Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Eso es lo de menos, me dijo Roque, ¿me das licencia de que la
enamore? Haz lo que quieras, le respondí. Pues entonces,
continuó él, haz de cuenta que está todo
remediado. ¿Qué mujer es más dura que una peña? Y
en una peña hace mella una poca de agua cayendo con
continuación. Yo te prometo rendirla en cuatro días. No
la quiero, pero sólo por servirte la seduciré lo mejor
que pueda, y cuando logre sus favores aplazaré un rato
crítico, en el que tú, hallándonos en parte
sospechosa, puedas, si quieres, darle una paliza, suponiendo tener
mucha razón, y echarla de tu casa en el instante sin que ella
tenga boca para reconvenirte.
Concebí que el proyecto de Roque era demasiado injusto y
traidor, pero me convine con él, porque no encontré otro
más eficaz; y así, dándole mis veces, esperaba
con ansia el apurado momento de lanzar a Luisa de mi casa.
Roque, que, no siendo mal mozo, era muy lépero, y con reales
que yo le franqueé para la empresa, se valió de cuantas
artes le sugirió su genio para la conquista de la incauta
Luisa, la que no le fue muy difícil conseguir, como que ella no
estaba acostumbrada a resistir estos ataques; y así, a pocos
tiros de Roque rindió la plaza de su falsa fidelidad, y el
general señaló día, hora y lugar para la
entrega.
Convenidos los dos, me dio el parte compactado, y, cuando la
miserable estaba enajenada deleitándose en los brazos de su
nuevo y traidor amante, entré yo, como de sorpresa, fingiendo
una cólera y unos celos implacables y, dándole algunas
bofetadas y el lío de su ropa que previne, la puse en la puerta
de la calle.
La infeliz se me arrodilló,
lloró, perjuró e hizo cuanto pudo para satisfacerme;
pero nada me satisfizo, como que yo no había menester sus
satisfacciones, sino su ausencia. En fin, la pobre se fue llorando, y
yo y Roque nos quedamos riendo y celebrando la facilidad con que se
había desvanecido el formidable espectro que detenía mi
casamiento.
Pasados ochos días de su ausencia, se celebraron mis bodas
con el lujo posible, sin faltar la buena mesa y baile que suele tener
el primer lugar en tales ocasiones.
A la mesa asistieron mis parientes y amigos, y muchos más
entremetidos a quienes yo no conocía, pero que se metieron a
título de sinvergüenzas aduladores, y yo no podía
echarlos de mi casa sin bochorno; pero ello es que acortaron la
ración a los legítimamente convidados, y fueron causa de
que la pobre gente de la cocina se quedase sin comer.
Concluida la comida, se dispuso el baile, que duró hasta las
tres de la mañana, y hubiera durado hasta el amanecer si un
lance gracioso y de peligro no lo hubiera interrumpido.
Fue el caso que, estando la sala llena de gente, no sé por
qué motivo tocante a una mujer, de repente se levantaron de sus
asientos dos hombres decentes, y, habiéndose maltratado de
palabra un corto instante, llegaron a las manos, y el uno de ellos,
afianzando a su enemigo del peinado, se quedó con el casquete
en las manos, y el contrario apareció secular en todo el traje,
y sólo fraile en el cerquillo.
En este momento depuso la ira el enemigo; la mujer, objeto de la
riña, desapareció del baile; todos los circunstantes
convirtieron en risa el temor de la pendencia, y el religioso hubiera
querido ser hormiga para esconderse debajo de la alfombra.
En tan ridículas circunstancias salió en su traje
aquel buen religioso que os he dicho que era tío de mi mujer,
el que por muchas instancias, y con la ocasión de haberse
casado su sobrina, había asistido a la mesa públicamente
y se divertía un rato con el baile, casi escondido en la
recámara. Salió de ella, digo, y lleno de una santa
cólera, encarándose con el religioso disfrazado, le
dijo: ¡ni sé si hablarle a usted como a religioso o como a
secular, pues todo me parece en este instante, porque de todo tiene,
como el murciélago de la fábula, que cuando le
convenía ser ave, alegaba tener alas, y cuando terrestre, lo
pretendía probar con sus tetas! Usted por la cabeza parece
religioso, y por el cuerpo secular; y así vuelvo a decir que no
sé por qué tenerlo y cómo tratarlo, aunque la
buena filosofía me dicta que es usted religioso, porque es
más creíble que un religioso extraviado se disfrace en
traje de secular para ir a un baile, que no que un secular se abra
cerquillo para el mismo efecto.
