El Periquillo Sarniento (80 page)

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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

BOOK: El Periquillo Sarniento
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No puede instarse la acusación de adulterio contra un solo
adúltero, es menester acusar a ambos.

El autor que acabo de citar a usted al fol. 8 dice, y dice bien,
que, como nadie busca testigos para cometer adulterio, admite el
derecho pruebas de conjeturas; pero deben ser vehementes, y tales que
por ellas se venga en conocimiento del delito… porque, en caso de
duda, más pronto se debe absolver que condenar. Las
presunciones que denotan con claridad el adulterio son: cuando
testigos dignos de fe y crédito, aunque sean de la propia casa,
declaran que han visto a Pedro y a Marcia en una misma cama, o lugar
sospechoso, o solos en estos lugares, o encerrados en un cuarto, o
desnudos, o besándose o abrazándose. Sobre esto hablan
con extensión varios intérpretes.

Las excepciones que favorecen a la mujer adúltera son las
siguientes. Primera, cuando el marido emprende querella sobre causa de
adulterio, y después la deja con ánimo de no seguirla.
Segunda, cuando el marido dice ante el juez que no quiere acusar
porque está satisfecho de la conducta de su mujer o cosa
semejante. Tercera, cuando el marido recibe a su mujer en su lecho
después de saber que es adúltera. Cuarta, cuando el
marido fuere sabedor y consentidor. En este caso, lejos de poder
presentarse como actor contra su mujer, es reo de lenocinio. Quinta,
cuando la mujer fuese forzada. Sexta, cuando padeció
engaño y cometió adulterio pensando que estaba con su
marido. Y séptima, cuando el marido, abjurando la fe y
religión católica, abraza otras sectas diversas y se
hace moro, judío o hereje. En tales casos queda libre la mujer
adúltera de la acusación del marido, y se halla
favorecida por las leyes 7 y 8 del tít. 17 part. 7, y 6, 7 y 8
del tít. 9 part. 4.

Ya ve usted en compendio lo que es adulterio, cuáles son sus
penas, quién puede acusar de él, cuáles son las
excepciones que favorecen a la mujer, y qué se entiende por
sospechas o presunciones vehementes. En vista de esto, usted, que
está impuesto en la causa, sabrá cómo ha de
formar la acusación.

Es que las sospechas son vehementísimas, dijo el mayor,
porque, a más de que hay testigos que deponen haber visto al ya
muerto con la mujer del soldado, éste ya le había
reconvenido e intimado que no entrara a su casa; y, sin embargo de
esto, él entraba, y cuando lo mató lo halló solo
con su mujer en confianza de que estaba de guarda, la que él
abandonó instigado de su celo, y encontró atrancada la
puerta, que abrió de un empujón. Esto me hace creer que
por necesidad haré yo una acusación floja.

¿Pues que usted pretende que muera el reo aunque no lo merezca?,
dijo el coronel. No, repuso el sargento, no deseo que muera; pero,
como soy el fiscal, debo desvanecer sus defensas, desentenderme de sus
excepciones y agravar su delito. Ésta es mi
obligación.

Se equivoca usted, señor mayor, dijo el coronel, en pensar
que su obligación es acriminar a los reos. El fiscal no es otra
cosa que el defensor de la ley, y para cumplir con su encargo no tiene
que intentar el sacar reo precisamente al
acusado
[173]
.

Conque, según eso, dijo el mayor, yo cumpliré bien
con exponer en el consejo la causa con la misma cara que tiene, y
pedir se le aplique al reo una pena moderada, o a lo más la que
prescribe la ordenanza a los que abandonan la guardia.

