Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Aún no bien habíamos acabado, cuando entró un
lacayo con un recado del cabo del resguardo que esperaba en el patio
con cuatro soldados.
¿Soldados en mi casa?, preguntó el marqués fingiendo
sorprenderse. Sí señor, respondió el lacayo,
soldados y guardas de la aduana. ¡Válgate Dios! ¿Qué
novedad será ésta? Vamos a salir del cuidado.
Diciendo esto, bajamos todos al patio, donde estaban los guardas y
soldados. Saludaron a mi amo cortésmente, y el cabo o
superior de la comparsa le preguntó quién de nosotros
era su dependiente que acababa de llegar de tierra adentro. El
marqués contestó que yo, e inmediatamente me intimaron
que me diese por preso, rodeándose de mí al mismo tiempo
los soldados.
Considere usted el sobresalto que me ocuparía al verme
preso, y sin saber el motivo de mi prisión; pero mucho
más sofocado quedé cuando, preguntándolo el
marqués, le dijeron que por contrabandista, y que en achaque de
géneros suyos había pasado la noche antecedente una
buena porción de tabaco entre los tercios, que aún
debían estar en su bodega; que la denuncia era muy derecha,
pues no menos venía que por el mismo arriero que
enfardeló el tabaco, por señas que los tercios
más cargados eran los de la marca T; y por último, que
de orden del señor director prevenían al señor
marqués contestase sobre el particular y entregase el
comiso.
El marqués con la más pérfida
simulación decía: si no puede ser eso, sobre que este
sujeto es demasiado hombre de bien, y en esta confianza le fío
mis intereses sin más seguridad que su palabra, ¿cómo
era posible que procediera con tanta bastardía que tratase de
abochornarme y de perderse? ¡Vamos, que no me cabe en el juicio!
Pues señor, decían los guardas, aquí
está el escribano que dará fe de lo que se halle en los
tercios, registrémoslos y saldremos de la duda.
Así será, dijo el marqués, y como lleno de
cólera mandó pedir las llaves. Trajéronlas,
abrieron la bodega, desliaron los tercios y fueron
encontrándolos casi rellenos de tabaco.
Entonces el marqués, revistiendo su cara de
indignación y echándome una mirada de rico enojado, me
dijo: so bribón, trapacero, villano y mal agradecido,
¿éste es el pago que ha dado a mis favores? ¿Así se me
corresponde la ciega o imprudente confianza que hice de él?
¿Así se recompensan mis servicios que en nada me los
tenía merecidos? Y por fin, ¿así se retorna
aquella generosidad con que le di mi dinero para que él
sólo se aprovechara de sus utilidades, sin que conmigo partiera
ni un ochavo, cosa que tiene pocos ejemplares? ¿No le bastaba al muy
pícaro robarme y defraudarme, sino que trató de
comprometer a un hombre de mi honor y de mi clase? Muy bien
está que él pague el fraude hecho contra la real
hacienda, bogando en una galera o arrastrando una cadena en un
presidio por diez años; pero a mí ¿quién me
limpiará de la nota en que me ha hecho incurrir, a lo menos
entre los que no saben la verdad del caso? Y ¿quién
restaurará mis intereses, pues es claro que cuanto tienen de
tabaco los tercios, tanto les falta de géneros y existencias?
Mi honor yo lo vindicaré y lo aquilataré hasta lo
último; pero ¿cómo resarciré mis intereses?
Vamos, no calle, ni quiera hacerse ahora mosca muerta. Diga la
verdad delante del escribano. ¿Yo lo mandé a comerciar en
tabaco? ¿O tengo interés en este contrabando?
Yo, que había estado callado a semejante inicua
reprensión, aturdido, no por mi culpa, que ninguna
tenía
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, sino por la
sorpresa que me causó aquel hallazgo, y por las injurias que
escuchaba de la boca del marqués, no pude menos que romper el
silencio a sus preguntas y confesar que él no tenía la
más mínima parte en aquello, pero que ni yo tampoco,
pues Dios sabía que ni pensamiento había tenido de
emplear un real en tabaco. A esto se rieron todos y, después de
emplazar al marqués para que contestara, cargaron con los
tercios para la aduana, y conmigo para esta prisión, sin tener
el ligero gusto de ver a mi querida esposa, causa inocente de todas
mis desgracias.
