El Periquillo Sarniento (87 page)

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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

BOOK: El Periquillo Sarniento
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No hay motivo para eso, dijo el coronel, siempre que tu conducta
sea la que ha sido hasta aquí, ésta será tu casa
y yo tu padre. Le di un estrecho abrazo por su favor y concluyó
esta seria sesión quedándome en su
compañía con la confianza que siempre y disfrutando las
mismas satisfacciones; pero estaba muy cerca el plazo de mi felicidad,
se acabó presto.

Como a los dos meses de estar ya viviendo de paisano, un día
después de comer le acometió a mi amo un insulto
apoplético tan grave y violento que apenas le dio una corta
tregua para recibir la absolución sacramental, y como a las
oraciones de la noche falleció en mis brazos dejándome
en el mayor pesar y desconsuelo.

Inmediatamente concurrió a casa lo más lucido de
Manita; dispusieron amortajar el cadáver a lo militar, y cuanto
era necesario en aquella hora porque yo no estaba capaz de nada.

Como el interés es el demonio, no faltó quien luego
tratara de que la justicia se apoderara de los bienes del
difunto, asegurando que había muerto intestado; pero su
confesor ocurrió prontamente al desengaño
pidiéndome la llave de su escribanía privada.

La di y sacaron el testamento cerrado que pocos días antes
había otorgado mi amo, el que se leyó, y se supo que
dejaba encargado su cumplimiento a su compadre el Conde de San Tirso,
caballero muy virtuoso y que lo amaba mucho.

El testamento se reducía a que a su fallecimiento se pagasen
de sus bienes las deudas que tuviese contraídas, y del
remanente se hiciesen tres partes, y se diese una a una sobrina suya
que tenía en España en la ciudad de Burgos; otra a
mí, si estaba yo en su compañía; y la tercera a
los pobres de Manila, o del lugar donde muriera, y, caso de no estar
yo a su lado, se le adjudicara a dichos pobres la parte que se me
destinaba.

Con esto se acabó la esperanza del manejo a los que
pretendían el
intestato
, y se dio paso al funeral.

Al día siguiente, apenas se divulgó por la ciudad la
muerte del coronel, cuando se llenó la casa de gente. ¿Pero de
qué gente? De doncellas pobres, de viudas miserables, de
huérfanos desamparados y otros semejantes infelices a quienes
mi amo socorría con el mayor silencio, cuya subsistencia
dependía de su caridad.

Estaba el cadáver en el féretro, en medio de la sala,
rodeado de todas aquellas familias desgraciadas que lloraban
amargamente su orfandad en la muerte de su benefactor, a quien con la
mayor ternura le cogían las manos, se las besaban, y
regándolas con el agua del dolor decían a gritos: ha
muerto nuestro bienhechor, nuestro padre, nuestro mejor
amigo… ¿Quién nos consolará? ¿Quién
suplirá su falta?

Ni la publicidad, ni la concurrencia de los grandes señores
que suelen solemnizar estas funciones por cumplimiento, bastaba a
contener a tanto miserable que se consideraba desamparado y sujeto
desde aquel momento al duro yugo de la indigencia. Todos lloraban,
gemían y suspiraban, y, aun cuando daban treguas a su llanto,
publicaban la bondad de su benefactor con la tristeza de sus
semblantes.

No desampararon el cadáver hasta que lo cubrió la
tierra. La música fúnebre lograba las más dulces
consonancias con los tristes gemidos de los pobres, legítimos
dolientes del difunto, y las bóvedas del sagrado templo
recibían en sus concavidades los últimos esfuerzos del
más verdadero sentimiento.

Concluida esta religiosa ceremonia, me volví a la casa lleno
de tal dolor que en los nueve días no estuve apto ni para
recibir los pésames.

Pasado este término, el albacea hizo los inventarios; se
realizó todo y se cumplió la voluntad del testador,
entregándome la parte que me tocaba, que fueron tres mil y pico
de pesos, los que recibí con harta pesadumbre por la causa que
me hacía dueño de ellos.

Pasados cerca de tres meses me hallé más tranquilo, y
no me acordaba tanto de mi padre y favorecedor; ya se ve que me
duró la memoria mucho tiempo respecto de otros, pues he notado
que hijos, mujeres y amigos de los difuntos, aun entre los que se
precian de amantes, suelen olvidarlos más presto, y divertirse
a este tiempo con la misma frescura que si no los hubieran conocido, a
pesar de los vestidos negros que llevan y les recuerdan su
memoria.

Como ya tenía más de once mil pesos míos y
estaba bien conceptuado en Manila, procuré no extraviarme ni
faltar al método de vida que había observado en tiempo
del coronel, a pesar de los siniestros consejos y provocaciones de los
malos amigos que nunca faltan a los hombres libres y con dinero; y
esto lo hacía así por no disipar mis monedas, como por
no perder el crédito de hombre de bien que había
adquirido. ¡Qué cierto es que el amor al dinero y nuestro
amor propio, aunque no son virtudes, suelen contenernos y ser causa de
que no nos prostituyamos a los vicios!

