Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Según eso, le dije, no deberemos ser amigos sino de aquellos
que nos sirvan o nos den esperanzas de servirnos en algún
tiempo. Cabalmente así debe ser, me contestó, y
aquí encaja bien el refrán que dice que
el amigo que
no da, y el cuchillo que no corta, que se pierdan poco importa
, y
ya usted ve que los refranes son evangelios chiquitos. Yo entiendo, le
dije, que no todos lo son; antes hay algunos falsos y disparatados de
que no se debe hacer caudal, en cuyo número pongo el que usted
acaba de citarme, pues habrá muchos amigos cuya amistad
será utilísima aunque no den nada más que su
estimación, sus consejos o su enseñanza, y cierto que la
pérdida de éstos será sensible a quien conozca lo
que valen.
Ésas son pataratas, me contestó; consejos,
estimación, enseñanza y todo lo que no es dinero o cosa
que lo valga, son fantasmas agradables que sólo pueden divertir
muchachos, pero que no traen gota de utilidad. Yo por mí
detesto de semejantes amigos; no, no me empeñaré en
buscarlos, y si tengo algunos sin esta diligencia no se me dará
nada de que se pierdan.
¿Conque usted sólo será amigo del que le proporcione
dinero? No hay otros que merezcan mi amistad, me respondió, y
las desgracias de éstos las sentiré por lo que puedan
tocarme, que por lo demás cada uno se rasque con sus
uñas.
Escandalizado al escuchar tan infernales máximas,
mudé conversación y a poco rato me separé de su
lado.
Al día siguiente, estando peinando al coronel, le
conté mi anterior conversación, y él me dijo: no
te espantes, Pedro, de haber hallado tal dureza en ese comerciante, ni
te escandalice su avaricia o interés. Hay muchos en el mundo
que piensan y obran lo mismo que él; ése es un gran
egoísta, y como tal es ambicioso, cruel y adulador, vicios
comunes a los que piensan que para ellos solos se hizo el mundo; pero
este sujeto a más de egoísta tiene la desgracia de ser
un necio, pues se jacta de sus mismos vicios y los descubre sin
disfraz, que es por lo que te has escandalizado; mas sábete que
este vicio está tan extendido en el mundo que de cada
cien hombres dudo que uno no sea egoísta.
Ya sabes que se entiende por egoísta el que se ama a
sí propio con tal inmoderación que atropella los
respetos más sagrados cuando trata de complacerse o de
satisfacer sus pasiones. Según esto, el egoísmo no
sólo es un vicio temible, porque ha sido y es causa de cuantas
desgracias han acaecido y acaecen a los mortales diariamente, sino que
es un vicio el más detestable, pues es la raíz de todos
los delitos que se cometen en el mundo, de suerte que nadie es
criminal antes que ser egoísta. Todos pecan por darse gusto y
porque se aman demasiado, que vale tanto como decir que todos pecan
porque son egoístas, y mientras más egoístas son,
por consecuencia son más pecadores.
Éstas son unas verdades que se sujetan a la
demostración, y por ella tú conocerás que pocos o
raros no son egoístas en el mundo; pero hay esta diferencia:
unos son egoístas tolerables y otros intolerables. Me
explicaré.
La mayor parte de los hombres o casi todos se aman demasiado, y
así el bien que hacen como el mal que dejan de hacer no
reconocen mejor principio que su particular interés, por
más que lo palien con nombrecitos brillantes que aparentan
mucho y nada se halla en ellos más que follaje. Esta clase de
egoístas algunas veces son perjudiciales a la sociedad por esta
causa, y muchas inútiles; pero, como no se dejan de considerar
con relación a los demás hombres, están
dispuestos a servirles alguna vez, aunque no sea más que por el
vano interés de que los tengan por benéficos, y por esto
digo que son egoístas
tolerables
.
Los otros son aquellos que, haciéndose cada uno el centro
del universo, se aman con tal desorden que a su interés
posponen los respetos más sagrados. Para éstos nada
valen los preceptos de la religión, ni los más estrechos
vínculos de la sangre o de la sociedad; por todo pasan como por
un puente seguro, y jamás les afectan las calamidades de
los hombres. Por esta depravada cualidad son soberbios, interesables,
envidiosos y crueles, y por lo mismo son
intolerables
.
De esta clase de egoístas es el comerciante cuya
conversación te ha escandalizado justamente; mas, por lo mismo
que te repugna tal modo de pensar, has de procurar no contaminarte con
él, advirtiendo que el amor propio es habilísimo para
disminuir nuestros defectos a nuestros ojos, y aun para
hacérnoslos pasar por virtudes. Todos aborrecen el
egoísmo, y nadie cree que es egoísta por más que
esté tan extendido este vicio. La regla que te puede asegurar
de que no lo eres es que te sientas movido a ser benéfico a tus
semejantes, y que de hecho pospongas tus particulares intereses a los
de tus hermanos; y, cuando te halles connaturalizado con esta
máxima, podrás vivir satisfecho de que no eres
egoísta.
