El Periquillo Sarniento (92 page)

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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Los nobles son los que visten túnicas o ropones de seda, y
los que se han señalado en acciones de guerra las traen
bordadas de oro. Los plebeyos las usan de estambre o
algodón.

Los artesanos tienen sus divisas de colores, pero cortas y de
lana. Aquellos que ves con lazos blancos son tejedores de cocos y
lienzos blancos, los de azules son tejedores de todas sedas, los de
verdes bordadores, los de rojo sastres, los de amarillo zapateros, los
de negro carpinteros, y así todos. Los verdugos no tienen cinta
ni tocado alguno, traen las cabezas rapadas y un dogal atado a la
cintura, del que pende un cuchillo.

Los que veas que a más de estos distintivos, así
hombres como mujeres, tienen una banda blanca, son solteros o gente
que no se ha casado, los que la tienen roja tienen mujer o mujeres
según sus facultades, y los que la tienen negra son viudos.

A más de estas señales hay algunas otras particulares
que pudieras observar fácilmente, como son las que usan los de
otros reinos y provincias, y los del nuestro en ciertos casos;
por ejemplo en los días de boda, de luto, de gala y otros; pero
con lo que te he enseñado te basta para que conozcas
cuán fácil le es al gobierno saber el estado y oficio de
cada uno sólo con verlo, y esto sin que tenga nadie lugar a
fingirlo, pues cualquier juez subalterno, que hay muchos, tienen
autoridad para examinar al que se le antoje en el oficio que dice que
tiene, como le sea sospechoso, lo que se consigue con la trivial
diligencia de hacerlo llamar y mandar que haga algún artefacto
del oficio que dice tiene. Si lo hace, se va en paz y se le paga lo
que ha hecho; si no lo hace, es conducido a la cárcel, y,
después de sufrir un severo castigo, se lo obliga a aprender
oficio dentro de la misma prisión, de la que no sale hasta que
los maestros no certifican que esta idóneo para trabajar
públicamente.

No sólo los jueces pueden hacer estos exámenes, los
maestros respectivos de cada oficio están también
autorizados para reconvenir y examinar a aquél de quien tengan
sospechas que no sabe el oficio cuya divisa se pone; y de esta manera
es muy difícil que haya en nuestra tierra uno que sea del todo
vago o inútil.

No puedo menos, le dije, que alabar la economía de tu
país. Cierto que si todas las providencias que aquí
rigen son tan buenas y recomendables como las que me has hecho
conocer, tu tierra será la más feliz, y aquí se
habrán realizado las ideas imaginarias de Aristóteles,
Platón y otros políticos en el gobierno de sus
arregladísimas repúblicas.

Que sea la más feliz yo no lo sé, dijo el chino,
porque no he visto otras; que no haya aquí crímenes ni
criminales, como he oído decir que hay en todo el mundo, es
equivocación pensarlo, porque los ciudadanos de aquí son
hombres como en todas partes. Lo que sucede es que se procuran evitar
los delitos con las leyes, y se castigan con rigor los
delincuentes. Mañana puntualmente es día de
ejecución, y verás si los castigos son
terribles.

Diciendo esto nos retiramos a su casa, y no ocurrió cosa
particular en aquel día; pero al amanecer del siguiente me
despertó temprano el ruido de la artillería, porque se
disparó cuanta coronaba la muralla de la ciudad.

Me levanté asustado, me asomé por las ventanas de mi
cuarto, y vi que andaba mucha gente de aquí acullá como
alborotada. Pregunté a un criado si aquel movimiento indicaba
alguna conmoción popular, o alguna invasión de enemigos
exteriores. Y dicho criado me dijo que no tuviera miedo, que aquella
bulla era porque aquel día había ejecución y,
como esto se veía de tarde en tarde, concurría a la
capital de la provincia innumerable gente de otras, y por eso
había tanta en las calles, como también porque en tales
días se cerraban las puertas de la ciudad y no se dejaba entrar
y salir a nadie, ni era permitido abrir ninguna tienda de comercio, ni
trabajar en ningún oficio hasta después de concluida la
ejecución. Atónito estaba yo escuchando tales
preparativos, y esperando ver sin duda cosas para mí
extraordinarias.

En efecto, a pocas horas hicieron seña con tres
cañonazos de que era tiempo de que se juntaran los
jueces. Entonces me mandó llamar el Chaen y, después de
saludarme cortésmente, nos fuimos para la plaza mayor, donde se
había de verificar el suplicio.

