Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
¡Ah!, sí, decía la socarrona Luisa, usted es
señor Periquillo Sarniento, el que fue mozo del difunto
Chanfaina, y el que me echó a bofetadas de su casa. Ya me
acuerdo, y cierto que tengo harto que agradecerle. Bien está,
Luisa, le respondí, pero tu infidelidad con Roque dio margen a
aquel atropellamiento.
Ya eso pasó, decía Luisa, y ahora ¿qué quiere
usted? ¿Qué he de querer? Volver a disfrutar tus
caricias. ¿Pues no ve usted, contestó, que eso es tontera?
Vaya, no me haga burla, ni se meta con las infieles. Váyase con
Dios, no venga mi marido y lo halle platicando conmigo.
Pues hija, ¿que te has casado? Sí señor, me he casado
y con un muchacho muy hombre de bien, que me quiere mucho y yo a
él. ¿Pues que pensaba usted que me había de faltar? No
señor; si usted me escupió, otro me recogió. En
fin, yo no quiero pláticas con usted.
Diciendo esto se entró, y me hubiera dado con la puerta en
la cara si yo, tan atrevido como incrédulo de su nuevo estado,
no me hubiera metido detrás de ella.
Así lo hice, y la pobre Luisa toda asustada quiso salirse a
la calle; pero no pudo, porque yo la afiancé de los brazos y,
forcejeando los dos, ella por salirse y yo por detenerla, fue a dar
sobre la cama.
Comenzó a alzar la voz para defenderse, y casi a gritos me
decía: Váyase usted, señor Perico, o señor
diablo, que soy casada y no trato de ofender a mi marido.
La puerta de la accesoria se quedó entreabierta; yo estaba
ciego, y ni atendí a esto ni previne que sus gritos, que
esforzaba a cada instante, podían alborotar a los que pasaban
por la calle y exponerme cuando menos a un bochorno.
¡Ojalá no más hubiera
parado en esto!, pero el cielo me preparaba castigo más
condigno a mi crimen. Como había de entrar Sancho o
Martín, entró el marido de Luisa, y tan perturbada
estaba ésta tratando de desasirse de mí, como enajenado
yo por hacerla que de nuevo se rindiera a mis atrevidas seducciones,
de suerte que ninguno de los dos advertimos que su marido,
entrecerrando mejor la puerta, había estado mirando la escena
el tiempo que le bastó para certificarse de la inocencia de su
mujer y de mis execrables intentos.
Cuando se satisfizo de ambas cosas, partió sobre mí
como un rayo desprendido de la nube, y sin decir más palabras
que éstas: pícaro, así se fuerza a una mujer
honrada, me clavó un puñal por entre las costillas con
tal furia que la cacha no entró porque no cupo.
¡Jesús me valga!, dije yo al tiempo de caer al suelo
revolcándome en mi sangre. Mi caída fue de espaldas, y
el irritado marido, queriendo concluir la obra comenzada, alzó
el brazo armado apuntándome la segunda puñalada al
corazón. Entonces yo lleno de miedo le dije: por María
Santísima que me deje usted confesar, y aunque me mate
después.
Esta voz, o el patrocinio de esta Señora mediante la
invocación de su dulce nombre, contuvo a aquel hombre enojado,
y tirando el puñal me dijo: válgate ese divino nombre
que siempre he respetado.
A este tiempo ya estaba el aposento lleno de gente; los serenos
aseguraron al heridor; la pobre Luisa estaba desmayada del susto, y el
confesor a mi lado.
Me medio confesé, no sé cómo, porque
quién sabe como se hacen las confesiones, los arrepentimientos
y propósitos en unos lances tan apurados en que el hombre
apenas basta para luchar con los dolores de las heridas y el temor de
la muerte.
Pasada esta ceremonia, que en mi conciencia no fue otra cosa,
atendida mi ninguna disposición, perdonado mi enemigo con la
boca, y trasladado éste a la cárcel con su esposa
injustamente, sólo se decía de mí que
moría sin remedio; porque me desangraba demasiado, sin haber
quien me restañara la sangre, o que siquiera me tapara la
herida, ni aun cierto cirujano que por casualidad entró
allí, pues todos decían que era preciso que
interviniera orden de la justicia para estas urgentísimas
diligencias.
La efusión de sangre que padecía era copiosa, y me
debilitaba por momentos; la basca anunciaba mi próxima muerte;
toda la naturaleza humana se conmovía al dolor y al deseo de
socorrerme a la presencia de mi cadavérico semblante; pero
nadie se determinaba a impartirme los auxilios que le dictaba su
caridad, ni aun a moverme de aquel sitio, hasta que quiso Dios que con
la orden del juez llegó la camilla, y me condujeron a la
cárcel.