De semejante manera me instruía siempre mi buen mentor, y no
perdía las ocasiones que se le presentaban oportunas para el
efecto; pero por desgracia entonces sembraba en tierra dura; sin
embargo, a la vuelta de mis extravíos, muy mucho me han servido
sus saludables advertencias.
Ya navegaba yo contento pensando que todo el monte era
orégano y todo mar pacífico, cuando me sacó de
este confiado error uno de aquellos accidentes de mar que no se
sujetan a la práctica de los mejores pilotos.
Una noche que estaba enfermo el primer piloto dejó encargado
el cuidado de la brújula a un segundo, que, aunque diestro en
el manejo del timón, era mortal, y acosado del sueño se
durmió sobre el banco sin que ninguno lo advirtiera, y todos
los pasajeros hicimos lo mismo con la seguridad del tiempo favorable
que nos hacía.
Como dormido el pilotín, quedó el buque con la misma
libertad que el caballo sin gobierno en la rienda, tomó el
rumbo que quiso darle el aire, y en lo más tranquilo de nuestro
sueño nos despertó el bronco ruido que hizo la
quilla al arrastrarse en la arena.
El primero que advirtió la desgracia fue el buen piloto, que
no había podido dormir a causa de sus dolencias. Inmediatamente
desde su camarote comenzó a gritar:
orza, orza, vira a
babor… que nos varamos… banco, banco
.
Toda la tripulación, el contramaestre, los pasajeros y toda
la gente despertó y se pusieron a maniobrar, pero ya no
alcanzaban a remediar el mal las primeras recetas que había
dictado el práctico piloto; lo más que hicieron fue
amarrar el timón y recoger las lonas, con cuya diligencia no se
enterró más la embarcación.
Los que en la navegación han experimentado semejante lance
se harán cargo cuál sería nuestra
consternación, y más cuando, luego que se
advirtió la desgracia, se dio la orden de que se acortara a
todos la ración de comida y bebida, lo que nos
entristeció demasiado, y más a mí que
comía por siete. Todos manifestaron el abatimiento de sus
espíritus en la tristeza de sus semblantes.
Desde esa hora ya no hubo quien durmiera, todo era susto, y el
funesto temor de morir de hambre y sed estacados en aquel promontorio
de arena era el objeto de nuestras tristes conversaciones.
Se hizo una solemne junta de los pilotos y jefes, y en ella se
determinó probar cuantos medios fueran posibles para
libertarnos del riesgo que nos amenazaba, y en virtud de esta
resolución se echaron al agua todos los botes y lanchas, desde
las cuales tiraban del buque atado con cables; pero esta diligencia
fue enteramente inútil, y a su consecuencia se determinó
ejecutar la última, y fue alijar o aligerar el navío
echando al mar cuanto peso fuera bastante para que sobreaguara.
Ya se sabe que la nao de China a su regreso de Acapulco no lleva
más carga que víveres y plata; en esta virtud, supuesto
que los víveres no se debían echar al agua, el
decreto recayó sobre la plata. Se separó el caudal del
rey, que llaman
situado
, y los marineros comenzaron a tirar
baúles y cajones de dinero, según que los cogían
y sin ninguna distinción.
Mi maestro y jefe abrió sus baúles, sacó sus
papeles y dos mudas de ropa, y él mismo junto conmigo dio con
ellos en la mar, sirviendo su ejemplo de un poderoso estímulo
para que casi todos los señores oficiales y comerciantes
hicieran lo mismo, si no alegres, porque nadie podía hacer este
sacrificio contento, a lo menos conformes, porque no había
esperanzas de libertar la vida de otra manera.
Mi coronel animaba a todos con prudencia y jovialidad. Luego que el
barco comenzó a moverse y aligerarse, hizo suspender la
maniobra un corto rato, que destinó para que tomara la gente un
poco de alimento y un trago de aguardiente, lo cual concluido
continuó la faena con el mismo fervor que al principio.
Mi jefe ya no tenía qué perder, pues hasta su catre,
que era de acero, lo había echado al agua, y así sus
exhortaciones iban precedidas del ejemplo, y por consiguiente sacaban
el mejor fruto.
