Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
¡Qué lástima de hombres!, exclamé, y si son
casados ¡qué vida les darán a sus pobres mujeres, y
qué mal ejemplo a sus hijos! Considéralo, me dijo
Januario. A sus mujeres las traen desnudas, hambrientas y golpeadas, y
a los hijos en cueros, sin comer y malcriados.
En esto nos salimos de aquella pocilga, y fuimos a tomar
café. Lo restante del día, que lo pasamos en visitas y
andar calles hasta las doce, me anduve yo
cuzqueando
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y rascando. Tal era la
multitud de piojos que se me pegaron de la maldita
fruza
[98]
. Y no fue eso lo peor, sino que
tuve que sufrir algunas chanzonetas pesadas que me dijeron los amigos,
porque los animalitos me andaban por encima, y eran tan gordos y tan
blancos que se veían de a legua, y cada vez que alguno se
ponía donde lo vieran, decía uno: eso no, a mi amigo
Perico no, que aquí estoy yo. Otros decían: hombre, eso
tiene buscar novias de a medio. Otros: ¡qué buenas fuerzas
tienes, pues cargas un animal tan grande! Y así me chuleaban
todos a su gusto, sin quedarse por cortos con mi compañero que
también estaba nadando.
Por fin, dieron las doce, y me dijo éste, vámonos al
juego; porque yo no tengo blanca para comer, y no seas tonto, vete
aplicando. Donde tú puedas, afianza una apuesta y di que es
tuya, que yo juraré por cuantos santos hay que te la vi poner;
pero ya te he advertido que sea apuesta corta que no pase de dos o
tres reales; porque si vas a hacer una tontera, nos exponemos a un
codillo.
En efecto, entramos al juego, tomamos buenos lugares, se
calentó aquello, como dicen, y yo ya le echaba el ojo a una
apuesta, ya a otra, ya a otra; y no me determinaba a tomarme ninguna
de puro miedo. Quería extender la mano, y parece que me la
contenían, y me decían en secreto:
¿Qué vas a hacer? Deja eso ahí que no es tuyo…
La conciencia ciertamente nos avisa y nos
reprende secreta, pero eficazmente cuando tratamos de hacer el mal; lo que sucede es que no
queremos atender a sus gritos.
Januario no más me veía, y yo conocía que me
quería comer de cólera con los ojos. A lo menos si ha
tenido ponzoña en la vista, como cuentan los mentirosos que la
tiene el Basilisco, no me levanto vivo de la mesa; tal era su feroz
mirar. Hay gentes que parece que toman empeño en hacer que
otros salgan tan perversos como ellos, y este condenado era uno
de tantos.
Por último, yo más temeroso de su enojo que de Dios,
y más bien por contemporizar con su gusto que con el
mío, que es lo que sucede en el mundo diariamente,
resolví a armarme con una peseta al tiempo que la
pagaron. Cuando el pobre dueño del dinero iba a estirar la mano
para coger sus cuatro reales ya yo los tenía en la
mía. Allí fue lo de
ese dinero es mío; no
sino mío; yo digo verdad, y yo también
; con su poco
que mucho de
está muy bien; ahí lo veremos; donde
usted quiera
, y todas las bravatas corrientes en semejantes
lances, hasta que Januario, con un tono de hombre de bien, dijo al
perdidoso: amigo, usted no se caliente. Yo vi poner a usted su peseta;
pero la que el señor ha tomado (no lo quede a usted duda) es
suya, que yo se la acabo de prestar.
Con esto se serenó la riña, quedándose aquel
infeliz sin sus mediecillos, y yo habilitado con ellos.
Ya se me derretían en la mano sin acabar de ponerlos a un
albur; no porque me faltara valor para apostar cuatro reales, pues ya
sabéis que yo, aunque sin habilidad, sabía jugar y
había jugado cuanto tenia mi madre; sino porque temía
perderlos y quedarme sin comer. ¡Tal era el miedo que la hambre me
había infundido el día anterior!
Januario me lo conoció, y me hizo señas para que los
jugara con franqueza, pues ya él tenía segura la
mamuncia.
Con esta satisfacción los jugué en cinco albures a la
dobla, y cuando me vi con diez y seis pesos, creí tener un
mayorazgo; ya se ve, como aquel que en muchos días no
había tenido un real.
Mi compañero me hizo seña que los rehundiera, como lo
verifiqué, pensando que nos íbamos a comer; mas Januario
en nada menos pensaba, antes se quedó allí hecho un
postema, hasta que se acabó la partida grande, a cuyo instante
me pidió el dinero, sacó él cuatro pesos y
una de sus barajas, y se puso a tallar
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diciendo: tírenle a este
burlotito
.
Los tahures fuertes así que vieron el poco fondo, se fueron
yendo; pero los pobretes se apuntaron luego luego, que es lo que se
llama
entrar por la punta
.
El montecillo fue engrosando poco a poco, de modo que a las dos de
la tarde ya tenía aquella
zanganada
como setenta pesos.