Ya juntos todos los jueces en un gran tablado, acompañados
de los extranjeros decentes, a quienes hicieron lugar por
cumplimiento, se dispararon otros tres cañonazos y comenzaron a
salir de la cárcel como setenta reos entre los verdugos y
ministros de justicia.

Entonces los jueces volvieron a registrar los procesos para ver si
alguno de aquellos infelices tenía alguna leve disculpa con que
escapar, y, no hallándola, hicieron seña de que se
procediese a la ejecución, la que se comenzó,
llenándonos de horror todos los forasteros con el rigor de los
castigos; porque a unos los empalaban, a otros los ahorcaban, a otros
los azotaban cruelísimamente en las pantorrillas con
bejucos mojados, y así repartían los castigos.

Pero lo que nos dejó asombrados fue ver que a algunos les
señalaban las caras con unos hierros ardiendo, y después
les cortaban las manos derechas.

Ya se deja entender que aquellos pobres sentían los
tormentos y ponían sus gritos en el cielo, y entre tanto los
jueces en el tablado se entretenían en fumar, parlar, refrescar
y jugar a las damas, distrayéndose cuanto podían para no
escuchar los gemidos de aquellas víctimas miserables.

Acabose el funesto espectáculo a las tres de la tarde, a
cuya hora nos fuimos a comer.

En la mesa se trató entre los concurrentes de las leyes
penales, de cuya materia hablaron todos con acierto a mi parecer,
especialmente el español, que dijo: cierto, señores, que
es cosa dura el ser juez, y más en estas tierras, donde por
razón de la costumbre tienen que presenciar los suplicios de
los reos, y atormentar sus almas sensibles con los gemidos de las
víctimas de la justicia. La humanidad se resiente al ver un
semejante nuestro entregado a los feroces verdugos que sin piedad lo
atormentan, y muchas veces lo privan de la vida añadiendo al
dolor la ignominia.

Un desgraciado de éstos, condenado a morir infame en una
horca, a sufrir la afrenta y el rigor de unos azotes públicos,
o siquiera la separación de su patria y los trabajos anexos a
un presidio, es para una alma piadosa un objeto atormentador. No
sólo considera la aflicción material de aquel hombre en
lo que siente su cuerpo, sino que se hace cargo de lo que padece su
espíritu con la idea de la afrenta y con la ninguna esperanza
de remedio; de aquella esperanza, digo, a que nos acogemos como a un
asilo en los trabajos comunes de la vida.

Estas reflexiones por sí solas son demasiado dolorosas, pero
el hombre sensible no aísla a ellas la consideración: su
ternura es mucha para olvidarse de aquellos sentimientos
particulares que deben afligir al individuo puesto en sociedad.

¡Qué congoja tendrá
este pobrecito reo!, dice en su interior a sus amigos,
¡qué congoja tendrá al ver que la justicia lo
arranca de los brazos de la esposa amable, que ya no volverá a
besar a sus tiernos hijos, ni a gozar la conversación de sus
mejores amigos, sino que todos lo desampararán de una vez, y
él a todos va a dejarlos por fuerza! ¿Y cómo los
deja? ¡Oh, dolor! A la esposa, viuda, pobre, sola y abatida; a
los hijos, huérfanos infelices y mal vistos; y a los amigos
escandalizados, y acaso arrepentidos de la amistad que le
profesaron.

¿Parará aquí la reflexión de las almas
humanas? No, se extiende todavía a aquellas familias
miserables. Las busca con el pensamiento, las halla con la idea,
penetra las paredes de sus albergues y, al verlas sumergidas en el
dolor, la afrenta y desamparo, no puede menos aquel espíritu
que sentirse agitado de la aflicción más penetrante, y
en tal grado que, a poder, él arrancaría la
víctima de las manos de los verdugos y, creyendo hacer un gran
bien, la restituiría impune al seno de su adorada familia.

Pero, ¡infelices de nosotros si esta humanidad mal entendida
dirigiera las cabezas y plumas de los magistrados! No se
castigaría ningún crimen, serían ociosas las
leyes, cada uno obraría según su gusto, y los
ciudadanos, sin contar con ninguna seguridad individual, serían
los unos víctimas del furor, fuerza y atrevimiento de los
otros.