Así me parece que debe hacerse, y aun esa pena debe
modificarse en justicia, atendida la vehemente pasión de los
celos, sin la cual es de creer que no hubiera desamparado la guardia,
y de consiguiente puede su defensor probar que este delito militar,
por el que en otro caso merecería baquetas o la última
pena, según el tiempo, no lo cometió con entera
deliberación, y, como las penas deben agravarse o disminuirse a
proporción del intento con que se cometen, se seguirá
indudablemente que el consejo de guerra le impondrá a ese
soldado una pena menos grave que la que previene la ordenanza,
considerando que, como dijo el señor rey don Alonso el Sabio en
una de sus Leyes de Partida,
los primeros movimientos que mueven
el corazón del ome, no son en su
poder
[174]
.

Quedo enteramente satisfecho, dijo el mayor, y agradecido a
la prolijidad con que usted me ha hecho entender que no están
los fiscales obligados a acriminar a los reos ni a sacarlos
delincuentes a pura fuerza, sino sólo a defender las leyes;
aunque me parece que usted sería mejor para defensor que para
fiscal.

Eso ahora lo veremos, dijo el capitán, pues yo soy defensor
de otro soldado que mató a un hombre alevosamente, y no
sé cómo sacarlo inocente, pues ésa es cabalmente
mi obligación.

Pues usted también se equivoca, dijo el coronel, porque si
su ahijado es homicida, y está probada la alevosía, poca
esperanza puede tener en la defensa de usted, siempre que la haga con
arreglo a su conciencia, pues
el que mata a otro debe morir
,
dice Dios
[175]
. Se entiende cuando no
es en defensa propia, en un acto primo indeliberado, por una
casualidad, en justa satisfacción de su honor vulnerado, como
en el caso de adulterio, o por causa semejante; pero si la muerte se
comete de hecho pensado, y no tiene ninguna de estas excepciones en su
favor el homicida, es alevoso; debe morir según las leyes
patrias, y ni aun goza la inmunidad del sagrado. Conque vea usted
qué tal quedará con su defensa, cuando confiesa que su
ahijado es alevoso.

Es cierto, dijo el capitán, pero tiene en su favor una
excepción muy poderosa que lo defiende, y usted no ha
mentado. A lo menos creo que se librará del último
suplicio, aunque yo quisiera formar su defensa de modo que saliera en
libertad, o cuando mucho sentenciado a comenzar su servicio de
nuevo. Éste es mi empeño, y para ello he venido a
aconsejarme de usted.

¿Y cuál es la excepción que tiene en su abono?,
preguntó el coronel; y el defensor dijo que el estar borracho
cuando cometió el asesinato.

Riose el coronel alegremente, y le dijo: si como estaba borracho
hubiera estado loco, seguramente usted quedaba bien; pero,
¡borracho! ¡Borracho…! Al palo debe ir ese hombre aunque lo defienda
Cicerón.

¿Cómo puede ser eso, decía el capitán, cuando
usted mismo ha dicho que las penas deben agravarse o disminuirse a
proporción del intento y deliberación con que se cometen
los delitos? Según esta doctrina, y probada la embriaguez de
mi ahijado cuando mató al hombre, claro es que hizo la muerte
sin plena deliberación, y de consiguiente no merece la pena
capital.

Así parece que debía ser a primera vista, pero las
leyes deben hacer distinción para la imposición de las
penas entre el que se embriagó por casualidad u otro motivo
extraordinario y el que lo hace por hábito y costumbre. Al
primero, si delinque estando privado de su juicio, se le debe
disminuir y tal vez remitir la pena, según las circunstancias;
el segundo debe ser castigado como si hubiera cometido el delito
estando en su acuerdo, sin tener respeto ninguno a la embriaguez, si
no es acaso para aumentarle la pena, pues ciertamente no
debería tenerse por injusto el legislador que quisiese
resucitar la ley de Pitaco, el cual imponía dos penas al que
cometía un delito estando embriagado, una por el delito y otra
por la embriaguez
[176]
.

Podrían citarse sobre lo dicho unas palabras de
Aristóteles, dignas de que usted las sepa para su
inteligencia. Dice, pues, este político pagano:
Siempre que
por ignorancia se comete algún delito, no se hace
voluntariamente, y por consiguiente no hay injuria. Pero si el mismo
que comete el delito es causa de la ignorancia con que se comete,
entonces hay verdaderamente injuria y derecho para acusarle, como
sucede en los ebrios, los cuales, si cuando están
poseídos del vino causan algún
daño, hacen injuria, por cuanto ellos mismos
fueron causa de su ignorancia, pues no debieron haber bebido
tanto.

