Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Luego que encerró a los del primer patio, pasó al
segundo, y el feroz presidente, aún amostazado contra
mí, sin razón, me separó de la
compañía de don Antonio y me llevó al calabozo
más pequeño, sucio y lleno de gente. Entré el
último y, cerrando con los candados, quedamos allí como
moscas en cárcel de muchachos.
Por mi desgracia, entre tanto hijo de su madre como estaba
encerrado en aquel sótano, no había otro blanco
más que yo, pues todos eran indios, negros, lobos, mulatos y
castas, motivo suficiente para ser en la realidad, como fui, el blanco
de sus pesadas burlas.
Como a las seis de la tarde encendieron una velita, a cuya triste
luz se juntaron en rueda todos aquellos mis señores, y, sacando
uno de ellos sus asquerosos naipes, comenzaron a jugar lo que
tenían.
Me llamaron a acompañarlos, pero, como yo no tenía ni
un ochavo, me excusé confesando lisa y llanamente la debilidad
de mi bolsa; mas ellos no lo quisieron creer, antes se persuadieron a
que o era una ruindad mía, o vanidad.
Jugaron como hasta las nueve, hora en que ya apenas tenía la
vela cuatro dedos, y no había otra; y así determinaron
cenar y acostarse.
Se deshizo la rueda y comenzaron a calentar sus ollitas de
alverjones en un pequeño brasero que ardía con cisco de
carbón.
Yo esperaba algún piadoso que me convidara a cenar,
así como me convidó don Antonio a comer; pero fue vana
mi esperanza, porque aquellos pobres todos parecían de buen
diente y mal comidos, según que se engullían sus
alverjones casi fríos.
Durante el juego yo me había estado en un rincón,
envuelto en mi sarape y rezando el rosario con una devoción que
tiempo había que no lo rezaba. Ya se ve, ¿qué navegante
no hace votos al tiempo de la borrasca?
Las maldiciones, juramentos y palabrotas indecentes que aquella
familia mezclaba con las disputas de juego eran innumerables y
horrorosas, y tanto que, aunque para mis oídos no eran nuevas,
no dejaban de escandalizarme demasiado. Yo estaba prostituido, pero
sentía una genial repugnancia y hastío en estas
cosas. No sé qué tiene la buena educación en la
niñez que, en la más desbocada carrera de los vicios,
suele servir de un freno poderoso que nos contiene, y ¡desdichado de
aquel que en todas ocasiones se acostumbra a prescindir de sus
principios!
Así que cenaron, cada uno fue haciendo su cama como pudo,
y yo, que no tenía petate ni cosa que lo valiera, viendo
la irremediable, doblé mi sarape haciendo de él
colchón y cubierta, y de mi sombrero almohada.
Habiéndose acostado mis
concubicularios, comenzaron a burlarse de mí con espacio
diciéndome: ¿Conque, amigo, también usted ha
caído en esta ratonera por
cucharero
? ¡Buena
cosa! ¡Conque también los señores españoles
son ladrones? Y luego dicen que eso de robar se queda para la gente
ruin.
No te canses, Chepe, decía otro, para eso todos son unos,
los blancos y los prietos; cada uno mete la uña muy bien cuando
puede. Lo que tiene es que yo y tú robaremos un rebozo, un
capote, o alguna cosa ansí; pero éstos, cuando roban,
roban de a gordo.
Y como que es ansina, decía otro; yo apuesto a que mi
camarada lo menos que se jurtó jueron doscientos o quinientos;
y ¿a que compone, eh?, ¿a que compone?
Así, y a cuál peor, se fueron produciendo todos
contra mí, que al principio procuraba disculparme; mas, mirando
que ellos se burlaban más de mis disculpas, hube de callar, y,
encogiéndome en mi sarape al tiempo que se acabó la
velita, hice que me dormí, con cuya diligencia se sosegó
por un buen rato el habladero, de suerte que yo pensé que se
habían dormido.
Pero, cuando estaba en lo mejor de mi engaño, he aquí
que comienzan a disparar sobre mí unos jarritos con orines,
pero tantos, tan llenos y con tan buen tino, que en menos que lo
cuento ya estaba yo hecho una sopa de meados, descalabrado y dado a
Judas.
Entonces sí perdí la paciencia y comencé a
hartarlos a desvergüenzas; mas ellos, en vez de contenerse ni
enojarse, empezaron de nuevo su diversión hartándome a
cuartazos con no sé qué, porque yo que sentí los
azotes, no vi a otro día las disciplinas.
Finalmente, hartos de reírse y maltratarme, se acostaron, y
yo me quedé en cuclillas junto a la puerta, desnudo y sin
poderme acostar, porque mi sarape estaba empapado, y mi camisa
también.
