Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
¡Gracias a Dios que a ella se siguió la edad de oro y el
siglo ilustrado en que vivimos, en el que no se confunde el noble con
el plebeyo, ni el rico con el pobre! Quédense para los
últimos los trabajos, las artes, las ciencias, la agricultura y
la miseria, que nosotros bastante honramos las ciudades con nuestros
coches, galas y libreas.
Si los plebeyos nos cultivan los campos y nos sirven con sus
artefactos, bien les compensamos sus tareas, pagándoles sus
labores y hechuras como quieren, y derramando a manos llenas nuestras
riquezas en el seno de la sociedad en los juegos, bailes, paseos y
lujo que nos entretienen.
Para gastar el dinero como yo lo gasto, ¿qué ciencia ni
trabajo se requiere para adquirirlo como yo lo he adquirido?
¿Qué habilidad se necesita sino una poquilla de labia y alguna
fortuna? Así es que yo no soy conde, pero me raspo una vida de
marqués. Acaso habrá condes y marqueses que no
podrán tirar un peso con la franqueza que yo, porque les
habrá costado mucho trabajo buscarlo, y les costará no
menor conservarlo.
No hay duda, el que ha de ser rico y nació para serlo, lo ha
de ser aunque no trabaje, aunque sea flojo y una bestia; quizá
por eso dice un refrán que al que Dios le ha de dar, por la
gatera ha de entrar; así como el que nació pobre, aunque
sea un Salomón, aunque sea muy hombre de bien y trabaje del
día a la noche, jamás tendrá un peso y, aun
cuando lo consiga, no le lucirá, se le volverá sal
y agua, y morirá a obscuras aunque tenga velería.
Tales eran mis alocados discursos cuando me embriagaba con la
libertad y la proporción que tenía de entregarme a los
placeres, sin advertir que yo no era rico ni el dinero que gastaba era
mío, y que, aun en caso de serlo, esta casualidad no me la
había proporcionado la Providencia para ensoberbecerme ni ajar
a mis semejantes, ni se me habían dado las riquezas para
disiparlas en juegos ni excesos, sino para servirme de ellas con
moderación y ser útil y benéfico a mis hermanos
los pobres.
En nada de esto pensaba yo entonces, antes creía que el que
tenía dinero tenía con él un salvoconducto para
hacer cuanto quisiera y pudiera impunemente por malo que fuera, sin
tener la más mínima obligación de ser útil
a los demás hombres para nada; y este falso y pernicioso
concepto lo formé no sólo por mis depravadas
inclinaciones, sino ayudado del mal ejemplo que me daban algunos ricos
disipados, inútiles e inmorales, ejemplo en que no sólo
apoyaba mi vieja holgazanería, sino que me hizo cruel a pesar
de las semillas de sensibilidad que abrigaba mi corazón.
Engreído con el libre manejo que tenía del oro de mi
amo, desvanecido con los buenos vestidos, casa y coche que disfrutaba
de coca, aturdido con las adulaciones que me prodigaban infinitos
aduladores de más que mediana esfera, que a cada paso
celebraban mi talento, mi nobleza, mi garbo y mi liberalidad, cuyos
elogios pagaba yo bien caros, y, lo más pernicioso para
mí, engañado con creer que había nacido para
rico, para virrey o cuando menos para conde, miraba a mis iguales con
desdén, a mis inferiores con desprecio, y a los pobres
enfermos, andrajosos y desdichados con asco, y me parece que con un
odio criminal sólo por pobres.
Excusado será decir que yo jamás socorría a un
desvalido, cuando les regateaba las palabras, y en algunos casos en
que me era indispensable hablar con ellos salían mis
expresiones destiladas por alambique:
bien, veremos
;
otro
día
;
ya
;
pues
;
sí
;
no
;
vuelva
; y otros laconismos semejantes eran los
que usaba con ellos la vez que no podía excusarme de
contestarles, si no me incomodaba y los trataba con la mayor
altanería, poniéndolos como un suelo, y aun
amenazándolos de que los mandaría echar a palos de las
escaleras.
Y no penséis que esto lo hacía con los que me
pedían limosna, porque a nadie se le permitía entrar a
hablarme con este objeto enfadoso; mis orgullos se gastaban con el
casero, el sastre, el peluquero, el zapatero, la lavandera y otros
infelices artesanos o sirvientes que justamente demandaban su trabajo;
por señas que al fin tuvo que pagar mi amo más de dos
mil pesos de estas drogas que yo le hice contraer, al mismo tiempo que
en paseos, meriendas, coliseo y fiestas gastaba con
profusión.
No había funcioncita de Santiago, Santa Ana, Ixtacalco,
Iztapalapa y otras a que yo no concurriera con mis amigos y amigas,
gastando en ellas el oro con garbo. No había almuercería
afamada donde algún día no les hiciera el gasto, ni
casamiento, día de santo, cantamisa o alguna bullita de
éstas donde no fuera convidado, y que no me costara más
de lo que pensaba.