Pues mal estamos, dijo el defensor, porque los testigos que
declararon que mi ahijado estaba ebrio cuando cometió el
asesinato, afirmaron que acostumbraba embriagarse, y en este caso yo
conozco que no le favorece la excepción.

Ya se ve que no, dijo el coronel, y más si se considera que,
en cualquier caso que el hombre cometa un delito embriagado, es en mi
juicio reo de él, porque en ninguna ocasión debe
arriesgarse a que se extravíe su razón. A más de
que, si se reflexiona seriamente, merece alguna indulgencia el ebrio
que solamente comete delitos que no perjudican sino muy indirecta y
remotamente a la sociedad, tales son las injurias que dice uno estando
ebrio, aun cuando toquen al honor de alguno, por dos razones: la
primera, porque el ebrio tiene la lengua muy fácil, y la
experiencia enseña que no hay uno que no hable
despropósitos con voz balbuciente; y la segunda, que por esta
misma razón apenas habrá quien haga caudal de las
producciones de un borracho.

No así cuando en el delito interviene acción y otras
circunstancias que claramente denotan bastante conocimiento y
deliberación en lo que se hace, como el caso de un homicidio;
pues entonces el agresor se previene de arma, busca el objeto de su
ira, dispone la ocasión a su venganza y asegura el golpe fatal
con tanta fuerza y tino como pudiera el hombre más en su
juicio. Por cierto que yo jamás perdonaría la vida al
que se la quitara a otro so pretexto de estar ebrio.

Los que beben con demasía lo que pierden es la
vergüenza, y hay muchos que toman un poco de licor y se hacen
más borrachos de lo que están, para con esta
máscara cometer mil infamias y ponerse a cubierto de la pena
que merecen; pero, a más de que éstos no son acreedores
a ninguna disculpa, aun cuando en realidad estén con la
razón trastornada, la merecen menos, porque, aunque
padezcan esta falta, la padecen por su causa y son acreedores a dos
penas, como se ha dicho.

Verdad es que la embriaguez es una locura pasajera, pero es una
locura voluntaria, como dijo Séneca; y así, como se
reputa delincuente al suicida, aunque de su voluntad se quita la vida,
así debe reputarse tal al que comete un crimen borracho, porque
él de su voluntad se embriagó.

Fuera de que, según mi modo de pensar, sólo en un
caso es el ebrio acreedor a la indulgencia, y es cuando no está
en estado de poder cometer ningún delito ni de dañar a
otro. ¿Y cuándo será esto? Cuando está tirado y
narcotizado en términos de no poder moverse, ni oír, ni
conocer, ni hablar, o a lo más cuando no puede levantarse, y si
habla es con lengua tartamuda y sin conocimiento. Ello será una
paradoja, pero éste será mi modo de pensar toda la vida;
porque mientras el borracho habla, anda, conoce, se enoja y se procura
precaver de los peligros, es mentira que esté, como vulgarmente
se dice, privado de razón. Cierto es que usa de ella
trastornadamente en algunas cosas, pero la tiene y la usa con mucho
acuerdo en su provecho. Yo a lo menos no he visto un borracho que se
tire de una azotea abajo, ni que cuando hiere a otro le dé con
el puño del cuchillo, ni que por darle a Juan le dé a
Pedro, ni cosa semejante. Ellos son locos, es verdad, mas no hay loco
que coma lumbre; y, últimamente, yo en clase de juez
había de tener por regla, para juzgar de la más o menos
deliberación de un ebrio, el orden o desorden de sus acciones
inmediatas, anteriores y posteriores al momento en que cometiera el
crimen; de suerte que, si daba algunos pasos para cometer el delito, y
daba otros para huir después de cometido, temeroso de la pena
que merecía, sin duda que yo no usaba con él de
misericordia, pues el que es dueño de sus pies mejor lo puede
ser de su cabeza.

