El Periquillo Sarniento (38 page)

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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

BOOK: El Periquillo Sarniento
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De modo que, vista sin pasión, la
vileza que yo cometí fue peor y más vergonzosa que la de
él; y así, si me matara en aquel día, muerto me
habría quedado y con razón; porque si no debemos
dañar ni defraudar a nadie, mucho menos a aquel que hace
confianza de nosotros.

Casi de esta misma manera discurría yo conmigo dos horas
después que volví en mí, y me hallé en una
cama del hospital de San Jácome
[105]
adonde me condujeron de orden de la justicia.

A poco rato llegó un escribano con sus correspondientes
satélites a tomarme declaración del hecho. Ya se deja
entender que yo estaba rabiando y en un puro grito, así por los
dolores agudísimos que me causaban la dislocación y
fracturas, como por los que sufrí en la curación, que
fue un poco tosca y
tomajona
, como de hospital al fin.

Estar yo de esta manera, y entrar el escribano conjurándome
y amenazándome para que confesara con él mis pecados, y
delante de tanta gente que allí había, fue un nuevo
martirio que me atormentó el espíritu, que era lo que me
faltaba que doler.

Por último, yo juré cuanto él quiso; pero dije
lo que convenía, o a lo menos lo que no me
perjudicaba. Referí el hecho, omitiendo la circunstancia
del
entrego
, y dije con verdad que yo no conocía a mi
enemigo, ni lo había visto otra vez en toda mi vida. De este
modo se concluyó aquel acto, firmé la declaración
con mil trabajos, y se marchó el señor escribano con su
comitiva.

Como las heridas de la cabeza eran muchas y bien dadas, no se
podía restañar la sangre fácilmente; cada rato se
me soltaba, y con tanta pérdida me debilité en
términos que me acometían frecuentes desmayos, y tantos
que se creyó que eran síntomas mortales, o que bajo
alguna contusión hubiese rota alguna entraña.

Con estos temores trataron de que viniese el capellán, como
sucedió en efecto. Me confesé con harto miedo, porque al
ver tanto preparativo yo también tragué que me
moría; pero mi miedo no hizo mejor mi confesión. Ya se
ve: ella fue de prisa, sin ninguna disposición, y entre mil
dolores: ¿qué tal saldría ella? Mala de
fuerza. Confesión de apaga y vámonos. Apenas se
acabó, trajeron el Viático, y yo cometí otro
nuevo sacrilegio, y conocí cuán contingentes son las
últimas disposiciones cristianas cuando se hacen en un lance
tan apurado como el mío.

En estas cosas serían ya las once de la noche. Yo no
había querido tomar nada de alimento, porque no lo
apetecía, ni menos podía conciliar el sueño por
los agudos dolores que padecía, pues no tenía, como
dicen, hueso sano; pero, sin embargo, la sangre se detuvo y un
practicante me tomó el pulso, me hizo morder una cuchara y
hacer no sé qué otras faramallas, y decretó que
no moría en la noche.

Con esta noticia se fueron a acostar los enfermeros,
dejándome junto a la cama una escudilla con atole y un jarrito
con bebida, para que yo la tomara cuando quisiera.

No dejó de consolarme algún tanto el
pronóstico favorable del mediquín, y yo mismo me tomaba
el pulso de cuando en cuando por ver si estaba muy débil, y
hallándolo así y más de lo que yo quería,
me resolví a la una de la mañana a tomar mi atole y mi
trusco de pan, aunque con repugnancia, por fortalecerme un poco
más.

Con mil trabajos tomé la taza y, rempujando los tragos con
la cuchara, embaulé el atolillo en el estómago.

Muchas consideraciones hice sobre la causa
de mi mal, y siempre concedía la razón al payo. No hay
duda, decía yo, él me ha puesto a la muerte; pero yo
tuve la culpa pícaro por traidor. ¡Cuántos
merecen iguales castigos por iguales crímenes!

Cansado de filosofar funestamente y a mala hora, pues ya no
había remedio, me iba quedando dormido, cuando los ayes de un
moribundo que estaba junto a mí interrumpieron mi sueño
y pude percibir que, con una lánguida voz que apenas se
oía, se auxiliaba solo el miserable diciendo: Jesús,
Jesús, ten misericordia de mí.

El temor y la lástima que me causó aquel triste
espectáculo me hicieron esforzar la voz cuanto pude, y les
grité a los enfermeros: ¡hola!, amigos, levántense que
se muere un pobre. Cuatro o cinco veces grité, y o no me
oían aquellos pícaros, o se hacían dormidos, que
fue lo que tuve yo por más cierto; y así, enfadado de su
flojera, a pesar de mis dolores, les tiré con el jarro de la
bebida con tan buen tino que los bañé mal de su
grado.