En este triste caso serían ningunos los diques de la
religión para contener al perverso; sería una quimera el
pretender establecer cualquier gobierno, la justicia fuera
desconocida, la razón ultrajada y la Deidad desobedecida
enteramente. ¿Y qué fuera de los hombres sin religión,
sin gobierno, sin razón, sin justicia y sin Dios? Fácil
es conocer que el mundo, en caso de existir, sería un caos de
crímenes y abominaciones. Cada uno sería un tirano del
otro a la vez que pudiera. Ni el padre cuidaría del hijo
ni éste tendría respeto al padre, ni el marido amara a
su mujer, ni ésta fuera fiel al marido, y, sobre estos malos
principios, se destruiría todo cariño y gratitud
recíproca en la sociedad, y entonces el más fuerte
sería un verdugo del más débil, y a costa de
éste contentaría sus pasiones, ya quitándole sus
haberes, ya su mujer, ya sus hijos, ya su libertad y ya su vida.

Tal fuera el espantoso cuadro del despotismo universal que se
vería en el mundo si faltara el rigor de la justicia, o por
mejor decir, el freno de las leyes con que la justicia contiene al
indómito, asegurando de paso al hombre arreglado y de
conducta.

Yo convendré sin repugnancia en que, después de este
raciocinio, una alma sensible no puede ver decapitar al reo más
criminal con indiferencia. Aún diré más: los
mismos jueces que sentencian al reo mojan primero la pluma en sus
lágrimas que en la tinta cuando firman el
fallo
de su
muerte. Estos actos fríos y sangrientos les son repugnantes
como a hombres criados entre suaves costumbres; pero ellos no son
árbitros de la ley, deben sujetarse a sus sanciones y no pueden
dejar eludida la justicia con la indulgencia para con los reos, por
más que su corazón se resienta como de positivo
sucede. Prueba de ello es que en mi tierra no asisten a estos actos
fúnebres los jueces.

¿Pero acaso porque estas terribles catástrofes aflijan
nuestra sensibilidad la razón ha de negar que son justas,
útiles y necesarias al común de los ciudadanos? De
ninguna manera. Cierto es que una alma tierna no mira padecer en el
patíbulo a un delincuente, sino a un semejante suyo, a un
hombre; y entonces prescinde de pensar en la justicia con que padece,
y solamente considera que padece, pero esto no es saber arreglar
nuestras pasiones a la razón.

A mí me ha sucedido en semejantes lances verter
lágrimas de compasión en favor de un desdichado reo al
verlo conducir al suplicio cuando no he reflexionado en la gravedad de
sus delitos; mas cuando he detenido en éstos la
consideración y me he acordado de que aquel que padece fue el
que por satisfacer una fría venganza o por robar, tal vez una
ratería, asesinó alevosamente a un hombre de bien, que
con mil afanes sostenía a una decente y numerosa familia que
por su causa quedó entregada a las crueles garras de la
indigencia, y que quizá el inocente desgraciado pereció
para siempre por falta de los socorros espirituales que previene
nuestra religión (hablo de la católica, señores);
entonces yo no dudo que suscribiría de buena gana la sentencia
de su muerte, seguro de que en esto haría a la sociedad tan
gran bien, con la debida proporción, como el que hace el
diestro cirujano cuando corta la mano corrompida del enfermo para que
no perezca todo el cuerpo.

Así sucede a todo hombre sensato que conoce que estos
dolorosos sacrificios los determina la justicia para la seguridad del
estado y de los ciudadanos.

Si los hombres se sujetaran a las leyes de la equidad, si todos
obraran según los estímulos de la recta razón,
los castigos serían desconocidos; pero por desgracia se dejan
dominar de su pasiones, se desentienden de la razón y, como
están demasiado propensos por su misma fragilidad a atropellar
con ésta por satisfacer aquéllas, es necesario valerse,
para contener la furia de sus ímpetus desordenados, del terror
que impone el miedo de perder los bienes, la reputación, la
libertad o la vida.

Tenemos aquí fácilmente descubierto el origen de las
leyes penales, leyes justas, necesarias y santas. Si al hombre se le
dejara obrar según sus inclinaciones, obrara con más
ferocidad que los brutos. Ciertamente éstos no son capaces de
apostárselas en ferocidad a un hombre cuando pierde los
estribos de la razón. No hay perro que no sea agradecido a
quien le da el pan, no hay caballo que no se sujete al freno, no hay
gallina que repugne criar y cuidar a sus hijos por sí misma, y
así de todos.

Por último, ¿qué ocasión vemos que los brutos
más carniceros se amontonen para quitarse la vida unos a otros
en su especie, ni en las que les son extrañas? Y el hombre,
¿cuántas veces desconoce la lealtad, la gratitud, el amor
filial y todas las virtudes morales, y se junta con otros para
destruir su especie en cuanto puede?

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