Pusiéronme en la enfermería y, como era de noche,
tardó en llegar el cirujano; y cuando vino, haciendo ponerme
boca abajo, me introdujo la tienta, que me dolió más que
el puñal; me puso una vela en la herida para saber si el
pulmón estaba roto e hizo no sé cuántas
más maniobras, y concluidas ocurrió a restañarme
la sangre, que le costó poco trabajo en virtud de la mucha que
yo había echado.
Después me dieron atole o no sé qué otro
confortativo semejante, declarando que la herida no era mortal.
Aquella noche la pasé como Dios quiso, y al día
siguiente me llevaron al hospital, donde no extrañé ni
la prolijidad del médico, ni la asistencia de la
enfermería de la cárcel.
Allí en la cama di mis declaraciones y disculpas, que,
acordes con las de Luisa, bastaron para ponerla en libertad con su
marido.
A los veinte días me dio por bueno el cirujano y, atendiendo
los jueces a mis descargos, y al tiempo y dolencias que había
padecido, me pusieron en libertad, notificándome que
jamás volviese a pasar por los umbrales de Luisa, lo que yo
prometí cumplir de todo corazón, como que no era para
menos el susto que había llevado.
Cátenme ustedes fuera del hospital, en la calle como siempre
y sin medio en la bolsa; porque no sé si los serenos, los
enfermeros de la cárcel o los del hospital, me hicieron el
favor de robarme los pocos que me sobraron de la venta de mi
chupa, aunque algunos de ellos fueron sin duda.
Fuera del hospital traté siempre de buscar destino que
siquiera me diera que comer. Por accidente se me puso en la cabeza
entrar a misa en la parroquia de San Miguel.
La oí con mucha devoción, y al salir de ella
encontré en la puerta de la iglesia a un antiguo conocido, con
quien comuniqué mis trabajos. Éste me dijo que era el
sacristán de allí y necesitaba un ayudante, que si yo
quería me acomodaría en su servicio. En la hora, le
dije, pero me has de dar de almorzar, que tengo mucha hambre.
El pobre lo hizo así; me quedé con él, y
cátenme aquí ya de aprendiz de sacristán.
En el que se refiere cómo Periquillo se
metió a sacristán, la aventura que le pasó con un
cadáver, su ingreso en la cofradía de los mendigos y
otras cosillas tan ciertas como curiosas
Si todos los hombres dieran al
público sus vidas escritas con la sencillez y exactitud que yo,
aparecerían una multitud de Periquillos en el mundo, cuyos
altos y bajos, favorables y adversas aventuras se nos esconden porque
cada uno procura ocultarnos sus deslices.
Los pasajes de mi vida que os he referido, y los que me faltan que
escribir, nada tienen, hijos míos, de violentos, raros ni
fabulosos; son bastante naturales, comunes y ciertos. No sólo
por mí han pasado, sino que los más de ellos acaso
acontecen diariamente a los Pericos encubiertos y vergonzantes. Yo
sólo os ruego lo que otras veces, esto es, que no leáis
mi vida por un mero pasatiempo; sino que de entre mis
extravíos, acaecimientos ridículos, largas digresiones y
lances burlescos procuréis aprovechar las máximas de la
sólida moral que van sembradas: imitando la virtud donde
la conociereis, huyendo el vicio y escarmentando siempre en las
cabezas de los malos castigados. Esto será saber entresacar el
grano de la paja, y de este modo leeréis no sólo con
gusto sino con fruto el presente capítulo y los que siguen.
Acomodado de sota-sacristán con un corto salario y un escaso
plato que me proporcionó mi patrón, comencé a
servirle en cuanto me mandaba.
No me fue difícil agradarle, porque un muchacho de doce
años, hijo de él, me aleccionó no sólo en
mis obligaciones, sino en el modo de tener mis percances; y así
pronto aprendí a esconder las chorreaduras de las velas y aun
cabos enteros para venderlos, a sisar el vino a los padres, a
importunar a los novios y a los padrinos de bautismos para que me
diesen las propinas, y a hacer mayores estafas y robillos de los que
no formaba el menor escrúpulo.
En poco tiempo fui maestro, y ya mi jefe se descuidaba conmigo
enteramente. Una virtud y un defecto más que llevé al
oficio se me olvidaron a poco tiempo de aprendiz.