En esta inteligencia usted sabrá lo que hay en el particular
acerca de su ahijado, y hará la defensa como le
pareciere; pero, si la ha de hacer como Dios y el rey mandan, creo que
no puede defender a ese pobre.

¿Pues que, dijo el capitán, no consiste la gracia de un buen
defensor en hacer por libertar a su ahijado, por criminal que sea, de
la pena que merece? ¿Y no está empeñado, en obsequio de
su obligación, en valerse de cuantos medios pueda para el
efecto?

No señor, dijo el coronel, la obligación del defensor
es examinar si está bien justificado el delito, examinar la
fuerza y el valor que tienen las pruebas que hay contra el reo,
escudriñar la clase de los testigos y su modo de declarar,
fondear si entienden lo que han dicho, ver si concuerdan entre
sí en lo sustancial del lugar, tiempo, modo, persona,
ocasión y número, o si por el contrario van tan
conformes en sus dichos que pueda presumirse soborno, si hay en las
declaraciones variedad o inverosimilitud, y otras cosas así; de
modo que la obligación del defensor es alegar en favor de su
cliente cuantas excepciones le favorezcan en derecho, y examinar si la
causa padece alguna nulidad para apoyar en esto su defensa; mas no le
es lícito el valerse de medios siniestros e ilegales, como
corromper testigos, presentar documentos falsos, censurar injustamente
al fiscal, y usar otras diligencias como éstas, que se oponen a
la justicia y a la moral
[177]
.

Pues camarada, dijo el mayor al capitán, si no venimos a
consultar con el señor coronel, íbamos a quedar frescos
cada uno de nosotros por su lado. Usted queriendo salvar a un
delincuente, y yo tratando de acriminar al que no lo es, o a lo menos
al que no lo es en el grado que yo lo suponía.

Por eso es bueno, dijo el defensor, no fiarse uno de sí
propio, y más en casos en que va la vida de un hombre de por
medio, o el bien general de la república, sino sujetar su
dictamen al mejor, como hemos hecho. Por mi parte doy a usted mil
gracias, señor coronel, por su oportuno desengaño. Y yo
se las repito también por el que me ha tocado, dijo el
fiscal. En esto variaron de conversación, y después de
haber hablado un rato cosas de poca importancia se despidieron.

De estas consultas presencié varias, y comencé a
sentir cierta gana de saber. Ello es que yo me desasné un poco
a favor de las conversaciones de aquel hombre sabio y de su buena
librería, que la tenía pequeña pero selecta, y no
para mero adorno de su casa, sino de su entendimiento. Rara vez le
faltaba un libro en la mano, y me decía frecuentemente: hijo,
no están reñidas las letras con las armas. El hombre
siempre es hombre en cualquiera clase que se halle, y debe alimentar
su razón con la erudición y el estudio. Algunos
oficiales he conocido que, aplicados únicamente a sus
ordenanzas y a su Colón, no sólo no se han dedicado a
ninguna clase de estudio ni lectura, sino que han visto los
demás libros con cierto aire de indiferencia que parece
desprecio, creyendo, y mal, que un militar no debe entender más
que de su profesión ni tiene necesidad de saber otra cosa; sin
advertir que, como dice Saavedra en su Empresa VI,
una
profesión sin noticia ni adorno de otras es una especie de
ignorancia
; por eso también he visto que estos
sujetos han tenido que representar al convidado de piedra en las
conversaciones de gente instruida, quedándose, como dicen
vulgarmente, como tontos en vísperas, sin hablar una palabra; y
son los que han sabido tomar mejor partido que los que han querido
meter su cuchara y salirse de la corta esfera a que han aislado su
instrucción, que apenas lo han intentado cuando han prorrumpido
en mil inepcias, granjeándose así, cuando menos, el
concepto de ignorantes.

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