De este evidente principio nace esta necesaria consecuencia: que
mientras menos tiene que perder el hombre, es más
pícaro, o, cuando no lo sea, está más expuesto a
serlo. Por eso los hombres más pobres y los más soeces
de las repúblicas son los más perdidos y viciosos,
porque no tienen ni honor ni intereses que perder, y por lo mismo
están más propensos a cometer cualquier delito y a
emprender cualquiera acción por vil y detestable que sea; y por
esto también dicta la razón que se debería
procurar con el mayor empeño por todos los superiores que sus
súbditos no se educasen vagos e inútiles.

Pero, dejando estas reflexiones para los que tienen el cargo de
mandar a los demás, y volviendo a mí, digo que,
viéndome solo en Manila y con dinero, me picó el deseo
de volver a mi patria, así para que viesen mis paisanos la
mudanza de mi conducta, como para lucir y disfrutar en México
de mi caudal, que ya lo podía nombrar de esta manera
según mis cuentas.

Para esto emplié con tiempo mis monedas, comprando bien
barato, y, cuando fue tiempo de que la nao se alistara para Acapulco,
me despedí de todos mis amigos y de los de mi amo, a cuya
memoria, antes que otra cosa, dispuse que se le hiciese un solemne
novenario de misas, lo que se me tuvo muy a bien, y concluido esto
salí para Cavite y me embarqué con todos mis intereses.

Capítulo III

En el que nuestro autor cuenta como se
embarcó para Acapulco, su naufragio, el buen acogimiento que
tuvo en una isla donde arribó, con otras cosillas curiosas

¡Qué deliciosos son aquellos
fantásticos jardines en que solemos pasearnos a merced de
nuestros deseos! ¡Qué cuentas tan alegres nos hacemos
cuando las hacemos sin la huéspeda, esto es, cuando no
prevenimos lo adverso que puede suceder, o lo más cierto,
cuando no advertimos que la alta Providencia puede tener decretadas
cosas muy distintas de las que nos imaginamos!

Tales fueron las que yo hice en Manila cuando me embarqué
con mi ancheta para Acapulco. Once mil pesos empleados en barata,
decía yo, realizados con estimación en México,
producirán veinte y ocho o treinta mil; éstos, puestos
en giro con el comercio de Veracruz, en un par de años se hacen
cincuenta o sesenta mil pesos. Con semejante principal yo, que no soy
tonto ni muy feo, ¿por qué no he de pensar en casarme con una
muchacha que tenga por lo menos otro tanto de dote? Y con un capital
tan razonable, ¿por qué no he de buscar en otro par de
años, ruinmente y libres de gastos, cuarenta o cincuenta
talegas? Con éstas, ¿por qué no he de poder lograr en
Madrid un título de conde o marqués? Seguramente con
menos dinero sé que otros lo han conseguido. Muy bien; pero
siendo conde o marqués ya me será indecoroso el ser
comerciante con tienda pública, me llamarán el
marqués del Alepín, o el conde de la Musolina. ¿Y
qué le hace? ¿Muchos no se han titulado y subido a tan altas
cumbres por iguales escalones? Pero, sin embargo, es menester buscar
otro giro por donde subsistir, siquiera para que no me muerdan mucho
los envidiosos maldicientes. ¿Y qué giro será
éste? El campo, sí, ¿cuál otro más
propio y honorífico para un marqués que el campo?
Compraré un par de haciendas de las mejores, las surtiré
de fieles e inteligentes administradores y, contando por lo regular
con la fertilidad de mi patria, levantaré unas cosechas
abundantísimas, acopiaré muchos doblones, seré un
hombre visible en México, contaré con las mejores
estimaciones, y mi mujer, que sin duda será muy bonita y muy
graciosa, se llevará todas las atenciones, ¿y por qué no
se merecerá las de la virreina? Ya se ve que sí, la
amará por su presencia, por su discreción y porque yo
fomentaré esta amistad con los obsequios que saben ablandar a
los peñascos. Ya que esté de punto la virreina y sea
íntima amiga de mi mujer, ¿por qué no he de aprovechar
su patrocinio? Me valdré de él, lograré la mayor
estrechez con el virrey y, conseguida, con muy poco dinero
beneficiaré un regimiento; seré coronel, y he
aquí de un día a otro a Periquillo con tres galones y un
usía en el cuerpo más grande que una casa.

¿Parará en esto? No señor, las haciendas
aumentarán sus productos, mis cofres reventarán en
doblones, y entonces mi amigo el virrey se retirará a
España y yo me iré en su
compañía. Él, por una parte bien quisto con el
rey y por otra oprimido de mis favores, hará por mí
cuanto pueda en el ministerio de gracia y justicia en el departamento
de Indias; yo no me descuidaré en granjear la voluntad del
secretario de estado, y a pocos lances, a lo más dentro de dos
años, consigo los despachos de virrey de México. Esto es
de cajón, y tan fácil de hacerse como lo digo, y
entonces… ¡Ah!, ¡qué gozo ocupará mi corazón el
día que tome posesión del virreinato de mi tierra!