A esa hora fueron entrando dos payitos muy decentes y bien rellenos
de pesos. Comenzaron a apuntarse de gordo: de a veinte y veinte y
cinco pesos, y comenzaron a perder del mismo modo. En cada albur que
yo los veía poner los chorizos de pesos se me bajaba la sangre
a los talones, creyendo que en dos albures que acertaran se
perdía todo nuestro trabajo, y nos salíamos sin blanca
soñando que habíamos tenido, lo que a mí se me
hacía intolerable, según el axioma de los tahures, de
que
más se siente lo que se cría que lo que se
pare
.
Pero aquellos hombres estaban, según entendí
entonces, erradísimos, porque el albur en que ponían
diez o doce pesos, lo ganaban; pero aquel en donde apostaban entre los
dos cuarenta o cincuenta, lo perdían así podían
jugarlo con mil precauciones.
De este modo se les arrancó a los dos casi a un tiempo; y
uno de ellos, al perder el último albur que iba interesado y
siendo de un caballo contra un as, vino el as; sacó los cuatro
caballos, y mientras estuvo rompiendo los demás naipes, se los
comió, como quien se come cuatro soletas, y hecha esta
importante diligencia, se salió con su compañero, ambos
encendidos como una grana, y sudando la gota tan gorda. ¡Tales eran
los vapores que habían recibido!
Januario con mucha socarra contó trescientos y pico de
pesos; le dio una gratificación al dueño de la
casa, y lo demás lo amarró en su pañuelo.
Ya se lo comían los otros tahures pidiéndole barato;
pero a nadie le dio medio, diciendo cuando a mí se me arranca,
ninguno me da nada, y así cuando gane, tampoco he de dar yo un
cuarto.
No me pareció bien esta dureza, porque aunque tan malo he
tenido un corazón sensible.
Nos salimos a la calle, y nos fuimos a la fonda que estaba cerca;
comimos a lo grande, y concluida la comida, me dijo mi protector:
¿Qué tal, señor Perico, le gusta a usted la carrera? ¿Si
no se hubiera determinado a armarse con aquella apuesta contara con
ciento y más pesos suyos? Vaya, toma tu plata y gástala
en lo que quieras, que es muy tuya y puedes disponer de ella a tu
gusto con la bendición de Dios
[100]
;
aunque pienso que lo que conviene es que apartemos cincuenta pesos por
ambos para puntero, y vayamos ahora mismo al Parian, o más bien
al Baratillo, a comprar una ropilla decente, con cuyo auxilio la
pasaremos mejor, nos darán mejor trato en todas partes, y se
nos facilitarán más bien las ocasiones de tener; porque
te aseguro, hermano, que aunque dicen que el hábito no hace al
monje, yo no sé qué tiene en el mundo esto de andar uno
decente, que en las calles, en los paseos, en las visitas, en los
juegos, en los bailes y hasta en los templos mismos se disfruta de
ciertas atenciones y respetos. De suerte que más vale ser un
pícaro bien vestido, que un hombre de bien
trapiento
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; y así vamos.
No lo dijo a sordo; me levanté al momento, cogí mi
dinero que era menos del que le tocó a Januario; pero yo
lo disimulé, satisfecho de que en asunto de intereses el mejor
amigo quiere llevar su ventajita.
Fuimos al Baratillo, compramos camisas, calzones, chalecos,
casacas, capas, sombreros, pañuelos, zapatos, y hasta unas
cascaritas de reloj o relojes cáscaras o maulas; pero que
parecían algo.
Ya habilitados, fuimos a tomar un cuarto en un mesón,
mientras hallábamos una vivienda proporcionada. En esto de
camas no había nada; y aunque se lo hice advertir a Januario,
éste me dijo: ten paciencia, que después habrá
para todo. Por ahora lo que importa es presentarnos bien en la calle,
y mas que comamos mal y durmamos en las tablas, eso nadie lo
ve. ¿Qué te parece que todos los guapos o currutacos que ves en
el público, tienen cama o comen bien? No hijo, muchos andan
como nosotros; todo se vuelve apariencia, y en lo interior pasan sus
miserias bien crueles. A éstos llaman
rotos
.
Yo me conformé con todo, contentísimo con mis
trapillos, y con que ya no volvía a pasar otra noche en
el
arrastraderito
condenado.
Llegamos al mesón, tomamos nuestro cuarto, y nos encajamos
en él locos de contentos. Aquella noche no quiso Januario que
fuéramos a jugar, porque según él decía,
se debía reposar la ganancia. Nos fuimos a la comedia, y cuando
volvimos, cenamos muy bien y nos acostamos en las tablas duras, que
algo se ablandaron con los capotes viejos y nuevos.
Dormí como un niño, que es la mejor
comparación, y a otro día hicimos llamar al barbero, y
después de aliñados nos vestimos y salimos muy
planchados a la calle.
Como nuestro principal objeto era que nos vieran los conocidos, la
primera visita fue a la casa del Br. Martín Pelayo; pero
¿cuál fue nuestra sorpresa, cuando creyendo encontrar al
Martín antiguo, encontramos un Martín nuevo, y en todo
diferente al que conocíamos? Pues aquél era un
joven tan perdulario como nosotros; y éste era un cleriguito ya
muy formal, virtuoso y asentado.
