Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Éste es el postrer atole
que en tu casa he de beber.
Ello es que ya no veía de hambre, pues así por la
pérdida de sangre que había sufrido, como por el mal
pasaje del hospital, estaba debilísimo.
No hubo remedio; a las tres de la tarde me quité la chupa en
un zaguán y la fui a empeñar. ¡Qué trabajo me
costó que me fiaran sobre ella cuatro reales! Pues no pasaron
de ahí, porque decían que ya no valía nada; pero
por fin los prestaron, me habilité de cigarros, y me fui a
comer a un bodegón.
Algo se contentó mi corazón luego que se satisfizo mi
estómago. Anduve toda la tarde en la misma diligencia que por
la mañana, y saqué de mis pasos el mismo fruto, que fue
no hallar a mi compañero; pero, después que
anocheció y dieron las ocho, me entró mucho miedo
pensando que si me quedaba en la calle estaba tan de vuelta que
podría ser que me encontrara una ronda o una patrulla y fuera a
amanecer a la cárcel.
Por estos temores me resolví a irme
al
arrastraderito
, que se me hacía tan duro como el
hospital mismo; pero la necesidad atropella por todo.
Llegué a la maldita zahúrda con real y medio (pues
antes me cené medio de frijoles en el camino). Entré sin
que nadie me reconviniera, y vi que estaba la mesita del juego como
cuadro de ánimas, pero de condenados.
Como catorce o diez y seis gentes había allí, y entre
todo no se veía una cara blanca, ni uno medio vestido. Todos
eran lobos y mulatos encuerados, que jugaban sus medios con una
barajita que sólo ellos la conocían según estaba
de mugrienta.
Allí se pelaban unos a otros sus pocos trapos, ya
empeñándolos, y ya jugándolos al remate,
quedándose algunos como sus madres los parieron, sin más
que un
maxtle
, como le llaman, que es un trapo con que cubren
sus vergüenzas, y habiendo pícaro de éstos que se
enredaba con una frazada en compañía de otro a quien la
llamaba su
valedor
.
Abundaban en aquel infierno abreviado los juramentos, obscenidades
y blasfemias. El juego, la concurrencia, la estrechez del lugar y el
chinguirito tenían aquello ardiendo en calor, apestando a
sudor, y hecho… ya lo comparé bien, un infierno.
Luego que vieron que me arrimé a la mesa a ver jugar,
pensando que tenía dinero, me proporcionaron por asiento la
esquina de un banco que tenía una estaca salida y se me
encajaba por mala parte, dejándome hecho monito de vidrio.
Sin embargo de mi incomodidad, no me levanté, considerando
que entre aquella gente era demasiada cortesía. Saqué
mediecillo y comencé a jugar como todos.
No tardé mucho en perderlo, y seguí con otro que
corrió la misma suerte en menos minutos; y no quise jugar el
tercero por reservarlo para pagar la posada.
Ya me iba a levantar, cuando el coime me conoció y me dijo:
usted, ¿a quién venía a buscar? Yo le dije que a
don Januario Carpeña (que así se apellidaba mi
compañero). Rieron todos alegremente luego que respondí,
y, viendo que yo me había ciscado con su risa, me dijo el
coime: ¿acaso usted buscará a Juan Largo el entregador, aquel
con quien vino la otra noche? No lo pude negar, dije que al mismo, y
me contestó: amigo, pues ése no es don ni doña,
cuando más, y mucho, será don Petate y don Encuerado
como nosotros…
A este tiempo fue entrando el susodicho, y luego que lo vieron
comenzaron todos a darle broma, diciéndole: ¡Oh, don Januario!
¡Oh, señor don Juan Largo! Pase su merced. ¿Dónde ha
estado? Y otras sandeces, que todas se reducían a mofarlo por
su tratamiento que yo le había dado.
Él no me había visto y, como lo ignoraba todo, estaba
como tonto en vísperas, hasta que uno de los encuerados, para
sacarlo de la duda, le dijo: aquí ha venido preguntando por el
caballero don Januario Garrapiña o Garrapeña el
señor, y diciendo esto me señaló.
No bien me vio Januario, cuando exaltado de gusto no tuvo su
amistad expresiones más finas con que saludarme que echarse a
mis brazos y decirme:
¿es posible, Periquillo Sarniento, que nos
volvemos a ver juntos?
En cuanto aquellos hermanos oyeron mi
sobrenombre, renovaron los caquinos, y comenzaron a indagar su
etimología, cuya explicación no les negó
Januario.
Aquí fue el mofarme y el
periquearme
todos a cual
más, como que al fin eran gente soez y grosera; yo, por
más que me incomodé con la burla, no pude menos sino
disimular, y hacerme a las armas, como dicen vulgarmente; porque si
hubiera querido ser tratado de aquella canalla según
merecían mis principios, les hubiera dado mayor motivo de
burlarme. Éstos son los chascos a que se expone el hombre
flojo, perdido y sinvergüenza.