No pudieron disimular, y se levantaron hechos unos tigres contra
mí, hartándome a desvergüenzas; pero yo,
valiéndome del sagrado de mi enfermedad, los enfrené
diciéndoles con el garbo que no esperaban: pícaros,
indolentes, faltos de caridad, que os acostáis a roncar
debiendo alguno quedar en vela para avisar al padre capellán de
guardia si se muere algún enfermo, como ese pobrecito que
está expirando. Yo mañana avisaré al señor
mayordomo, y si no os castiga, vendrá el escribano y le
encargaré avise estos abusos al excelentísimo
señor virrey, y le diga de mi parte que estabais borrachos.

Se espantaron aquellos flojos con mis amenazas y cabilosidades, y
me suplicaron que no avisara al superior; yo se los ofrecí con
tal que tuviesen cuidado de los pobres enfermos.

Entretanto teníamos este coloquio murió el infeliz
por quien me incomodé, de suerte que cuando fueron a verlo
ya era ánima.

En cuanto aquellos enfermadores o enfermeros vieron que ya no
respiraba, lo echaron fuera de la cama calientito como un tamal, lo
llevaron al depósito casi en cueros, y volvieron al momento a
rastrear los trebejos que el pobre difunto dejó, y se
reducían a un cotón y unos calzones blancos viejos,
sucios y de manta, un eslaboncito, su rosario y una cajilla de
cigarros que no creo que la probó el infeliz.

En tanto que el aire se hizo la hijuela y partición de
bienes, tocándole a uno (de los dos que eran) los calzones y el
rosario, y al otro el cotón y el eslaboncito; y sobre a
quién le había de tocar la cajilla de cigarros trabaron
una disputa tan altercada que por poco rematan a porrazos, hasta que
otro enfermo les aconsejó que se partieran los cigarros y
tiraran el papel de la cubierta.

Aprobaron el consejo, lo hicieron así; se fueron a acostar y
yo me quedé murmurando la cicatería e interés de
semejantes
muebles
; pero como a las tres de la mañana
me dormí, y tan bien que fue señal evidente de que
habían calmado mis dolores.

A otro día me despertaron los enfermeros con mi atole, que
no dejé de tomar con más apetencia que el anterior. A
poco rato entró el médico a hacer la visita
acompañado de sus aprendices. Habíamos en la sala como
setenta enfermos, y con todo eso no duró la visita quince
minutos. Pasaba toda la cuadrilla por cada cama, y apenas tocaba el
médico el pulso al enfermo, como si fuera ascua ardiendo, lo
soltaba al instante, y seguía a hacer la misma diligencia con
los demás, ordenando los medicamentos según era el
número de la cama, verbigracia decía: número 1,
sangría; número 2, ídem; número 3,
régimen ordinario; número 4, lavativas emolientes:
número 5, bebida diaforética; número 6,
cataplasma anodina, y así no era mucho que durara la visita tan
poco.

Por un yerro de cuenta me pusieron a mí en la sala de
medicina, debiéndome haber zampado en la de cirugía, y
esta casualidad me hizo advertir los abusos que voy contando. Sin duda
en mi cama, que era la 60, había muerto el día antes
algún pobre de fiebre, y el médico, sin verme ni
examinarme, sólo vio el recetario y el número de la
cama, y creyendo que yo era el febricitante dijo: número 60,
cáusticos y líquidos. ¡Cáusticos y
líquidos!, exclamé yo. Por María Santísima
que no me martiricen ni me lastimen más de lo que estoy. Ya que
ayer no me mató el payo a palos, no quieran ustedes,
señores, matarme hoy de hambre ni a quemadas.

A mis lamentos hicieron advertir al doctor que yo no era el
febricitante, sino un herido. Entonces, cargándose de
razón para encubrir su atolondramiento, preguntó: ¿pues
qué hace aquí? A su sala, a su sala.

Así se concluyó la visita y quedamos los enfermos
entregados al brazo secular de los practicantes y curanderos. De que
yo vi que a las once fueron entrando dos con un cántaro de una
misma bebida, y les fueron dando su jarro a todos los enfermos, me
quedé frío. ¿Cómo es posible, decía yo,
que una misma bebida sea a propósito para todas las
enfermedades? Sea por Dios.

Después entró el cirujano y sus oficiales, y me
curaron en un credo; pero con tales estrujones y tan poca caridad, que
a la verdad ni se lo agradecí, porque me lastimaron más
de lo que era menester.

