Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Apuntaron todo esto en un libro y me despacharon. Luego que
bajé me cobró el presidente dos y medio, y no sé
cuánto de
patente
. Yo, que ignoraba aquel idioma, le
dije que no quería asentarme en ninguna cofradía en
aquella casa, y así, que no necesitaba de patente. El
cómitre maldito, que pensó que me burlaba de él,
me dio un bofetón que me hizo escupir sangre,
diciéndome: so tal (y me lo encajó), nadie se mofa de
mí, ni los hombres,
contimás
un mocoso. La
patente se le pide, y si no quieres pagarla, harás la limpieza,
so cucharero. Diciendo esto se fue, y me dejó, pero me
dejó en un mar de aflicciones.
Había en aquel patio un millón de presos. Unos
blancos, otros prietos; unos medio vestidos, otros decentes; unos
empelotados, otros enredados en sus pichas; pero todos pálidos,
y pintada su tristeza y su desesperación en los macilentos
colores de sus caras.
Sin embargo, parece que nada se les daba de aquella vida, porque
unos jugaban albures, otros saltaban con los grillos, otros cantaban,
otros tejían medias y puntas, otros platicaban, y cada cual
procuraba divertirse; menos unos cuantos más fisgones que se
rodearon de mí a indagar cuál era el motivo de mi
prisión.
Yo les contesté ingenuamente, y así que me oyeron se
separaron riendo, y en un momento ya me conocían entre todos
por
cuchara
.
Nadie me consolaba, y todo el interés que manifestaron por
saber la causa de mi arresto fue una simple curiosidad. Pero, para que
se vea que en el peor lugar del mundo hay hombres buenos, atended.
Entre los que escucharon el examen que me hacían los presos
fisgones estaba un hombre como de cuarenta años, blanco y no de
mala presencia, vestido con sola su camisa, unos calzones de pana
azul, una manga morada, botas de campo, o campaneras, como
llamamos, zapatos abotinados y sombrero blanco tendido. Éste,
luego que me dejaron solo, se acercó a mí, y con una
afabilidad nueva para mí en aquellos lugares me dijo: amiguito,
¿gusta usted de un cigarro? Y me lo dio sentándose junto a
mí. Yo lo tomé agradeciéndole su comedimiento, y
él me instó para que fuera a su calabozo a almorzar de
lo que tenía. Torné a manifestarle mi gratitud y me fui
con él.
Luego que llegamos a su departamento, descolgó
un
tompeate
que tenía en la pared, sacó un
trusco
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de queso y una torta de pan, y lo puso
en mis manos diciéndome: la posada no puede ser peor, ni hay
cosa mejor que ofrecerle a usted; pero ¿qué hemos de
hacer? Comamos esto poco que Dios nos da, estimando usted mi afecto, y
no el agasajo, porque éste es bastante corto y grosero.
Yo me admiraba de escuchar unos comedimientos semejantes a un
hombre, al parecer, tan ordinario, y entre asombrado y enternecido le
dije: le doy a usted infinitas gracias, señor, no tanto por el
agasajo que me hace, cuanto por el interés que manifiesta en mi
desgraciada suerte. A la verdad que estoy atónito, y no acabo
de persuadirme cómo puede hallarse un hombre de bien, como
usted debe ser, en estos horrorosos lugares, depósitos de la
iniquidad y de la malicia.
El buen amigo me contestó: es cierto que las cárceles
son destinadas para asegurar en ella a los pícaros y
delincuentes; pero algunas veces otros más pícaros y
más poderosos se valen de ellas para oprimir a los inocentes,
imputándoles delitos que no han cometido, y regularmente lo
consiguen a costa de sus cábalas y artificios, engañando
la integridad de los jueces más vigilantes; pero según
el dictamen de usted sin duda yo me he engañado en el
mío.
¿Pues cuál es el de usted?, le dije. El mío, me
contestó, es el que acabo de decir, esto es: que aunque el
instituto de las cárceles sea asegurar delincuentes, la malicia
de los hombres sabe torcer este fin, y hacer que sirvan para privar de
su libertad a los hombres de bien en muchos casos, de lo que tenemos
abundancia de ejemplares que nos eximen de más pruebas.
Conforme a este mi parecer y no sé por qué particular
simpatía me compadeció usted luego que vi el mal
tratamiento que le hizo el presidente, y formé idea de que era
usted un hombre de bien, y que tal vez lo había sepultado en
estas mazmorras algún enemigo poderoso como a mí; mas ya
usted me ha hecho variar de pensamiento, pues cree que en las
cárceles no puede haber sino reos criminales, y así me
persuado ahora que usted, como joven sin experiencia, habrá
delinquido más por miseria humana que por malicia; pero cuando
así sea, hijo mío, no crea usted que me escandalizo, ni
menos que lo dejo de amar y de compadecer; porque en el hombre se debe
aborrecer el vicio, pero nunca la persona. Por tanto, pídale
usted licencia al presidente para venirse a este calabozo, y si le
tiene miedo, yo se la pediré y pondrá usted su cama,
cuando se la traigan, junto a la mía, así para servirse
de mí en lo poco que sea útil, como para que se libre de
las mofas de los demás presos que, como gente muy vulgar, sin
principios ni educación alguna, se entretienen siempre
burlándose con los pobres nuevos que vienen a ser inquilinos de
estas cuadras.