¡Válgame Dios!, y qué acongojado no sentí mi
espíritu aquella noche al advertirme en una cárcel,
enjuiciado por ladrón, pobre, sin ningún valimiento,
entre aquella canalla, y sin esperanza de descansar siquiera con
dormir, por las razones que he referido; mas al fin, como el
sueño es valiente, hubo de rendirme, y poco a poco me
quedé dormido, aunque con sobresalto, junto a la puerta, y
apenas había comenzado a dormir, cuando saltó una rata
sobre mí, pero tan grande que en su peso a mí se me
representó gato de tienda; ello es que fue bastante para
despertarme, llenarme de temor y quitarme el sueño, pues
aún creía que los diablos y los muertos no tenían
más que hacer de noche que andar espantando a los dormidos. Lo
cierto del caso fue que ya no pude dormir en toda la noche, acosado
del miedo, de la calor, de las chinches que me cercaban en
ejércitos, de los desaforados ronquidos de aquellos
pícaros y de los malditos efluvios que exhalaban sus groseros
cuerpos, juntos con otras cosas que no son para tomadas en boca, pues
aquel sótano era sala, recámara, asistencia, cocina,
comunes, comedor y todo junto. ¡Cuántas veces no me
acordé de las ingratas noches que pasé en
el
arrastraderito
de Januario!
Al fin quiso Dios echar su luz al mundo, y yo, que fui el primero
que la vi, comencé a reconocer mis bienes, que estaban
todavía medio mojados por más que los había
exprimido; ya se ve, tal fue el aguacero de orines que sufrieron; pero
por último me vestí la camisa y calzoncillos, y trabajo
me costó para ponerme los calzones, porque mis amados
compañeros, creyendo que los botones eran de plata, no se
descuidaron en quitárselos.
A las seis de la mañana vinieron a abrir la puerta, y yo fui
el primero que muerto de hambre y desvelado me salí para
fuera, tanto por quejarme con mi amigo don Antonio, cuanto por esperar
al sol que secara mis trapos.
En efecto, el buen don Antonio se condolió de mi mala
suerte, y me consoló lo mejor que pudo, prometiéndome
que no volvería a pasar otra noche semejante entre aquellos
pícaros, pues él le suplicaría al presidente que
me dejara en su calabozo.
¡Ay, amigo!, le dije, que me parece que se avergonzará usted
en vano, porque ese cómitre es muy duro, e incapaz de
suavizarse con ningunos ruegos del mundo.
No se aflija usted, me contestó, porque yo sé la
lengua con que se le habla a esta gente, que es con el dinero; y
así, con cuatro o seis reales que le demos, verá usted
como todo se consigue.
Aún no acababa yo de darle las gracias a mi amigo, cuando me
gritaron, y yo, pensando que era para otra declaración,
salí corriendo, y vi que no era la llamada sino para ayudar a
la limpieza del calabozo en donde me hicieron tantos daños la
noche anterior; ésta se reducía a sacar el barril de las
inmundicias, vaciarlo en los comunes y limpiarlo.
No sé cómo no volqué las tripas en tal
operación. Allí no me valieron ruegos ni promesas,
porque el maldito vejancón que lo mandaba, viendo mi
resistencia, ya comenzaba a desatarse el látigo que
tenía en la cintura; y así yo, por excusarme mayor
pesadumbre, quise que no quise, desempeñé aquel
asqueroso oficio, concluido el cual me fui otra vez al calabozo de mi
buen amigo, que era mi paño de lágrimas.
Luego que lo vi me salieron éstas a los ojos, y le
volví a referir mi nuevo castigo. Él no se hartaba de
consolarme y procurarme mi alivio de cuantas maneras podía.
Lo primero que hizo fue hacerme acostar en su pobre cama, me dio un
pocillo de chocolate, cigarros, y después salió a buscar
al feroz presidente, de quien consiguió cuanto quiso, pagando
por mí los injustos derechos que estos bribones llaman
patente
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, y
dándole no sé qué otra gratificación, con
lo que, gracias a Dios, me dejaron en paz.