Llegó la hora de comer y comí lo que me dieron, que
era… ya se puede considerar. A la noche siguió la cena de
atole, y a otro pobre del número 36, que estaba casi
agonizando, le pusieron frente de la cama un crucifijo con una vela a
los pies
[106]
, y se fueron a dormir los
enfermeros dejando a su cuidado que se muriera cuando se le diera la
gana.

Dos meses estuve yo mirando cosas que apenas se pueden creer, y que
sería de desear se remediaran.

Ya estaba convaleciendo cuando un día entró a verme
Januario envuelto en un sarape roto, con un sombrero de mala muerte,
en pechos de camisa
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, con un calzoncillo
roto y mugriento, y unos zapatos de vaqueta abotinados, y más
viejos que el sombrero.

Como yo no lo dejé tan mal parado, ni lo había
conocido tan trapiento, me asusté pensando que había
alguna gran novedad, y que por eso venía disfrazado mi amigo;
pero él me sacó del temor que me había infundido,
diciéndome que aquel traje era el propio y el único que
tenía, porque los cuidados le habían seguido como a los
perros los palos; que desde el día de mi desgracia no
había podido alzar cabeza; que todo el asunto se puso entre los
jugadores, y que ya no le daban lugar en ningún juego, porque
todos lo trataban de entregador; que el mismo día, luego que me
echó menos y supo que había ido con el payo,
temió lo que pasó, y a la noche fue a informarse al
mesón, donde le dijeron que mi heridor, así como se
recobró de la cólera y advirtió el desaguisado
que había hecho, temeroso de la justicia, ensilló su
caballo y tomó las de Villadiego con tal ligereza que, cuando
los alguaciles fueron a buscarlo, ya él estaba lejos de
México; que el pícaro del compañero que
apostó los albures se marchó también con el
dinero sin saberse a dónde, de suerte que no le tocó al
dicho Januario un real de su
diligencia
[108]
; que a pie y andando fue
éste en su busca hasta Chilapa, donde le dijeron que se
había ido; que hizo su viaje en vano; que se juntó
con otros hábiles y se fue de
misión
[109]
a Tixtla pensando hacer
algo porque había fiesta, pero que el subdelegado era
opuestísimo a los juegos, y no pudo hacer nada; que de limosna
se mantuvo y se volvió a México; que dos días
antes había llegado, y luego que se informó que
todavía estaba yo en el hospital me vino a ver; que estaba
pereciendo y, últimamente, que deseaba que yo saliera para que
entre los dos viéramos lo que hacíamos.

Toda esta larga relación me hizo Januario, y no en
compendio. Yo le conté el pormenor de mis desgracias, y
él me contestó: hermano, ¡qué se ha de hacer!, el
que está dispuesto a las maduras, ha de estarlo también
a las duras. Así como estuviste conforme y gustoso con los
pesos que ganaste, así lo debes estar con los palos que has
llevado. Eso tiene nuestra carrera, que tan pronto logramos buenas
aventuras, como tenemos que sufrir otras malas. Lo mismo dijera si
hubiera sucedido conmigo; pero no te desconsueles, acaba de sanar que
no siempre ha de estar la mar en calma.

Si salieres cuando yo no lo sepa, búscame en
el
arrastraderito
de aquella noche, porque no tengo otra casa
por ahora; pero ni tú tampoco. Ya sabes que somos amigos
viejos. Con esto se despidió Januario dejándome en el
hospital, en donde me dieron de alta a los tres días, como a
los soldados.

Salí sano, según el médico; pero según
lo que rengueaba, todavía necesitaba más agua de
calahuala, y más parchazos; mas ¿qué había
de hacer? El facultativo decía que ya estaba bueno, y era
menester creerlo, a pesar de que mi naturaleza decía que
no.

Salí por fin todo entelerido y entrapajado; pero ¿a
dónde salí? A la calle, porque casa no la
conocía; y salí peor de lo que entré, porque mis
trapillos estaban malos a la entrada, pero salieron desahuciados. No
sé en qué estuvo.

Pobre y trapiento, solo, enfermo y con harta hambre me anduve
asoleando todo el día en pos de mi protector Januario, a cuyas
migajas estaba atenido; sin embargo de que lo consideraba punto menos
miserable que yo.

Mis diligencias fueron vanas, y era la una del día y yo no
tenía en el estómago sino el poquito de atole que
bebí en el hospital por la mañana, por señas de
que al tomarlo me acordé de aquel versito que dice:

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