Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Si tú, Pedro, llegares alguna vez a ser oficial, procura
ilustrar tu entendimiento con los libros, y aplícate a ignorar
cuanto menos puedas.
No quiero que seas un omniscio, ni que faltes a tus precisas
obligaciones por el estudio; pero sí que no mires con
desdén los libros, ni creas que un militar, por serlo,
está disculpado para chorrear disparates en cualquiera
conversación, pues en este caso los que lo advierten, o lo
tienen por un necio, pedante, o tal vez su falta de instrucción
la atribuyen a la humildad de sus principios.
Por el contrario, un militar instruido es apreciado en todas
partes, hace número en la sociedad de los sabios y él
mismo recomienda su cuna manifestando su finura sin tener que
acreditarla con el documento de sus divisas.
No están, repito, reñidas las letras con las armas,
antes aquéllas suelen ser y han sido mil veces ornamento y
auxilio de éstas. Don Alonso, rey de Nápoles, preguntado
que ¿a quién debía más, si a las armas o a las
letras?, respondió:
en los libros he aprendido las armas y
los derechos de las armas
. Muchos militares ha habido que,
penetrados de estos conocimientos, se han aplicado a las letras lo
mismo que a las armas, y nos han dejado en sus escritos un eterno
testimonio de que supieron manejar la pluma con la misma destreza que
la espada. Tales fueron los Franciscos Santos, los Gerardos Lobos, los
Ercillas y otros varios.
Por lo que respecta a tu conducta en el caso supuesto, no debes ser
menos cuidadoso. Debes vestirte decente sin afeminación, ser
franco sin llaneza, valiente en la campaña, jovial y dulce en
tu trato familiar con las gentes, moderado en tus palabras y hombre de
bien en todas tus acciones. No imites el ejemplo de los malos, no
quieras parecer más bien hijo de Adonis que amigo de Marte;
jamás seas hazañero ni baladrón, no a
título del carácter militar, según entienden mal
algunos, seas obsceno en tus palabras ni grosero en tus acciones;
ésta no es marcialidad, sino falta de educación y poca
vergüenza. Un oficial es un caballero, y el carácter de un
caballero debe ser atento, afable, cortés y comedido en todas
ocasiones. Advierte que el rey no te condecora con el distintivo de
oficial ni condecora a nadie para que se aumenten los provocativos,
los atrevidos, los irreligiosos, los gorrones, ni los pícaros;
sino para que bajo la dirección de unos hombres de honor se
asegure la defensa de la religión católica, su corona, y
el bien y tranquilidad de sus estados.
Reflexiona que lo que en un soldado merece pena como dos, en un
oficial debe merecerla como cuatro, porque aquél las más
veces será un pobre plebeyo sin nacimiento, sin principios, sin
educación y acaso sin un mediano talento, y por consiguiente
sus errores merecen alguna indulgencia; cuando, por el contrario, el
oficial que se considera de buena cuna, instrucción y talento,
seguramente debe reputarse más criminal, como que comete el mal
con conocimiento, y se halla obligado a no cometerlo con dobles
empeños que el soldado vulgar.
Últimamente, si te hallares algún día en este
caso, esto es, si algún día fueres oficial, lo que no es
imposible, y por desgracia fueres de mala conducta, te aconsejo que no
blasones de la limpieza de tu sangre, ni saques a la plaza las cenizas
de tus buenos abuelos en su memoria, pues estas jactancias sólo
servirán de hacerte más odioso a los ojos de los hombres
de bien, porque, mientras mejores hayan sido tus ascendientes, tanto
más resaltará tu perversidad, y tú propio
darás a conocer tu mala inclinación, pues
probarás que te empeñaste en ser malo no obstante haber
tenido padres buenos, que es felicidad no bien conocida y agradecida
en este mundo.
Tales eran los consejos que frecuentemente
me daba el coronel, quien a un tiempo era mi jefe, mi amo, mi padre,
mi amigo, mi maestro y bienhechor, pues todos estos oficios
hacía conmigo aquel buen hombre.
Sin embargo, como mi virtud no era sólida, o más bien
no era virtud sino disimulo de mi malicia, no dejaba yo de hacer de
las mías de cuando en cuando a excusas del
coronel. Sabía visitar a mis amigos, que entonces eran
soldados, pues no tenía otros que apetecieran mi amistad; iba
al cuartel unas veces, y otras a las almuercerías, bodegas de
pulquerías y lupanares a donde me llevaban mis camaradas;
jugaba mis alburillos muy seguido, cortejaba mis ninfas y,
después que andaba estas tan inocentes estaciones y
conocía que el jefe estaba en casa, me retiraba yo a ella a
leer, a limpiar la casaca, a dar bola a las botas y a continuar mis
hipócritas adulaciones.