Yo no tenía palabras con que significar mi gratitud a don
Antonio después que entendí (porque me lo dijo otro
preso) todo lo que había hecho por mí, pues él
apenas me aseguró que no me mortificarían
más. Éste es el verdadero carácter de un buen
amigo, y de un caritativo, no jactarse del beneficio que hace, hacerlo
sin mérito, y tratar aun de que no lo sepa el agraciado para
que no le cueste el trabajo de agradecerlo. Pero ¡qué pocos
amigos hay de éstos!, y ¡qué pocas caridades se hacen
con tanta perfección! Ordinariamente las más caridades o
favores que llevan este nombre suelen hacerse más bien por
pasar plaza de generosos y buenos cristianos (lo que a la verdad es
hipocresía) que por hacer un beneficio, y esto es puntualmente
contra el orden mismo de la caridad, pues Jesucristo dijo que lo que
dé la mano derecha no lo sepa la izquierda. Es decir, que todo
bien que haga el hombre, lo haga por Dios, sin esperar premio del
hombre; porque si éste lo paga, ya Dios no debe nada, para que
nos entendamos; y es bastante premio del beneficio publicarlo en
nuestro obsequio, o compulsar tácitamente al beneficiado a que
nos viva reconocido con su agradecimiento.
Era don Antonio muy prudente, y, como sabía que no
había yo dormido en toda la pasada noche, me hizo acostar, y no
me despertó hasta la una del día para que lo
acompañara a comer.
Me levanté harto de sueño, pero necesitado del
estómago, cuya necesidad satisfice a expensas del piadoso
preso, quien, luego que se concluyó nuestra mesa frugal, me
dijo: amigo, creeré que a pesar de los trabajos que ha sufrido
usted aún le habrá quedado gana de acabar de saber el
origen de los míos. Yo le dije que sí, porque a la
verdad su plática era un suave bálsamo que curaba mi
espíritu afligido, y don Antonio continuó el hilo de su
historia de esta suerte.
Me acuerdo, dijo, que quedamos en que salí de esta ciudad
con mis mulas y arrieros, quedándose en ella mi esposa en casa
de la tía vieja, sin más compañía de su
parte que el mozo Domingo.
Quisiera no acordarme de lo que sigue, porque, sin embargo del
tiempo que ha pasado, aún sienten dolor al tocarlas las llagas
de mis agravios, que ya se van cicatrizando; mas es preciso no dejar a
usted en duda del fin de mi historia, tanto porque se consuele al ver
que yo sin culpa he pasado mayores trabajos, cuanto porque aprenda a
conocer el mundo y sus ardides.
Nada particular ocurre que decirle a usted tocante a mí,
porque nada tiene de particular el viaje de un viandante, ni su
residencia en el paraje de su destino; a lo menos yo caminé y
llegué al mío sin novedad, mientras que a mi honrada
esposa se le preparaba la más terrible tempestad.
Luego que el pícaro del marqués… perdóneme
este epíteto indecoroso, ya que yo le perdono los agravios que
me ha hecho. Luego, pues, que conoció que ya yo me había
alejado de México, trató de descubrir sus
pérfidas intenciones.
Comenzó a frecuentar a todas horas la casa de la vieja, que
no tenía ni la virtud que aparentaba, ni el parentesco que
decía, y no era otra cosa que una alcahueta refinada; y con
semejante auxilio, considere usted lo fácil que le
parecería la conquista del corazón de mi mujer; pero se
engañó de medio a medio, porque cuando las mujeres son
honradas, cuando aman verdaderamente a sus maridos y
están penetradas de la sólida virtud, son más
inexpugnables que una roca.
Tal fue esta heroína de la fidelidad conyugal. Las astucias
del marqués, sus dádivas, sus halagos, sus respetos, sus
seducciones, sus promesas y aun sus amenazas, juntas con las repetidas
y vehementes diligencias de la maldita vieja, fueron
inútiles. Con todas ellas no sacaba el marqués
más jugo de mi esposa que el que puede dar un pedernal; y ya
desesperado, advirtiendo por tan repetidas experiencias que aquel
corazón no era de los que él estaba hecho a conquistar,
sino que necesitaba de armas más ventajosas, se
determinó a usar de ellas y a satisfacer su apetito a pura
fuerza.
Con esta resolución, una noche determinó quedarse en
casa para poner en práctica sus inicuos proyectos; pero apenas
lo advirtió mi fiel esposa, cuando con el mayor disimulo,
aprovechando un descuido, bajó al patio al cuarto de Domingo, y
le dijo: el marqués días ha que me enamora; esta noche
parece que se quiere quedar acá, sin duda con malas
intenciones; la puerta del zaguán está cerrada, no puedo
salirme, aunque quisiera; mi honor y el de tu amo está en
peligro, no tengo de quién valerme, ni quién me libre
del riesgo que me amenaza, más que tú. En ti
confío, Domingo. Si eres hombre de bien y estimas a tus amos,
hoy es el tiempo en que lo acredites.
El pobre Domingo todo turbado la dijo: y bien, señora,
dígame su merced qué quiere que haga, que yo le prometo
el hacer cuanto me mande.