor,
su juicio, su afabilidad y todas sus virtudes, y al mismo tiempo
eché de ver el maestro, el hermano, el amigo y el padre que
había perdido.
Al cabo de tres días abrí la carta, cuyo contenido
leí tantas veces que se me quedó en la memoria, y por
ser sus documentos digna herencia de vuestro abuelo, os la quiero
dejar aquí escrita.
Amado, hijo: al borde del sepulcro te escribo ésta, que
según mi orden, te entregarán luego que esté mi
cadáver sepultado.
No tengo más bienes que dejar a tu pobre madre que
cuatro reales y los pocos muebles de casa para que pase sin ansias
algunos días de su triste viudedad; y a ti, hijo mío,
¿qué te podré dejar, sino escritas por mi mano
trémula y moribunda aquellas mismas máximas que he
procurado inspirarte toda mi vida? Hazles lugar en tu corazón y
procura traerlas a la memoria con frecuencia. Obsérvalas, que
jamás te arrepentirás de su observancia.
Ama a Dios, témelo y reconócelo por tu padre, tu
Señor y tu benefactor.
Sé fiel a tu patria, y respeta u las autoridades
establecidas.
Pórtate con todos como quisieras se portaran
contigo.
A nadie hagas daño, y jamás omitas el bien que
puedas hacer.
No aflijas a tu madre, ni excites su llanto, porque las
lágrimas que derraman las madres por los malos hijos, claman
ante Dios contra éstos por la venganza.
Jamás desprecies los clamores del pobre, y hallen sus
miserias un abrigo en tu corazón.
No juzgues del mérito de los hombres por su exterior,
que éste es engañoso las más veces.
No te empeñes nunca en singularizarte en nada.
Si profesares en esa santa religión, no olvides en
ningún tiempo los votos con que te has consagrado a
Dios.
No te afanes por alcanzar los puestos honoríficos de la
religión, ni te entristezcas si no los alcanzares, que esto no
es propio del verdadero religioso que ha abandonado el mundo y sus
pompas.
Si fueres padre maestro o prelado, no olvides la observancia de
tu regla; antes entonces debes ser más modesto en el
hábito, más puntual en el coro, y más edificante
en todo; pues no es razón que exijas de tus súbditos el
estrecho cumplimiento de su obligación, si tú les
enseñas otra cosa con el ejemplo.
No te mezcles en los negocios y asambleas de los seglares,
porque no los escandalice tu relajación; pues también
parece un religioso en el coro, en el claustro, en el altar,
púlpito o confesonario, como mal en el paseo,
tertulia, juego, baile, coliseo y estrados de visitas.