El frecuente trato que tenía con los soldados me
acabó de imponer en sus modales. Entre ellos era yo
maldiciente, desvergonzado, malcriado, atrevido y grosero a toda
prueba. Algunas veces me acordaba del buen ejemplo y sanas
instrucciones del coronel, pero ¿cómo había de
dejar de hacer lo que todos hacían? ¿Qué hubieran
dicho de mí si delante de ellos me hubiera yo abstenido de
hacer o decir alguna picardía u obscenidad por observar los
consejos de mi jefe? ¡Qué jácara no hubieran
formado a mi cuenta si hubieran escuchado de mi boca los nombres de
Dios
,
conciencia
,
muerte
,
eternidad
,
premios
o
castigos divinos
!
¿Qué burla no me hubieran hecho si descuidándome
hubiera intentado corregirlos con mi instrucción o con mi buen
ejemplo, permitiendo que hubiera sido capaz de darlo? Mucha sin duda;
y así yo, por no malquistarme con tan buenos amigos, y
porque no me llamaran el
mocho
, el
beato
o el
hipócrita
, concurría con ellos a todas sus
maldades, y, a pesar de que algunas me repugnaban, yo procuraba
distinguirme por malo entre los malos, atropellando con todos los
respetos divinos y humanos a trueque de granjearme su
estimación, y los dulces y honoríficos epítetos
de
veterano
,
buen pillo
,
corriente
,
marcial
, y otros así con que me condecoraban mis
amigos. Lo único que estudiaba era el modo de que mis diabluras
no llegaran a la noticia de mi jefe, así por no sufrir el
castigo condigno, como por no perder la conveniencia, que sabía
por experiencia que era inmejorable.
En las tertulias que tenía con los soldados les oí
algunas veces murmurar alegremente de los sargentos. De unos
decían que eran crueles, de otros que eran ladrones y que se
aprovechaban de su dinero comprando camisas, zapatos, etc., a un
precio y cargándoselos a ellos a otro. En fin, hablaban de los
pobres sargentos las tres mil leyes. Yo consideraba que tal vez
serían calumnias y temeridades, pero no me atrevía a
replicarles, porque, como no había estado bajo el dominio de
los sargentos el tiempo necesario para experimentarlos, no
podía hablar con acierto en la materia.
Así pasé algunos meses, hasta que llegó el
día de partirnos para Acapulco, como lo hicimos, conduciendo
los reclutas que habían de ser embarcados para Manila.
No hubo novedad en el camino, llegamos con felicidad a la Ciudad de
los Reyes, puerto y fortaleza de San Diego de Acapulco. No me
admiraron sus Reales Tamarindos, ni la ciudad, que por la humildad de
sus edificios, mal temperamento y pésima situación me
pareció menos que muchos pueblos de indios que había
visto; pero, en cambio de este disgusto, tuve la sorprendente
complacencia de ver por la primera vez el mar, el castillo y los
navíos, que supuse serían todos como el San Fernando
Magallanes, que estaba anclado en aquella bahía.
A más de esto me divertí con las morenas del
país, que, aunque desagradables a la vista del que sale
de México, son harto familiares y obsequiosas.
También regalé mi paladar con el pescado fresco, que
lo hay muy bueno y en abundancia; y así, con estas bagatelas
entretuve las incomodidades que sufría con el calor y la poca
sociedad, pues no tenía muchos amigos. A más de esto, la
privación de las diversiones de esta ciudad y el temor de la
navegación que me urgía bastante, como urge al que
jamás se ha embarcado y tiene que fiar su vida a la furia de
los vientos y a la ninguna firmeza de las aguas, no dejaba de
mortificarme algunas veces.
Llegó el día en que nos habíamos de dar a la
vela. Se entregaron al capitán los forzados, nos embarcamos, se
levantaron las anclas, cortaron los cables y con el
buen
viaje
gritado por los amigos y curiosos que estaban en el muelle
fuimos saliendo de la bocana a la ancha mar.