Yo le retorné mis agradecimientos, añadiendo: no
puedo menos que considerar en usted un hombre muy sensible y muy de
bien, o más propiamente un genio bienhechor que se digna
dedicarse a ser mi ángel tutelar en el desamparo en que me
hallo, y me he avergonzado de haberme explicado con tanta necedad que
pude persuadir a usted que creía que cuantos están en
las cárceles son pícaros, pues ciertamente cuando usted
no fuera una de las excepciones de esta regla, yo mismo soy una
prueba contraria al mal juicio que había formado de las
cárceles…
Según eso, interrumpió el amigo, ¿usted no ha venido
aquí por ningún delito? Ya se ve que no, dije, y en
seguida le conté punto por punto mi vida y milagros hasta la
época infeliz de mi prisión.
El compañero me atendió con mucha cortesía, y
luego que hube concluido me dijo: amigo, la sencillez con que usted me
ha referido sus aventuras me confirma en el primer concepto que hice
luego que lo vi, esto es, que usted era un mozo bien nacido, y que
había venido por una desgracia imprevista; aunque es constante
que no padece sin delito. No robó ni cooperó al robo;
pero, ¡ay amigo!, tiene usted sobre sí las lágrimas que
arrancó a su madre, y tal vez la muerte que probablemente le
anticipó con sus extravíos, y los delitos que se cometen
contra los padres claman al cielo por la venganza. Por ahora no hay
más que conocer esta verdad, arrepentirse y confiar en la
divina Providencia, que, aun cuando castiga, siempre dirige sus
decretos a nuestro bien.
Por lo que toca a mí, ya le dije, cuente con un amigo y con
mis infelices arbitrios, que los emplearé gustosísimo en
servirlo.
Por tercera vez le di las gracias conociendo que su oferta no era
de boca, como las que se usan comúnmente; y picándome la
curiosidad de saber quién sería aquel hombre amable, no
pude contenerme, sino que con pocos circunloquios le supliqué
me hiciera el favor de imponerme de sus infortunios. A lo que
él me contestó con mucho agrado diciéndome: don
Pedro, cuando no fuera por corresponder a la confianza que usted ha
usado conmigo contándome sus tragedias, haría de buena
gana lo que me suplica, porque es sabido y cierto que las penas
comunicadas cuando no sanan se alivian. En esta inteligencia ha
de saber usted que yo me llamo Antonio Sánchez; mis padres
fueron de buena cuna y arreglada conducta, y ambos tuvieron un florido
capital, del que yo habría disfrutado si la Providencia no me
hubiera destinado a padecer desde que vi la luz primera; bien que no
me quejo de mi suerte cuando recuerdo mis desgracias, pues
sería un blasfemo si hablara con resentimiento de un Dios que
me ama infinitamente más que yo mismo, y quien infaliblemente
todo lo dispone para mi beneficio; pero sólo en tono de la
relación de mi vida digo que desde que nací fui
desgraciado, porque mi madre murió en el momento que
salí de sus entrañas, y ya se sabe que esta orfandad
desde el nacimiento acarrea una larga serie de fatalidades a los que
hemos tenido esta desventura.
Mi buen padre no perdonó fatiga, gasto ni cuidado para
suplir esta falta; y así entre nodrizas, ayas y criadas
pasé mi puerilidad con aquella alegría propia de la
edad, sin dejar de aprender aquellos principios de religión,
urbanidad y primeras letras, en que no se descuidó de
instruirme mi amante padre, con aquel esmero y cariño con que
se tratan por los buenos padres los primeros y únicos
hijos.
Quince años contaba yo cuando el mío me puso en el
colegio, donde permanecí tres muy contento y lleno de inocentes
satisfacciones, que se me acabaron con el fallecimiento de su merced,
quedando bajo la tutela del albacea, cuyo nombre dejo en silencio por
no descubrir enteramente al autor de mis desgracias. Ya usted
conocerá por esta expresión que mi albacea en poco
tiempo concluyó con mis bienes, dejándome en las garras
de la indigencia, y cuando ya no tuvo qué hacer, se fugó
de Orizaba, de donde soy natural, sin dejarme siquiera recomendado a
su corresponsal que tenía en México.
Éste, luego que supo su ausencia y el funesto motivo que la
había ocasionado, fue al colegio, borró colegiatura, me
llevó a su casa, me impuso de mi triste situación,
concluyendo con decirme que él era un pobre cargado de
familia que se compadecía de mi desgracia, pero que no
podía hacerse cargo de mí, y así que solicitara
la protección de mis parientes, y viera lo que
hacía.