Cuando me vieron tan jovial y que lejos de amohinarme les llevaba
el barreno, se hicieron todos mis amigos y camaradas,
marcándome por suyo, pues según decían era yo un
muchacho corriente, y con esta confianza nos comenzamos todos
a
tutear
alegremente. Costumbre ordinaria de personas
malcriadas, que comienza en son de cariño y las más
veces acaba con desprecios, aun entre sujetos
decentes
[110]
.
Cátenme ustedes ya cofrade de semejante comunidad, miembro
de una academia de pillos, y socio de un complot de borrachos, tahures
y
cuchareros
. ¡Vamos, que en aquella noche quedé yo
aventajadísimo, y acabé de honrar la memoria de mi buen
padre!
¿Qué hubiera dicho mi madre si hubiera visto metido en
aquella indecentísima chusma al descendiente de los Ponces,
Tagles, Pintos, Velascos, Zumalacárreguis y Bundiburis? Se
hubiera muerto mil veces, y otras tantas habría resuelto
ponerme al peor oficio antes que dejarme vagamundo; pero las madres no
creen lo que sucede, y aun les parece que estos ejemplos se quedan en
meros cuentos, y que aun cuando sean ciertos no hablan con sus
hijos. En fin, nos acostamos como pudimos los que nos quedamos
allí, y yo pasé la noche como Dios quiso.
Seis u ocho días estuve entre aquella familia, y en ellos me
dejó Januario sin capote, pues un día me lo pidió
prestado para hacer no sé qué diligencia, se lo
llevó y me dejó su sarape. A las cuatro de la tarde vino
sin él, quedándome yo muerto de susto cuando me
contó mil mentiras, y remató con que el capote estaba
empeñado en cinco pesos. ¡En cinco pesos, hombre de
Dios!, dije yo. ¿Cómo puede ser eso, si está tan
roto y remendado que no vale veinte reales? ¡Oh, qué
tonto eres!, me contestó, si vieras los lances que hice con los
cinco pesos, te hubieras azorado; ya sabes que soy trepador. Me
llegué a ver como con… yo te diré. Quince y siete son
veinte y dos, y… ¿nueve?, treinta y uno… ¿y doce?,
en fin, como con cincuenta pesos, por ahí. ¿Y
qué es de ellos?, pregunté. ¿Qué ha de
ser?, dijo Januario, que estaba yo jugando
la
contrajudía
cerrada, le puse todo el dinero a un
tres contra una sota, y… Acaba de reventar, le dije, vino la sota y
se llevó el diablo el dinero, ¿no es eso? Sí,
hermano, eso es; ¡pero si vieras que tres tan
chulo!
Chiquito, contrajudío, nones, lugar de
afuera
…
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vamos, si todas las llevaba el maldito
tres. Maldito seas tú, y el tres, y el cuatro, y el cinco y el
seis, y toda la baraja, que ya me dejaste sin capote. ¡Voto a
los diablos!, ser la única alhaja que yo tenía, mi
colchón, mi cama, y todo, ¿y dejarme tú ahora
hecho un
pilhuanejo
? No te apures, me dijo Januario, yo tengo
un proyecto muy bien pensado que nos ha de dar a los dos mucho dinero,
y puede sea esta noche; pero has de guardar el secreto. Por ahora
ahí tenemos el
sarape
que bien puede servirnos a
ambos.
Yo le pregunté ¿qué cosa era? Y él,
llevándome a un rincón del cuartito, me dijo: mira, es
menester que cuando uno está como nosotros se arroje y se
determine a todo; porque peor es morirse de hambre. Sábete,
pues, que cerca de aquí vive una viuda rica, sin otra
compañía que una criada no de malos bigotes, a la que yo
le he echado mis polvos, aunque nada he logrado. Esta viuda ha de ser
la que esta noche nos socorra, aunque no quiera. ¿Y cómo?, le
pregunté. A lo que Januario me dijo: aquí en la pandilla
hay un compañero que le dicen
Culás el
Pípilo
, que es un mulatillo muy vivo, de bastante
espíritu y grande amigo mío. Éste me ha
proporcionado el que esta misma noche entre diez y once vayamos a la
casa, sorprendamos a las dos mujeres, y nos habilitemos de reales y de
alhajas, que de uno y otro tiene mucho la viuda.
Todo está listo, ya estamos convenidos, y tenemos una
ganzúa que hace a la puerta perfectamente. Sólo nos
falta un compañero que se quede en el zaguán mientras
que nosotros avanzamos. Ninguno mejor que tú para el
efecto. Con que aliéntate, que por una chispa de capote que te
perdí, te voy a facilitar una porción considerable de
dinero.
Asombrado me quedé yo con la determinación de
Januario, no pudiendo persuadirme que fuera capaz de prostituirse
hasta el extremo de declararse ladrón; y así, lejos de
determinarme a acompañarlo, le procuré disuadir de su
intento, ponderándole lo injusto del hecho, los peligros a
que se exponía, y el vergonzoso paradero que le esperaba si por
una desgracia lo pillaban.