En fin, yo era perrito de todas bodas, engañando al pobre
chino según quería, teniendo un corazón de miel
para mis aduladores y de acíbar para los pobres. Una vez se
arrojó a hablarme al bajar del coche un hombre pobre de ropa,
pero al parecer decente en su nacimiento. Me expresó el infeliz
estado en que se hallaba: enfermo, sin destino, sin protección,
con tres criaturas muy pequeñas y una pobre mujer
también enferma en una cama, a quienes no tenía
qué llevarles para comer a aquella hora, siendo las dos de la
tarde. Dios socorra a usted, le dije con mucha sequedad, y él
entonces, hincándoseme delante en el descanso de la escalera,
me dijo con las lágrimas en los ojos: Señor don
Pedro, socórrame usted con una peseta, por Dios, que se muere
de hambre mi familia, y yo soy un pobre vergonzante que no tengo ni el
arbitrio de pedir de puerta en puerta, y me he determinado a pedirle a
usted confiado en que me socorrerá con esta pequeñez,
siquiera porque se lo pido por el alma de mi hermano el difunto don
Manuel Sarmiento, de quien se debe usted de acordar, y, si no se
acuerda, sepa que le hablo de su padre, el marido de doña
Inés de Tagle, que vivía muchos años en la calle
del Águila, donde usted nació, y murió en la de
Tiburcio, después de haber sido relator de esta Real Audiencia,
y… Basta, le dije, las señas prueban que usted conoció
a mi padre, pero no que es mi pariente, porque yo no tengo parientes
pobres; vaya usted con Dios.
Diciendo esto, subí la escalera dejándolo con la
palabra en la boca sin socorro, y tan exasperado con mi mal
acogimiento que no tuvo más despique que hartarme a
maldiciones, tratándome de cruel, ingrato, soberbio y
desconocido. Los criados, que oyeron cómo se profería
contra mí, por lisonjearme lo echaron a palos, y yo
presencié la escena desde el corredor riéndome a
carcajadas.
Comí y dormí buena siesta, y a la noche fui a una
tertulia donde perdí quince onzas en el monte, y me
volví a casa muy sereno y sin la menor pesadumbre; pero no tuve
una peseta para socorrer a mi tío. Me dicen que hay muchos
ricos que se manejan hoy como yo entonces; si es cierto, apenas se
puede creer.
Así pasé dos o tres meses, hasta que Dios dijo:
basta.
En el que Perico cuenta el maldito modo con que
salió de la casa del chino, con otras cosas muy bonitas, pero
es menester leerlas para saberlas
Como no hay hombre tan malo que no tenga
alguna partida buena, yo, en medio de mis extravíos y
disipación, conservaba algunas semillas de sensibilidad, aunque
embotadas con mi soberbia, y tal cual respetillo y amor a mi
religión, por cuyo motivo, y deseando conquistar a mi amo para
que se hiciera cristiano, lo llevaba a las fiestas más lucidas
que se hacían en algunos templos, cuya magnificencia lo
sorprendía, y yo veía con gusto y edificación el
grande respeto y devoción con que asistía a ellas, no
sólo haciendo o imitando lo que veía hacer a los fieles,
sino dando ejemplo de modestia a los irreverentes, porque,
después que estaba arrodillado todo el tiempo del sacrificio,
no alzaba la vista, ni volvía la cabeza, ni charlaba, ni
hacía otras acciones indevotas que muchos cristianos hacen en
tales lugares, con ultraje del lugar y del divino culto.
Yo advertí que movía los labios como que rezaba y,
como sabía que ignoraba nuestras oraciones y no tenía
motivo para pensar que creía en nuestra religión, me
hacía fuerza, y un día, por salir de dudas, le
pregunté qué decía a Dios cuando oraba en el
templo. A lo que me contestó: yo no sé si tu Dios existe
o no existe en aquel precioso relicario que me enseñas; pero,
pues tú lo dices y todos los cristianos lo creen, razones
sólidas, pruebas y experiencias tendrán para
asegurarlo. A más de esto, considero que, en caso de ser
cierto, el Dios que tú adoras no puede ser otro sino el mayor o
el Dios de los dioses, y a quien éstos viven sujetos y
subordinados; seguramente adoráis a Laocon Izautey, que es el
gobernador del cielo, y en esta creencia le digo:
Dios grande, a
quien adoro en este templo, compadécete de mí, y haz que
te amen cuantos te conocen para que sean felices
. Esta
oración repito muchas veces.
Absorto me dejó el chino con su respuesta; y, provocado con
ella, trataba de que se enamorara más y más de nuestra
religión, y que se instruyera en ella; pero, como no me hallaba
suficiente para esta empresa, le propuse que sería muy propio a
su decencia y porte que tuviera en su casa un
capellán. ¿Qué es capellán?, me preguntó;
y le dije que capellanes eran los ministros de la religión
católica que vivían con los grandes señores, como
él, para decirles misa, confesarlos y administrarles los santos
sacramentos en sus casas, previa la licencia de los obispos y los
párrocos.