Desde este primer día nos pronosticó el cielo una
feliz navegación, pues a poco de habernos alejado del puerto se
levantó un viento favorable que, llenando las velas que se
habían desplegado enteramente, nos hacía volar a mi
entender con la mayor serenidad, pues a las cuatro horas de
navegación ya no veía yo, ni con anteojos, las que
llaman
tetas de Coyuca
, que son los cerros más
elevados del Sur, y la primera tierra que se descubre desde la
mar.
Esto algo me entristeció, como que sabía lo largo de
la navegación que me esperaba. Tampoco dejé de marearme
y padecer mis náuseas y dolor de cabeza como bisoño en
semejantes caminos; pero, pasada esta tormenta, continué mi
viaje alegremente.
En el que Periquillo cuenta la aventura funesta
del egoísta y su desgraciado fin de resultas de haberse
encallado la nao, los consejos que por este motivo le dio el coronel y
su feliz arribo a Manila
Cuando estuve restablecido de mi accidente,
subí a la cubierta y ya no vi nada de tierra, sino cielo, agua
y el buque en que navegábamos, lo que no dejaba de atemorizarme
bastante, y más cuando interiormente reflexionaba en todos los
riesgos que me rodeaban. Ya se me ponía en la cabeza una
tormenta deshecha; ya una calma o encalladura que nos hiciera morir de
hambre; ya pensaba que el barco se estrellaba en un arrecife, y cada
uno de nosotros salía por su respectiva tronera a ser pasto de
los tiburones y tintoreras; ya temía un encuentro con algunos
piratas y esperaba el temible
zafarrancho
; ya creía
muy fácil un descuido con el fogón y se me representaba
la embarcación ardiendo, escurriendo el alquitrán, y
consumiéndose todo por la voracidad de las llamas, a pesar de
las bombas, y que, perdiendo el fuego el respeto a la Santa
Bárbara, volábamos todos por esos aires de Dios para no
volver a resollar hasta el último día de los
tiempos.
En estas funestas consideraciones y nada pánicos temores
pasaban algunos ratos del día, hasta que al cabo de un mes,
viendo que nada adverso sucedía, los fui desechando poco a
poco, y haciéndome, como dicen, a las armas en tal grado que ya
me era gustosa la navegación, pues en las noches de luna
reflejaba ésta en las ondas, haciéndolas lucir como si
fueran un espejo, lo que junto con los repetidos celajes que se
observaban por los horizontes nos divertía bastante, y
más cuando el viento que soplaba en la popa era el que se
quería para navegar aprisa y sin riesgo de nortes tempestuosos;
pues entonces, descansando de maniobrar los marineros,
gustábamos todos ya de la conversación de los
comerciantes, oficialidad y pasajería decente que subían
sobre cubierta a gozar de la hermosa noche, ya de los que tocaban y
cantaban, y ya de la naturaleza pacífica cual se nos
manifestaba en aquellos ratos.
Me acuerdo que en uno de ellos se puso a platicar conmigo un
comerciante que se había hecho mi amigo, porque había
menester la protección del coronel en Manila y veía la
estimación que yo disfrutaba de él. En la
conversación le conté los trabajos que había
padecido en el discurso de mi vida, exagerándolos sin
motivo.
Él escuchaba todo con fría indiferencia, lo que no
dejó de escandalizarme; y por ver si era genial o la afectaba
le dije: cierto que somos desgraciados los mortales, ¡cuántos
males nos rodean desde la cuna, y cuántos daños no
padecemos, no ya de uno en uno, sino de generación en
generación! ¿Y qué se le da a usted de eso?, me dijo con
mucha socarra, ¿los padece usted? No los padezco, le dije, pero me
lastima que los padezcan mis prójimos, a quienes debo
considerar como a mis hermanos, o más bien como a partes de
mí mismo. ¡Oh!, vaya, dijo el comerciante, usted es uno de los
muchos preocupados que hay en el mundo; ¡ya se ve!, es usted un pobre
soldado que no tiene motivo de ser instruido.
No dejé de incomodarme con tal disculpa, y así le
dije: quizá no soy tan lerdo como usted supone, y podré
hacerle ver que no todos los soldados son de principios ordinarios ni
carecen de tal cual instrucción; y si no, dígame usted,
¿por qué me juzga preocupado? ¿Porque le dije que me
dolían los males que padecía mi prójimo como si
fuera mi hermano o una parte de mí mismo? Sí
señor, porque creer eso, me dijo, es una
preocupación. Nosotros mismos somos nuestros hermanos, y harto
haremos si vemos por nosotros solamente sin mezclarnos con el resto de
los hombres, a no ser que nos redunde algún provecho particular
de sus amistades.