Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Todo este enjuague se hizo no sólo sin noticia de mi
hermana, sino antes tratando de desvanecer su pasión por medio
de la arteria más vil, y fue fingir una carta y
enviársela de parte de su amante, en la que le decía mil
improperios, tratándola de loca, fea y despreciable, y
concluía asegurándola de su olvido para siempre, y
afirmándola que estaba casado con una joven muy
hermosa.
Esta carta se supuso escrita fuera de esta capital, y obró
no el efecto que mi padre quería, sino el que debía
obrar en un corazón sensible, inocente y enamorado, que fue
llenarlo de congoja, exasperarlo con los celos, agitarlo con la
desesperación y confundirlo en el último
abatimiento.
A pocos meses de esta pesadumbre se cumplió el plazo del
noviciado, y profesó mi hermana sacrificando su libertad no a
Dios gustosamente, como el orador decía en el púlpito,
sino al capricho y sórdido interés de mi padre.
Las muchas lágrimas que vertió la víctima
infeliz al tiempo de pronunciar la fórmula de los votos
persuadieron a los circunstantes a que salían de un
corazón devoto y compungido; pero mis padres y yo bien
sabíamos la causa que las originaba. Mi padre las vio derramar
con la mayor frialdad y dureza, y aun me parece (perdóneme su
respetable memoria) que se complacía en oír los ayes de
esta mártir de la obediencia y del temor, como se
complacía el tirano Falaris al escuchar los gritos y gemidos de
los miserables que encerraba en su toro
atormentador
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; pero mi madre y yo
llorábamos a su igual, y aunque nuestras lágrimas las
producía el conocimiento de la pena de la desgraciada Isabel,
pasaron en el concepto de los más por efecto de una ternura
religiosa.
Se concluyó la función con las solemnidades y
ceremonias acostumbradas; nos retiramos a casa y mi hermana a su
cárcel (que así llamaba a la celda cuando se explayaba
conmigo en confianza).
El tumulto de las pasiones agitadas que se habían conjurado
contra ella, pasando del espíritu al cuerpo, le causó
una fiebre tan maligna y violenta, que en siete días la
separó del número de los vivientes… ¡Ay, amada Isabel!
¡Querida hermana! ¡Víctima inocente sacrificada en las inmundas
aras de la vanidad, a sombra de la fundación de un mayorazgo!
Perdone tu triste sombra la imprudencia de mi padre, y reciba mis
tiernos y amorosos recuerdos en señal del amor con que te quise
y del interés que siempre tomé en tu desdichada suerte;
y usted, amigo, disculpe estas naturales digresiones.
Cuando mi padre supo su fallecimiento, recibió por mano de
su confesor una carta cerrada que decía así: «Padre y
señor: la muerte va a cerrar mis ojos. A usted debo el morir en
lo más florido de mis años. Por obediencia… No, por
miedo de las amenazas de usted abracé un estado para el que no
era llamada de Dios. Forzadamente sacrílega ofrecí a su
Majestad mi corazón a los pies de los altares; pero mi
corazón estaba ofrecido y consagrado de antemano con mi entera
voluntad al caballero Jacobo. Cuando me prometí por suya puse a
Dios por testigo de mi verdad, y este juramento lo habría
cumplido siempre, y lo cumpliera en el instante de expirar, a ser
posible; mas ya son infructuosos estos deseos. Yo muero atormentada,
no de fiebre, sino del sentimiento de no haberme unido con el objeto
que más amé en este mundo; pero a lo menos, entre el
exceso de mi dolor, tengo el consuelo de que muriendo cesará la
penosa esclavitud a que mi padre… ¡qué dolor!, mi mismo padre
me condenó sin delito. Espero que Dios se apiadará de
mí; y le pide use con usted de su infinita misericordia su
desgraciada hija, la joven más infeliz.
Isabel»
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.
Esta carta cubrió de horror y de tristeza el corazón
de mi padre, así como la noche cubre de luto las bellezas de la
tierra. Desde aquel día se encerró en su
recámara, donde estaba el retrato de mi hermana vestida de
monja, lloraba sin consuelo, besaba el lienzo y lo abrazaba a cada
instante, se negó a la conversación de sus más
gratos amigos, abandonó sus atenciones domésticas,
aborreció las viandas más sazonadas de su mesa, el
sueño huyó de sus ojos, toda diversión lo
repugnaba, huía los consuelos como si fueran agravios,
separó hasta la cama y habitación de mi madre, y, para
decirlo de una vez, la negra melancolía llenó de
opacidad su corazón, hurtó el color de sus mejillas, y
dentro de tres meses lo condujo al sepulcro después de haber
arrastrado noventa días una vida tristemente fatigada. Feliz
será mi padre si compurgó con estas penas el sacrificio
que hizo de mi hermana.