Eso está muy bueno, me dijo, para vosotros los cristianos,
que estáis instruidos en vuestra religión, que os
obliga, y obedeceréis exactísimamente sus preceptos;
pero no para mí que soy extranjero, ignorante de vuestros
ritos, y que por lo mismo no los podré cumplir.
No, señor, le dije, no todos los que tienen capellanes
cumplen exactamente con los preceptos de nuestra
religión. Algunos hay que tienen capellanes por ceremonia, y
tal vez no se confiesan con ellos en diez años, ni les oyen una
misa en veinte meses. ¿Pues entonces de qué sirven?,
decía el chino. De mucho, le respondí, sirven de decir
misa a los criados dentro de la casa para que no salgan a la calle y
hagan falta a sus obligaciones; sirven de adorno en la casa, de
ostentación del lujo, de subir y bajar del coche a las
señoras, de conversar en la mesa, y alguna ocasión de
llevar una carta al correo, de cobrar una libranza, de hacer tercio a
la malilla o de cosas semejantes.
Eso es decir, repuso el chino, que en tu tierra los ricos mantienen
en sus casas ministros de la religión más por lujo y
vanidad que por devoción, y éstos sirven más bien
de adular que de corregir los vicios de sus amos, patronos o como
les llames.
No, no he dicho tanto, le repliqué, no en todas las casas se
manejan de una misma manera. Casas hay en donde se hace lo que te
digo, y capellanes serviles que, no atendiendo al decoro debido a su
carácter, se prostituyen a adular a los señores y
señoras, en términos de ser mandaderos y escuderos de
éstas; pero hay otras casas que, no teniendo los capellanes por
cumplimiento sino por devoción, les dan toda la
estimación debida a su alta dignidad; ya se ve que
también estos capellanes no son unos cleriguitos de palillera,
seculares disfrazados, tontos enredados en tafetán ni
paño negro, ni son, en dos palabras, unos ignorantes inmorales
que, con escándalo del pueblo y vilipendio de su
carácter, den la mano a sus patronos para abreviarles el paso a
los infiernos en su compañía, ya contemporizando con
ellos infamemente en el confesonario, ya tolerándoles en la
ocasión próxima voluntaria, ya absolviéndoles sus
usuras, ya ampliándoles sus conciencias con unas opiniones
laxísimas y nada seguras, ya apoyándoles sus más
reprensibles extravíos, y ya, en fin, confirmándoles en
su error, no sólo con sus máximas, sino también
con sus ejemplos detestables. Porque, ¿qué hará una
familia libertina si ve que el capellán, que es o debe ser un
apóstol, un ministro del santuario, un perro que sin cesar
ladre contra el vicio sin el menor miramiento a las personas, una
pauta viva por cuyas líneas se reglen las acciones de los
fieles, un maestro de la ley, un ángel, una guía segura,
una luz clarísima y un Dios tutelar de la casa en que vive, que
todo esto y más debe ser un sacerdote? ¿Qué
hará, digo, una familia que se entrega a su dirección,
si ve que el capellán es el primero que viste con lujo, que
concurre a los bailes y a los juegos, que afecta en el estrado con las
niñas las reverencias, mieles y monerías de los
más frescos pisaverdes, etc., etc., etc.? ¿Qué
hará, digo otra vez, sino canonizar sus vicios y tenerse
por santa, cuando no imite en todo al capellán?
Ya veo, señor, que usted dirá que es imposible que
haya capellanes tan inmorales, y patronos tan necios que los tengan en
sus casas; pero yo le digo que ¡ojalá fuera imposible!, no
hubiera conocido yo algunos originales cuyos retratos le pinto; pero,
en cambio, de éstos hay también, como insinué,
casas santas y capellanes sabios y virtuosos, que su presencia,
modestia y compostura solamente enfrenan, no sólo a los criados
y dependientes, sino a los mismos señores, aunque sean condes y
marqueses. Capellanes he conocido bien arreglados en su conducta y tan
celosos de la honra de Dios que no se han embarazado para decir a sus
patronos la verdad sin disimulo, reprendiéndoles seriamente sus
vicios, estimulándolos a la virtud con sus persuasiones y
ejemplos, y abandonando sus casas cuando han hallado una tenaz
oposición a la razón.
De esos capellanes me acomodan, dijo el chino, y desde luego puedes
solicitar uno de ellos para casa; pero ya te advierto que sea sabio y
virtuoso, porque no lo quiero para mueble ni adorno. Si puede ser,
búscamelo viejo, porque cuando las canas no prueben ciencia ni
virtud, prueban a lo menos experiencia.
Con este decreto partí yo contentísimo en solicitud
del capellán, creyendo que había hecho algo bueno, y
diciendo entre mí: ¡válgame Dios!, ¡qué
porción de verdades he dicho a mi amo en un instante! No hay
duda, para misionero valgo lo que peso cuando estoy para ello. Pudiera
coger un púlpito en las manos y andarme por esos mundos de Dios
predicando lindezas, como decía Sancho a don Quijote.