Pero, siendo usted religioso, ¿no advierte que con presentarse en
un baile en semejante traje da a entender que se avergüenza de
tener hábitos, porque éstos no parecen bien en los
bailes? ¿No está pregonando su relajación y cometiendo
una interrumpida apostasía? ¿No ve que infringe el voto de la
obediencia? ¿No reflexiona que escandaliza a sus hermanos que lo saben
y a los seculares que lo conocen, pues es muy raro el religioso que no
es conocido por algunos individuos en un baile? ¿No atiende a que
quita el crédito a sus prelados injustamente, pues los
seculares poco instruidos creerán que el disimulo o la
indolencia de sus superiores produce estas licencias desordenadas,
cuando los que tenemos en las religiones el cargo de gobernar a los
demás, por más que hagamos, no podemos muchas veces
contener a los díscolos ni penetrar los infernales arbitrios de
que se valen para eludir nuestro celo y vigilancia?
Y si esto es sólo por el hecho de presentarse en un baile
vestido de secular, ¿qué será por venir con mujeres y
suscitar en tales concurrencias riñas y pendencias por
ellas con la ocasión perversa de los celos?
No quiero aquí saber ni quién es, ni en qué
religión ha profesado; básteme ver en usted un fraile, y
considerar que yo lo soy, para avergonzarme de su exceso. Pero hermano
de mi alma, ¿qué más hará el secular más
escandaloso en tales lances cuando ve que un religioso que ha
profesado la virtud, que ha jurado separarse del mundo y refrenar sus
pasiones, es el primero que lo escandaliza con su perverso ejemplo?
¿Qué dirán los señores que conocen a usted y
están presenciando este lance? Los prudentes lo
atribuirán a la humana fragilidad, de la que no está el
hombre libre no digo en los claustros, pero ni en el mismo apostolado;
pero los impíos, los necios e imprudentes no sólo
murmurarán su liviandad, sino que vejarán su misma
religión diciendo: los frailes de tal parte son enamorados,
curros, valentones y fandangueros como fulano, cediendo sin ninguna
justicia en deshonor de su santa religión el escándalo
personal que acaba usted de darles con su mal ejemplo.
Quizá y sin quizá algunas determinadas religiones son
el objeto de la befa privada en boca de los libertinos imprudentes por
esta causa… Pero ¿qué dije
privada
? La mofa
pública y general que han sufrido casi todas las religiones no
la ha motivado sino el mal proceder de algunos de sus hijos
escandalosos y desnaturalizados.
No por esto se crea que yo soy un fraile que me escandalizo de
nada, ni me hago el santo. Soy pecador, ¡ojalá no lo fuera!
Sé que el descuido de usted ni es el primero ni el más
atroz de los que el mundo ha visto; sé también que hay
ocasiones en que es indispensable a los religiosos asistir a los
bailes; pero sé que en estas ocasiones pueden estar con sus
hábitos, que nada indecorosos son cuando visten a un individuo
religioso; sé que la sola asistencia de un fraile en un baile,
con licencia tácita o expresa de su prelado, no es pecado;
sé que no es menester que el dicho religioso en tales lances
juegue, baile, riña, corteje ni escandalice de modo
alguno a los seculares; antes sí, tiene en los mismos bailes y
concurrencias un lugar muy amplio para edificarlos y honrar su
religión sin afectación ni monería. Lo mismo
dijera de los clérigos si me perteneciera. Y esto ¿cómo
se puede lograr a poca costa? Con no manifestar inclinación a
ellos ni tenerla en efecto, y con portarnos como religiosos cuando la
política u otro accidente nos obligue a asistir a las funciones
de los seculares.
No soy tan rigorista que tenga por crimen todo género de
concurrencia pública con los seglares. No señor, la
profesión religiosa no nos prohíbe la
civilización que le es tan natural y decente a todo hombre;
antes muchas ocasiones debemos prestarnos a las más festivas
concurrencias, si no queremos cargar con las notas de
impolíticos y cerriles. Tales son, por ejemplo, la
bendición de una casa o hacienda, el parabién de un
empleo o la asistencia a su posesión, una cantamisa, un
bautismo, un casamiento y otras funciones semejantes.