Muerto él, entró en absoluta posesión del
mayorazgo mi hermano Damián, ya casado; mi madre y yo, que era
el menor, nos fuimos a su casa donde nos trató bien algunos
días, al cabo de los cuales se mudó por los consejos de
su mujer, que no nos quería, y comenzaron los litigios.
Yo no pude sufrir que vejaran a mi madre, y así traté
de separarla de una casa donde éramos aborrecidos. Como,
por razón de ser hijo de rico, mi padre no me dedicó a
ningún oficio ni ejercicio con que pudiera adquirir mi
subsistencia, me hallé en una triste viviendita con madre a
quien mantener, y sin tener para ello otro arbitrio que los cortos y
dilatados socorros del mayorazgo.
En tan infeliz situación, me enamoré de una muchacha
que tenía quinientos pesos, y más bien por los
quinientos pesos que por ella, o séame lícito decir que
más por recibir aquel dinero para socorrer a mi pobre y amada
madre que por otra cosa, me casé con la dicha joven,
recibí la dote, que concluyó en cuatro días,
quedándome peor que antes y cada día peor, pues de
repente me hallé con madre, mujer y tres criaturas.
Mis desdichas crecían al par de los días; me fue
preciso reducir mi familia a esta triste accesoria, porque mi hermano
probó en juicio que ya no tenía obligación de
darme nada. Mi mujer, que tenía una alma noble y sensible, no
pudiendo sufrir mis infortunios, rindió la vida a los rigores
de una extenuación mortal, o por decirlo sin disfraz,
murió acosada del hambre, desnudez y trabajos.
Yo, a pesar de esto, jamás he podido prostituirme al juego,
embriaguez, estafa o ladronicio. Mis desdichas me persiguen, pero mi
buena educación me sostiene para no precipitarme en los
vicios. Soy un inútil, no por culpa mía, sino por la
vanidad de mi padre; pero al mismo tiempo tengo honor, y no soy capaz
de abandonarme a lo mayorazgo (dígolo por mi hermano).
Cate usted aquí en resumen toda mi vida, y califique en la
balanza de la justicia si seré pícaro como me
juzgó, u hombre de bien como le significo; y cuando conforme a
la razón creo que soy hombre de bien, advierta que no son los
hombres lo que parecen por su exterior. Hombres verá usted en
el mundo vestidos de sabios, y son unos ignorantes; hombres vestidos
de caballeros, y a lo menos en sus acciones son unos plebeyos
ordinarios; hombres vestidos de virtuosos, o que aparentan virtud, y
son unos criminales encubiertos; hombres… ¿pero para qué me
canso? Verá usted en el mundo hombres a cada instante indignos
del hábito que traen, o acreedores a un sobrenombre honroso que
no tienen, aunque no se recomienden por el traje, y entonces
conocerá que a nadie se debe calificar por su exterior sino por
sus acciones.
A este tiempo tocó la puerta la viejecita madre del
trapiento, le abrió éste y entró con tres
niñitos de la mano que luego fueron a pedirle la
bendición a su papá, quien los recibió con la
ternura de padre, y después de acariciarlos un rato me dijo:
vea usted el fruto de mi amor conyugal, y los únicos consuelos
que gozo en medio de esta vida miserable.
A pocos momentos de esta conversación se entró para
adentro y salió la vieja con un pocillo de aguardiente y unos
trapos, y me curó las ligeras roturas de cabeza. Después
vino la cena y cenamos todos con la mayor confianza; acabada, me
dieron una pobre colcha, que conocí hacía falta a la
familia, y me acosté durmiendo con la mayor tranquilidad.
A otro día muy temprano me despertaron con el chocolate, y
después que lo tomé me dijo el trapiento: amiguito, ya
usted ha visto la venganza que he querido tomar del agravio que me
hizo ayer; no tengo otra cosa ni otro modo con que manifestarle que lo
perdono, pero usted reciba mi voluntad y no mi trivial
agasajo. Únicamente le ruego que no pase por esta calle, pues
los que han sabido que usted me calumnió de ladrón, si
lo ven pasar por aquí, creerán, no que el juez me
conoció y fió por hombre de bien, sino que nos hemos
convenido y confabulado, y esto no le está bien a mi
honor. Sólo esto le pido a usted y Dios le ayude.
No es menester ponderar mucho lo que me conmovería una
acción tan heroica y generosa. Yo le di las más
expresivas gracias, lo abracé con todas mis fuerzas para
significárselas, y le supliqué me dijera su nombre para
saber siquiera a quién era deudor de tan caritativas acciones;
pero no lo pude conseguir, pues él me decía: ¿para
qué tiene usted que meterse en esas averiguaciones? Yo no trato
de lisonjear mi corazón cuando hago alguna cosa buena, sino de
cumplir con mis deberes. Ni quiero conocer a mis enemigos para
vengarme de ellos, ni deseo que me conozcan los que tal vez reciben
por mi medio un beneficio, porque no exijo el tributo de su gratitud,
pues la beneficencia en sí misma trae el premio con la dulce
interior satisfacción que deja en el espíritu del
hombre; y si esto no fuera, no hubiera habido en el mundo
idólatras paganos que nos han dejado los mejores ejemplos de
amor hacia sus semejantes. Conque excúsese usted de esta
curiosidad, y a Dios.