¡Oh!, ¡y cuantas adulaciones no me harán todos mis
conocidos! ¡Qué de parientes y amigos no me resultarán,
y cómo no temerán mi indignación todos los que me
han visto con desprecio!

Fuera de esto, ¿qué días tan alegres no me
pasaré en el gobierno de aquel vasto y dilatado reino?
¿Qué de dinero no juntaré por todos los medios posibles,
sean los que sean? ¿Qué diversiones no disfrutaré?
¿Qué multitud de aduladores no me rodeará canonizando
mis vicios como si fueran las virtudes más eminentes, aunque en
el juicio de residencia no se vuelvan a acordar de mí, o tal
vez sean mis peores enemigos? Pero, en fin, aquellos años
cuando menos los pasaré anegados en las delicias, y no
descuidándome en atesorar plata; con ella podré tapar
las bocas de mis enemigos y comprar las de mis amigos, para que
éstos abonen mi conducta y aquéllos callen mis defectos;
y, en este caso, he aquí un Periquillo, un hidalgo según
dicen, un hombre de mediana fortuna, y si se quiere un pillo de
primera, bonificado a la faz del rey y de los hombres buenos, por
más que sus iniquidades gritarían la venganza entre los
particulares agraviados.

Así ni más ni menos era mi modo de pensar en aquellos
días primeros que navegaba para mi tierra, y, si Dios hubiera
llenado la medida de mis inicuos deseos, quién sabe si hoy
estarían infinitas familias desgraciadas, la mía
deshonrada y yo mismo decapitado en un patíbulo.

Siete días llevábamos de navegación, y en
ellos tenía yo la cabeza llena de mil delirios con mi
soñado virreinato. Bandas, bordados, excelencias, obsequios,
sumisiones, banquetes, vajillas, paseos, coches, lacayos, libreas y
palacios eran los títeres que bailaban sin cesar en mi loco
cerebro, y con los que se divertía mi tonta
imaginación.

Tan acalorado estaba con estas simplezas que, aún no
ponía la primera piedra a este vano edificio, cuando ya me
hallaba revestido de cierta soberbia con la que pretendía
cobrar gajes de virrey sin pasar de un triste Periquillo; y en virtud
de esto hablaba poco y muy mesurado con los principales del barco, y
menos o nada con mis iguales, tratando a mis inferiores con un aire de
majestad el más ridículo.

Inmediatamente notaron todos mi repentina mutación, porque,
si antes me habían visto jovial y cariñoso, dentro de
cuatro días me veían fastidioso, soberbio e intratable,
por lo que unos me ridiculizaban, otros me hacían mil desaires
y todos me aborrecían con razón.

Yo advertía su poco cariño, pero decía a mis
solas: ¿qué con que esta gentuza me desprecie? ¿Para
qué los necesita un virrey? El día que tome
posesión de mi empleo, estos que ahora se retiran de mí,
serán los primeros que se pelarán las barbas por
adularme. Así continuaba el nuevo Quijote en sus locuras
caballerescas, que iban tan en aumento de día en día y
de instante en instante que, a no permitir Dios que se revolvieran los
vientos, ésta fuera la hora en que yo hubiera tomado
posesión de una jaula en San Hipólito.

Fue el caso que, al anochecer del día séptimo de
nuestra navegación, comenzó a entoldarse el cielo y a
obscurecerse el aire con negras y espesas nubes; el nordeste soplaba
con fuerza en contra de nuestra dirección; a pocas horas
creció la cerrazón, obscureciéndose los
horizontes; comenzaron a desgajarse fuertes aguaceros,
mezclándose con el agua multitud de rayos que cruzando por la
atmósfera aterrorizaban los ojos que los veían.

A las seis horas de esta fatiga se levantó un sudeste
furioso, los mares crecían por momentos y hacían unas
olas tan grandes que parecía que cada una de ellas iba a
sepultar el navío. Con los fuertes huracanes y repetidos
balances no quedó un farol encendido; a tientas procuraban
maniobrar los marineros; la terrible luz de los relámpagos
servía de atemorizarnos más, pues unos a otros
veíamos en nuestros pálidos semblantes pintada la imagen
de la muerte, que por momentos esperábamos.

En este estado un golpe de mar rompió el timón, otro
el palo del bauprés, y una furiosa sacudida de viento
quebró el mastelero del trinquete. Crujía la madera y
las jarcias sin poderse recoger los trapos que ya estaban hechos
pedazos, porque no podía la gente detenerse en las vergas.

Como los vientos variaban y carecíamos del timón,
bogaba el barco sobre las olas por donde aquéllos lo llevaban;
no valió cerrar los escotillones para impedir que se llenara de
agua con los golpes de mar, ni podíamos desaguar lo suficiente
con el auxilio de las bombas.

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