En una palabra, en mi concepto no es lo malo que tal cual vez
asista un religioso a estos actos, sino que sea frecuente en ellos, y
que no asista como quien es, sino como un secular escandaloso.
La virtud no está reñida con la
civilización. Jesucristo, que nos vino a enseñar con su
vida y ejemplo el camino del cielo, nos dejó autorizada esta
verdad, ya asistiendo a las bodas y convites públicos que le
hacían, y ya familiarizándose con los pecadores como con
la Samaritana y el Publicano. ¿Pero cómo asistía el
Señor a tales partes, para qué, y cuál era el
fruto que sacaba de sus asistencias? Asistía como la misma
santidad, asistía para edificar con su ejemplo, instruir con su
doctrina y favorecer a los hombres con sus gracias, siendo el fruto de
tan divinas asistencias la conversión de muchos pecadores
extraviados. ¡Oh!, si los religiosos que asisten a funciones y
convites profanos no fueran sino a edificar a los concurrentes con sus
modestos ejemplos, ¡qué diferente concepto no formaran de
ellos los seglares, y cuántas llanezas y atrevimientos
pecaminosos se excusarían con su respetable presencia!
Eh, basta de sermón. Si he excedido los límites de
una reprensión fraternal, sépase que ha sido no para
confusión de este religioso, sino para su enmienda y
escarmiento; lo he hecho en este lugar porque en este lugar ha
delinquido, y al que en público peca se debe corregir
públicamente; y, por último, he dicho, señores,
lo que habéis oído para que se advierta que si hay
algunos pocos frailes relajados que escandalicen, también hay
muchos que abominen el escándalo y que edifiquen con su buen
ejemplo. Ustedes continúen divirtiéndose y pasen buena
noche.
Diciendo esto, se entró mi tío a la recámara
que se le destinó, llevándose de la mano al
religioso. Los más de los bailadores ya se habían ido
porque no les acomodó el sermón; los músicos se
estaban durmiendo, mis padrinos y yo teníamos ganas de
acostarnos, y, con esto, pagó Roque lo que se debía a
los dichos músicos, se fueron todos a sus casas y nos
recogimos.
Al siguiente día nos levantamos tarde yo y mi esposa, a hora
en que ya el tío había llevado al frailecito a su
convento, aunque, según después supimos, sólo lo
dejó en su celda acompañándolo como amigo sin
acusarlo ante su prelado como él temía.
Se pasaron como quince días de gustos en
compañía de mi esposa, a quien amaba más cada
día, así porque era bonita, como porque ella procuraba
ganarme la voluntad; pero como en esta vida no puede haber gusto
permanente, y es tan cierto que la tristeza y el llanto siempre van
pisándole la falda al gozo, sucedió que se
cumplió el plazo puesto al cajonero y al platero, y cada uno
por su parte comenzó a urgirme por su dinero.
Yo tan lejos estaba de poder pagarles que ya se me había
arrancado de raíz, y tenía que estar enviando varias
cosas al Parián y al Montepío a excusas de mi
mujer, porque no conociera tan presto la flaqueza de mi bolsa.
Los acreedores, viendo que a la primera y segunda
reconvención no les pagué, dieron sobre el pobre
abogado, y éste, no queriendo desembolsar lo que no
había aprovechado, me aturdía a esquelas y recados, los
que yo contestaba con palabritas de buena crianza, dándole
esperanzas, y concluyendo con que pagara por mí que yo le
pagaría después; mas eso solamente era lo que él
procuraba excusar.
No sufrieron más dilación los acreedores, sino que se
presentaron al juez contra el abogado, manifestando la
obligación que había otorgado de pagar en defecto
mío. El juez, que no era lego, al ver la obligación se
sonrió y les dijo a los demandantes que aquella
obligación era ilegal, y que ellos vieran lo que hacían
porque tenían perdido su dinero, en virtud de una ley
expresa
[159]
que dice: «Y para
remediar el imponderable abuso que con el mismo motivo de bodas se
experimenta en estos tiempos, mando que los mercadores, plateros de
oro y plata, lonjistas, ni otro género de personas por
sí ni por interposición de otras personas puedan en
tiempo alguno pedir, demandar, ni deducir en juicio las
mercaderías y géneros que dieron al fiado para dichas
bodas a cualesquiera personas de cualquier estado, calidad y
condición que sean»
[160]
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