Viendo que me era imposible saber quién era por su boca, me
despedí de él con la mayor ternura, acordándome
de don Antonio, el que me favoreció en mi prisión, y me
salí para la calle.
En el que cuenta Periquillo la bonanza que tuvo,
el paradero del escribano Chanfaina, su reincidencia con Luisa, y
otras cosillas nada ingratas a la curiosidad de los lectores
Salí, pues, de la casa del trapiento
medio confuso y avergonzado, sin acabar de persuadirme cómo
podía caber una alma tan grande debajo de un exterior tan
indecente; pero lo había visto por mis ojos y, por más
que repugnara a mi ninguna filosofía, no podía negar su
posibilidad.
Así pues, acordándome del trapiento y de mi amigo don
Antonio, me anduve de calle en calle sin sombrero, sin chupa y sin
blanca, que era lo peor de todo.
Ya a las once del día no veía yo de hambre, y para
más atormentar mi necesidad tuve que pasar por la
Alcaicería, donde saben ustedes que hay tantas
almuercerías, y como los bocaditos están en las puertas
provocando con sus olores el apetito, mi ansioso estómago piaba
por soplarse un par de platos de tlemolillo con su pilón de
tostaditas fritas; y así, hambriento, goloso y desesperado, me
entré en un truquito indecente que estaba en la misma calle, en
el que había juego de pillaje. Hablaré claro, era un
arrastraderito como aquél donde me metió Januario.
Entreme, como digo, y después de colocado en la rueda me
quité el chaleco y comencé a tratar de venderlo, lo que
no me costó mucho trabajo, en virtud de que estaba bueno y lo
di en la friolera de seis reales.
De ellos rehundí dos en un zapato para almorzar, y me puse a
jugar los otros cuatro; pero con tal cuidado, conducta y fortuna, que
dentro de dos horas ya tenía de ganancia seis pesos, que en
aquellas circunstancias y en aquel jueguito me parecieron
seiscientos. No aguardé más, sino que, fingiendo que
salía a desaguar, tomé el camino del bodegón
más que de paso.
Me metí en él oliendo y atisbando las cazuelas con
más diligencia que un perro. Pedí de almorzar, y me
embaulé cinco o seis platitos con su correspondiente pulque y
frijolillos; y ya satisfecho mi apetito, me marché otra vez
para el truco con designio de comprar un sombrero, que lo
conseguí fácilmente y a poco precio; por señas de
que no logré de esta aventura otra cosa que almorzar y tener
sombrero, pues todo cuanto les había ganado lo perdí con
la misma facilidad que lo había adquirido. De suerte que no
tuve más gusto que calentar el dinero, porque bien hecha la
cuenta y a buen componer salí a mano, pues el sombrero me
costó dos reales, y cuatro que gastaría en almuerzo y
cigarros, fueron los seis reales en que vendí mi chaleco. Esto
es lo que regularmente sucede a los jugadores: sueñan que ganan
y al fin de cuentas no son sino unos depositarios del dinero de
los otros, y esto es cuando salen bien, que las más veces
vuelven la ganancia con rédito.
A consecuencia de haberme quedado sin medio real, me quedé
también sin cenar, y por mucho favor del coime pasé la
noche en un banco del truco, donde no extrañé los saltos
de las pulgas y ratas, las chinches, la música de los
desentonados ronquidos de los compañeros, el pestífero
sahumerio de sus mal digeridos alimentos, el porfiado canto y aleteo
de un maldito gallo que estaba a mi cabecera, lo mullido del
colchón de tablas, ni ninguna de cuantas incomodidades
proporcionan semejantes posadas provisionales.
En fin, amaneció el día, se levantaron todos tratando
de desayunarse con aguardiente, según costumbre, y yo
adivinando qué haría para meter algo debajo de las
narices, porque por desgracia estaba con un estómago robusto
que deseaba digerir piedras y no tenía con qué
consolarlo.
En tan tristes circunstancias me acordé que aún
tenía rosario con su buena medalla de plata y unos calzoncillos
blancos de bramante casi nuevos. Me despojé de todo en un
rincón y, como cuando tenía hambre vendía barato,
al primero que me ofreció un peso por ambas cosas se las
solté prontamente antes que se arrepintiera.
Me fui a un café donde me hice servir una taza del tal licor
con su correspondiente mollete, y a la vuelta dejé en el
bodegón dos reales y medio depositados para que me diesen de
comer al medio día; compré medio de cigarros y me
volví al truquito con cuatro reales de principal, pero aliviado
del estómago y contento porque tenía segura la comida y
los cigarros para aquel día.