La virtud era un aparente respeto que conservaba a las
imágenes y cosas sagradas, y el defecto era el mucho miedo que
tenía a los muertos; pero todo se acabó. Al principio,
cuando pasaba por delante del sagrario hincaba ambas rodillas, y
cuando me levantaba de noche a atizar la lámpara temblaba de
miedo, y hasta mi sombra y el ruido de los gatos se me figuraban
difuntos que se levantaban de sus sepulcros. Pero después me
hice tan irreverente que cuando pasaba por frente del
tabernáculo me contentaba, cuando más, con dar un
brinquillo a modo de indio danzante, y llegaba con mi sacrílega
osadía hasta pararme sobre el Ara.
Así como al augusto Sacramento, a las imágenes, vasos
y paramentos sagrados les perdí el respeto con el trato,
así les perdí el miedo a los muertos después que
los empocé a manejar con confianza para echarlos a la
sepultura.
Mi compañero el aprendiz me sirvió de mucho, porque
cuando yo entré al oficio ya él tenía adelantado
bastante, y así me hizo atrevido e irreverente; bien que yo en
recompensa lo enseñé a robar de un modo o dos que no
habían llegado a su noticia.
El primero fue el de quedarse con un tanto a proporción de
lo que colectaba para misas, y el segundo a despojar a los muertos y
muertas que no iban de mal pelaje a la hoya.
Una noche por estas gracias me sucedió una aventura que, si
no me costó la vida, por lo menos me costó el
empleo.
Fue el caso que, sepultando una tarde yo y mi compañero el
muchacho a una señora rica que había muerto de repente,
al meterla en el cajón advertí que le relumbraba una
mano que se le medio salió de la manga de la mortaja. Al
instante y con todo disimulo se la metí, echándole
encima un tompiate de cal según es costumbre. Mientras que los
acompañados gorgoriteaban y el coro les ayudaba con la
música, tuve lugar de decirle al compañero: camarada, no
aprietes mucho que tenemos despojos y buenos. Con esto, dando
propiamente un martillazo en el clavo y ciento en el cajón,
encerramos a la difunta en el sepulcro, cuidando también de no
amontonar mucha tierra encima para que nos fuera más
fácil la exhumación. El entierro se concluyó, y
los dolientes y mirones se fueron a sus casas creyendo que quedaba tan
enterrado el cadáver como el que más.
Luego que me quedé solo con el sacristancillo, le dije lo
que había observado en la mano de la muerta, y que no
podía menos sino ser un buen cintillo que por un grosero
descuido u otra casualidad imprevista se le hubiese quedado.
El muchacho parece que lo dudaba, pues me decía: cuando no
sea cintillo, ella es muerta rica, y a lo menos ha de tener rosario y
buena ropa; y así no debemos perder esta fortuna que se nos ha
metido por las puertas, y más teniendo ahorrado el
trabajo de desclavar el cajón, pues los clavos apenas
agujerearían la tapa. Ello es que no es de perderse esta
ocasión.
Resueltos de esta manera, esperamos que diesen las doce de la
noche, hora en que el sacristán mayor dormía en lo
más profundo de su sueño, y prevenidos de una vela
encendida bajamos a la iglesia.
Comenzamos a trabajar en la maniobra de sacar tierra hasta que
descubrimos el cajón, el que sacamos y desclavamos con gran
tiento.
Levantada la tapa, sacamos fuera el cadáver y lo paramos,
arrimándose mi compañero con él al altar
inmediato, teniéndolo de las espaldas sobre su pecho con mil
trabajos, porque no podía ser de otro modo el despojo, en
virtud de que el cuerpo había adquirido una rigidez o tiesura
extraordinaria.
En esta disposición acudí yo a las manos, que para
mí era lo más interesante. Saqué la derecha y vi
que tenía en efecto un muy regular cintillo, el que me
costó muchas gotas de sudor para sacarlo, ya por no sé
qué temor que jamás me faltaba en estas ocasiones, y ya
por las fuerzas que hacía, tanto para ayudársela a tener
al compañero, como para sacarle el cintillo, porque
tenía la mano casi cerrada y los dedos medio hinchados y muy
encogidos; pero ello es que al fin me vi con él en mi mano.
Pasamos a registrar y ver el estado de la demás ropa, y
observé que el compañero no se equivocó en
haberla creído buena, porque la camisa era muy fina, las
enaguas blancas lo mismo; tenía las de encima casi nuevas de
fino cabo de China, un ceñidor de seda, un pañuelo de
cambray, un rosario con su medalla que me quedé sin saber de
qué era y sus buenas medias de seda.
Todo eso es plata, me decía mi camarada, pero ¿cómo
haremos para desnudarla?, porque este diablo de muerta está
más tiesa que un palo.