Me oyó Januario con mucha atención, y cuando hice
punto me dijo: no pensaba que eras tan hipócrita ni tan necio
que te atrevieras a fingir virtud, y a darle consejos a tu
maestro. Mira, mulo, ya yo sé que es injusto el robo, y que
tiene riesgos el oficio; pero dime, ¿qué cosa no los tiene? Si
un hombre gira por el comercio, puede perderse; si por la labor del
campo, un mal temporal puede desgraciar la más sazonada
cosecha; si estudia, puede ser un tonto, o no tener créditos;
si aprende un oficio mecánico, puede echar a perder las obras;
pueden hacerle drogas, o salir un
chambón
; si gira por
oficinista, puede no hallar protección, y no lograr un ascenso
en toda su vida; si emprende ser militar, pueden matarlo en la primera
campaña, y así todos.
Conque si todos tuvieran miedo de lo que puede suceder, nadie
tendría un peso, porque nadie se arriesgara a buscarlo. Si me
dices que solicitarlo de los modos que he pintado es justo, tanto como
es inicuo el que yo te propongo; te diré que robar no es otra
cosa que quitarle a otro lo suyo sin su voluntad; y según esta
verdad el mundo está lleno de ladrones. Lo que tiene es que
unos roban con apariencias de justicia, y otros sin ellas. Unos
pública, otros privadamente. Unos a la sombra de las leyes, y
otros declarándose contra ellas. Unos exponiéndose a los
balazos y a los verdugos, y otros paseando y muy seguros en sus
casas. En fin, hermano, unos roban a lo divino y otros a lo humano;
pero todos
[112]
roban. Conque
así esto no será motivo poderoso que me aparte de
la intención que tengo hecha; porque
mal de muchos,
etc
.
¿Qué más tiene robar con plumas, con varas de medir,
con romanas, con recetas, con aceites, con papeles, etc., etc., que
robar con ganzúas, cordeles y llaves maestras? Robar por robar,
todo sale allá, y ladrón por ladrón, lo mismo es
el que roba en coche que el que roba a pie; y tan dañoso a la
sociedad, o más, es el asaltador en las ciudades que el
salteador de caminos.
No me arrugues las cejas ni comiences a escandalizarte con tus
mocherías. Esto que te digo, no es sólo porque quiero
ser ladrón; otros lo han dicho primero que yo, y no sólo
lo han dicho, sino que lo han impreso, y hombres de virtud y de
sabiduría tales como el padre jesuita Pedro Murillo Velarde, en
su catecismo. Oye lo que se lee en el libro II, capítulo XII,
folio 177.
«Son innumerables los modos, géneros, especies y
maneras que hay de hurtar
(dice este padre)
. Hurta el chico,
hurta el grande, hurta el oficial, el soldado, el mercader, el sastre,
el escribano, el juez, el abogado; y aunque no todos hurtan, todo
género de gente hurta. Y el verbo
rapio
se conjuga por
todos modos y tiempos
[113]
. Húrtase por activa y por
pasiva, por circunloquio y por participio de futuro en
rus
». Hasta aquí dicho autor.
¿Qué te parece, pues? Y donde hay tanto ladrón,
¿qué bulto haré yo? Ninguno ciertamente, porque un
garbanzo más no revienta una olla. ¿Tú sabes los que se
escandalizan de los ladrones y de sus robos? Los de su oficio,
tonto. Ésos son sus peores enemigos; por eso dice el
refrán que
siente un gato que otro arañe
.
No me acuerdo si en un libro viejo titulado
Deleite de la
discreción
, o en otro llamado
Floresta
española
, pero seguramente en uno de los dos, he
leído aquel cuento gracioso de un loco muy agudo que
había en Sevilla, llamado Juan García, el cual viendo
cierta ocasión que llevaban un ladrón al suplicio,
comenzó a reír a carcajada tendida, y preguntado que
¿de qué se reía en un espectáculo tan
funesto?, respondió:
me río de ver que los ladrones
grandes llevan a horcar al chico
. Aplique usted, señor
Perico.
Todo lo que saco por conclusión, le respondí, es que
cuando un hombre está resuelto, como tú, a cualquiera
cosa, por mala que sea, interpreta a su favor los mismos argumentos
que son en contra. Todo eso que dices tiene bastante de verdad. Que
hay muchos ladrones, ¿quién lo ha de negar si lo vemos? Que el
hurto se palía con diferentes nombres, es evidente, y que las
más veces se roba con apariencias de justicia, es más
claro que la luz; pero todo esto no prueba que sea lícito el
hurtar. ¿Acaso porque en las guerras justas o injustas se matan los
hombres a millares se probará jamás que es lícito
el homicidio? La repetición de actos engendra costumbre, pero
no la justifica, si ella no es buena de por sí.
Tampoco prueba nada lo que dice el padre Murillo, porque lo dijo
satirizando y no aplaudiendo el robo. Pero por no deberte nada, te he
de pagar tu cuentecito con otro que también he leído en
un libro de jesuita, y tiene la recomendación de probar lo que
tú dices, y lo que yo digo, esto es, que muchos roban, pero no
por eso es lícito el robar. Atiéndeme.