Luego que entramos a su cuarto, se levantó y nos hizo sentar
con mucha urbanidad; nos contó cómo era diácono,
y estaba para ordenarse de presbítero, en las próximas
témporas. Nosotros le dimos los parabienes; pero Januario
trató de mezclar sus acostumbradas chocarrerías y
facetadas, a las que Pelayo en un tono bien serio contestó:
¡Válgame Dios, señor Januario! ¿Siempre hemos de ser
muchachos? ¿No se ha de acabar algún día ese humor
pueril? Es menester diferenciar los tiempos; en unos agradan las
travesuras de niños, en otros la alegría de
jóvenes, y ya en el nuestro es menester que apunte la seriedad
y macicez de hombres, porque ya nos hacen gasto los barberos.
Yo no soy viejo, ni aunque lo fuera me opondría a un genio
festivo. Me gustan, en efecto, los hombres alegres y joviales, de
quienes se dice:
donde él está no hay
tristeza
. Sí, amigos, para mí no hay cosa
más fastidiosa que un genio regañón,
tétrico y melancólico; huyo de ellos como de unos
misántropos abominables; los juzgo soberbios, descontentos,
murmuradores, insaciables, y dignos de acompañar a los osos y a
los tigres.
Al contrario, ya dije, estoy en mis glorias con un hombre atento,
afable, instruido y alegre. La compañía de uno de ellos
me deleita, me engolosina, me amarra, y seré capaz de estarme
con él los días y las semanas; pues, pero ha de ser de
este estambre, porque en siendo un necio, hablador, arrogante y
faceto, ¿quién lo ha de sufrir?
Estos genios no son festivos, sino juglares; su carácter es
ruin y sus costumbres groseras. Cuando platican, golpean; cuando
quieren divertir, fastidian con sus frialdades; porque hombres sin
talento ni educación no pueden parir buenos, alegres ni
razonados conceptos; antes las chanzas de éstos ofenden las
honras y las personas, y sus agudezas punzan la fama o el
corazón del prójimo.
Esto digo, amigos, deseando que eviten ese genio chocarrero a todas
horas. Todo tiene su tiempo. Las matracas de Semana Santa
parecerán mal a los muchachos en la pascua de Navidad, y la
lama de noche buena no la pondrán en sus monumentitos.
Así me lo ha hecho creer la experiencia, y algunos desaires
que les he visto correr a muchos facetos.
A poco rato de decir esto el padre Pelayo, mudó de
conversación con disimulo; pero mi compañero, que lo
había entendido, y estaba como agua para chocolate, no
aguantó mucho. Se despidió a poco rato y nos fuimos.
En la calle me dijo: ¿Qué te parece de este mono? ¡Quien no
lo hubiera conocido! Ahora porque está ordenado de evangelio
quiere hacer del formal y arreglado; pero a otro perro con ese hueso,
que ya sabemos que todas esas son hipocresías.
Yo le corté la conversación, porque me repugnaba
murmurar algunas veces, y nos fuimos a otras visitas donde nos
recibieron mejor, y aun nos dieron de almorzar.
Así se pasó la mañana hasta que dieron las
doce, a cuya hora nos fuimos al mesón; sacamos veinte y cinco
pesos del puntero, y nos fuimos al juego.
En el camino dije a Januario: hombre, si van los payos, donde nos
acierten un albur, nos lleva Judas. No nos llevará, me dijo:
¡ojalá vayan! ¿Pues tú piensas que está en ellos
el errar o acertar? No, hijo, está en mis manos. Yo los
conozco y sé que juegan la apretada figura; y así les
amarro los albures de manera que, si ponen poco, dejo que venga la
figura; y si ponen harto, se las subo al lomo del naipe. Eso malo
tiene el jugar cartas de afición o una regla fija.
¿Pues qué, tiene reglas el juego?, le
pregunté, y me dijo: lo que los tahures llaman reglas no es
sino un accidente continuado (en barajando bien), porque que venga el
cuatro contra la sota, es un accidente; que venga después el
siete contra el rey, es otro accidente; que venga el cinco contra el
caballo, es otro; y así aunque se hagan diez o veinte
contrajudíos, no son más que diez o veinte accidentes, o
un accidente continuado. No hay mejor regla ni más segura que
los
zapotes
,
deslomadas
,
rastrillazos
, y
otras diligencias de las que yo hago, y aun éstas tienen su
excepción, que es cuando se la advierten a uno y le ganan con
su juego, por eso dice uno de nuestros refranes que
contra vigiata
no hay regla
. Lo demás
de
judía
,
contrajudía
,
pares y
nones
,
lugar
, y todas esas que llaman reglas, son
entusiasmos, preocupaciones y vulgaridades en que vemos que incurren
todos los días hombres, por otra parte, nada vulgares; pero
parece que en el juego nadie es dueño de su juicio.