Sobran minas, amigos, decía en el fervor de la fatiga, con
poco basta al hombre para vivir; los créditos de ustedes quedan
seguros en este caso y libres de toda responsabilidad, lo único
que se pierde es la ganancia, pero con el sacrificio de ésta
compramos todos nuestra futura existencia. Compraremos la vida con el
dinero, y veremos que la vida es el mayor bien del hombre, y el
primero a cuya conservación debemos atender; y el dinero, los
pesos, las onzas de oro, no son más que pedazos de piedra
beneficiados, sin los cuales puede vivir el hombre felizmente. Ea,
pues, seamos liberales cuando nada perdemos, compremos nuestras vidas
y las de tantos pobres que nos acompañan a costa de una tierra
blanca o amarilla, o llámense metales de oro y plata, y
no queramos perecer abrazados de nuestros tesoros como el codicioso
Creso.
Con éstas y semejantes exhortaciones
avaloraba mi amado coronel los ánimos decaídos de los
que veían sepultada la utilidad de sus sudores en el abismo
profundo de la mar; y así, echando cada uno, como dicen, pecho
por tierra, trabajaba en destruirse y asegurarse al mismo tiempo,
arrojando al mar sus respectivos caudales, señalando el lugar
con unas boyas; pero no bien hubieron tocado los baúles y
cajones del egoísta (que veía frescamente la escena
sentado sobre ellos) cuando juró, perjuró,
blasfemó, ofreció galas considerables, e hizo cuantas
diligencias pudo por librar sus intereses, pero no le valió;
los marineros, gente pobre y que en estos casos no respeta rey ni
Roque, lo hicieron a un lado y arrojaron al mar sus baúles y
cajones.
Quizá éstos eran los más pesados que llevaba
el buque, pues luego que se vio libre de ellos comenzó a
sobreaguar, y espiando el barco por la popa con el anclote esperanza y
la ayuda del cabrestante salimos a mar libre y se desencajó del
banco en un momento.
No es posible ponderar el regocijo que ocupó los corazones
de todos al verse libres de un riesgo del que pocas navegaciones
escapan, y más que ya muchos habíamos creído
morir de hambre. Sólo el práctico flojo y el miserable
egoísta estaban ocupados de la mayor melancolía, que en
este último pasó a la más funesta
desesperación, pues, cansado de llorar, jurar, renegar y
desmecharse, viendo que el barco se apartaba del lugar donde dejaba su
tesoro, lleno de rabia y ambición dijo: ¿para qué quiero
la vida sin dinero? Y diciendo y haciendo se arrojó al mar sin
que lo pudiéramos estorbar ninguno de cuantos estábamos
a su lado.
En vano fue la diligencia de echar al agua una guindola, pues, como
no sabía nadar, en cuanto cayó se fue a plomo y
desapareció de nuestra vista, dejándonos llenos de
compasión y espanto.
El piloto, que no soltaba la sonda de la mano, cuando se vio fuera
de los bancos y en lugar proporcionado, hizo fondear la nao y
asegurarla con las anclas; se recogieron las velas, se amarró
el timón y se echaron al mar todos los esquifes, botes y
lanchas que llevábamos, y tripulándose con la gente
más útil y algunos buenos buzos se embarcó con
ellos y fue a tentar la restauración de los caudales, lo que
consiguió con tan feliz éxito que, ayudado del tiempo
sereno que corría, a las veinte y cuatro horas ya estaban en el
navío todos los baúles y cajones de plata que se
habían tirado, hasta los del infeliz y avaro egoísta,
cuyo cuerpo tuvo menos suerte que su dinero, y quién sabe si su
alma la tendría más desgraciada que su cuerpo.
Reembarcados los intereses en el navío y reconocidos por sus
dueños por las respectivas marcas, se hizo una general promesa
a María Santísima en muy justa acción de gracias
por tanto beneficio, y, tomada razón de los cajones y
baúles que pertenecían al egoísta, se entregaron
en depósito al coronel para que los pusiera en manos de su
desgraciada familia, que era más digna de poseerlos.
A los quince o veinte días de este suceso fue el de la
Inmaculada Concepción de la Reina de los Ángeles,
patrona de las Españas, con cuyo motivo se empavesó el
barco y hubo todo el día una repetida y solemne salva de
artillería, lo que me causó una agradable sorpresa, como
causa a cualquiera que por la primera vez ve una embarcación
llena de gallardetes y banderas de diversos colores y figuras, que
denotan las de cada nación y las de las señas
particulares que usan en el mar. A más de eso, el verlas
colocar y quitar casi a un tiempo me causó no poca
admiración, aunque yo no la manifesté, pues ya el
coronel me había dicho que manifestar con vehemencia nuestra
admiración por cualquier cosa era señal de tontos, lo
mismo que ver las cosas más raras con una indiferencia de
mármol.