Considere usted qué tal me quedaría con semejante
noticia. Tenía entonces diez y ocho años y ninguna
experiencia; pero por especial favor de Dios ni había
contraído ningún vicio vergonzoso ni pensaba a lo
muchacho; y así le dije que dentro de ocho días
resolvería lo que había de hacer, y le
avisaría.
En el momento fui a ver a un estudiante pobre y hombre de bien, a
quien, después de contarle mis desgracias, le encargué
que me vendiese mi cama, libros, manto, turca, reloj y cuanto
consideré que podía valer algo.
En efecto, mi amigo hizo la diligencia con eficacia y prontitud, y
al segundo día me trajo ciento y pico de pesos. Le di su
gratificación, y cambié la mayor parte en oro, comprando
con el resto una manga y unas botas semiviejas.
Hecha esta diligencia, fui a los mesones a buscar un pasajero que
estuviera de viaje para mi tierra. Por fortuna no fue vana mi
solicitud; hallé un arriero que iba a llevar cigarros y traer
tabaco, y por diez pesos ajusté con él mi
marcha. Entonces avisé mi determinación al corresponsal
de mi albacea, quien me la aprobó, y despidiéndome de
él y de su familia me fui al mesón y a los dos
días partimos para Orizaba.
No me pareció este viaje como los anteriores que
había hecho por el mismo camino cuando iba a vacaciones,
especialmente en vida del señor mi padre; mas era otro tiempo y
era forzoso acomodarme a las circunstancias.
Llegué por fin a la expresada villa sin novedad y, recelando
algún despego en uno que otro pariente que tenía
acomodado, determiné ir a apearme en casa de unas tías
viejas que conocía me amaban, y no desdeñarían de
hospedarme.
No salió falso mi modo de pensar, porque luego que me vieron
las pobrecillas comenzaron a llorar, como que sabían
primero que yo mis infortunios, me abrazaron y me internaron a la
casita, asegurándome que la mirara como mía.
Les manifesté mi gratitud lo mejor que pude,
diciéndoles pensaba en acomodarme en alguna tienda, hacienda o
cosa semejante para comenzar a aprender a ganar el pan con el sudor de
mi frente, que era ya lo único a que podía aspirar.
Las benditas viejas se enternecían con estas cosas, y yo
redoblaba mis agradecimientos a sus sentimientos expresivos.
Seis días contaba yo de hospedaje en su casa, cuando una
tarde entró en ella un señor muy decente a quien yo no
conocía, y mis tías trataban con confianza, porque le
lavaban y cosían su ropa cuando transitaba por allí, y
valiéndose de su comunicación le dijeron: señor
don Francisco, ¿conoce usted a este niño?,
señalándome. El caballero dijo que no, y ellas
añadieron: es nuestro sobrino Antoñito, el hijo de su
amigo de usted nuestro difunto don Lorenzo Sánchez, que en paz
descanse.
¿Es posible, dijo el caballero, que este joven desgraciado es el
hijo de mi amigo? ¿Y qué hace aquí, en este traje tan
indecente? ¿No estaba en el colegio? Sí, señor,
respondieron mis tías, pero como su albacea echó por
ahí todo su patrimonio, se halla el pobrecillo reducido a
buscar en qué ganar la vida con su trabajo, y mientras se ha
venido con nosotras.
Ya tenía yo noticia de la fechoría de ese
bribón, dijo el caballero, pero no lo quería creer. ¿Y
qué, amiguito, nada le dejó a usted? Nada, señor,
le contesté, de suerte que para poder trasladarme a esta villa
tuve que vender manto, cama, libros y otras frioleras.
¡Válgame Dios! ¡Pobre joven!, prosiguió el don
Francisco. ¡Ah, pícaros, pícaros albaceas, que tan mal
desempeñáis los encargos de los testadores,
enriqueciéndoos con lo ajeno y dejando por puertas a los
miserables pupilos!
Amiguito, no se desanime usted, sea hombre de bien, que no
todos los que tienen que comer han heredado, así como las
horcas no suspenden a cuantos ladrones hay, que si así lo
hicieran no se pasearan riendo tantos albaceas ladrones que hay como
el de su padre de usted. ¿Sabe usted escribir razonablemente?
Señor, le dije, verá usted mi letra, y en seguida
escribí en un papel no sé qué.
Le gustó mucho mi letra, y me examinó en cuentas, y
viendo que sabía alguna cosa me propuso que si quería
irme con él a tierra adentro, donde tenía una hacienda y
tienda, que me daría quince pesos cada mes el primer
año, mientras me adiestraba, a más de plato y ropa
limpia.
Yo vi el cielo abierto con semejante destino, que entonces me
pareció inmejorable, como que no tenía ninguno, ni
esperanza de lograrlo; y así admití al instante,
dándole yo y mis tías muchas gracias.