Dos años hace que habito las mansiones del crimen reputado
por uno de tantos delincuentes; dos años hace que sin
recurso lidio con las perfidias del marqués empeñado en
sepultarme en un presidio, que hasta allá no ha parado su
vengativa pasión, porque después que con infinito
trabajo he probado con las declaraciones de los arrieros que no tuve
ninguna noticia del tabaco, él me ha tirado a perder
demandándome el resto que dice falta a su principal; dos
años hace que mi esposa sufre una horrorosa prisión, y
dos años hace que yo tolero con resignación su ausencia
y los muchos trabajos que no digo; pero Dios, que nunca falta al
inocente que de veras confía en su alta Providencia, ha querido
darse por satisfecho y enviarme los consuelos a buen tiempo; pues
cuando ya los jueces, engañados con la malicia de mi poderoso
enemigo y con los enredos del venal escribano de la causa, que lo
tenía comprado con doblones, trataban de confinarme a un
presidio, asaltó al marqués la enfermedad de la muerte,
en cuya hora, convencido de su iniquidad y temiendo el terrible salto
que iba a dar al otro mundo, entregó a su confesor una carta
escrita y firmada de su puño en la que, después de
pedirme un sincero perdón, confiesa mi buena conducta, y que
todo cuanto se me había imputado había sido calumnia y
efecto de una desordenada y vengativa pasión.
De esta carta tenga copia, y se les ha dado a los jueces
privadamente, para que no pare en perjuicio del honor del
marqués, de manera que de un día a otro espero mi
libertad y el resarcimiento de mis intereses perdidos.
Ésta, amigo, es mi trágica aventura. Se la he contado
a usted para que no se desconsuele, sino que aprenda a resignarse en
los trabajos, seguro de que, si está inocente, Dios
volverá por su causa.
Aquí llegaba don Antonio cuando fue preciso separarnos para
rezar el rosario y recogernos. Sin embargo, después de cenar y
cuando estuvimos más solos, le dije lo siguiente.
Sale don Antonio de la cárcel, entrégase Periquillo a
la amistad de los tunos sus compañeros y lance que le
pasó con el Aguilucho
Cuando estuvimos acostados le dije a don
Antonio: ciertamente, querido amigo, que en este instante he tenido un
gusto y un pesar. El gusto ha sido saber que su honor de usted
quedó ileso, tanto de parte de su fidelísima consorte,
cuanto de parte del marqués, en virtud de la tan pública
y solemne retractación que ha hecho, según la cual usted
será restituido brevemente a su libertad, y disfrutará
la amable compañía de una esposa tan fiel y digna de ser
amada; y el pesar ha sido por advertir el poco tiempo que
gozaré la amigable compañía de un hombre
generoso, benéfico y desinteresado.
Reserve usted esos elogios, me dijo don Antonio, para quien los
sepa merecer. Yo no he hecho con usted más que lo que quisiera
hicieran conmigo, si me hallara en su situación; y así,
sólo he cumplido en esta parte con las obligaciones que me
imponen la religión y la naturaleza; y ya ve usted que el que
hace lo que debe no es acreedor ni a elogios ni a reconocimiento.
¡Oh, señor!, le dije, si todos hicieran lo que deben, el
mundo sería feliz; pero hay pocos que cumplan con sus deberes,
y esta escasez de justos hace demasiado apreciables a los que lo son,
y usted no lo dejará de ser para mí en cuanto me dure la
vida. Apetecería que mi suerte fuera otra, para que mi gratitud
no se quedara en palabras, pues si según usted el que hace lo
que debe no merece elogios, el que se manifiesta agradecido a un favor
que recibe hace lo que debe justamente; porque ¿quién
será aquel indigno que recibiendo un favor, como yo, no lo
confiese, publique y agradezca, a pesar de la modestia de su
benefactor? Mi padre, señor, era muy honrado y dado a los
libros, y yo me acuerdo haberle oído decir que el que
inventó las prisiones fue el que hizo los primeros beneficios;
ya se ve que esto se entiende respecto de los hombres agradecidos,
pero ¿quién será el infame que recibiendo un beneficio
no lo agradezca? En efecto, el ingrato es más terrible que las
fieras. Usted ha visto la gratitud de los perros, y se acordará
de aquel león a quien habiéndole sacado un caminante una
espina que tenía clavada en la mano, siendo éste
después preso y sentenciado a ser víctima de las fieras
en el circo de Roma, por suerte, o para lección de los
ingratos, le tocó que saliese a devorarlo aquel mismo
león a quien había curado de la mano, y éste, con
admiración de los espectadores, luego que por el olfato
conoció a su benefactor, en vez de arremeterle y despedazarlo
como era natural, se le acerca
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,
lo lame, y con la cola, boca y cuerpo todo lo agasaja y halaga,
respetando a su favorecedor. ¿Quién, pues, será el
hombre que no sea reconocido? Con razón las antiguas leyes no
prescribieron pena a los ingratos, pensando el legislador que no
podía darse tal crimen; y con igual razón dijo Ausonio
que
no producía la naturaleza cosa peor que un
ingrato
.
Conque vea usted, amigo don Antonio, si podré yo excusarme
de agradecer a usted los favores que me ha dispensado.
Yo jamás hablo contra lo que me dicta la razón, me
respondió; conozco que es preciso y justo agradecer un
beneficio; yo así lo hago, y aun lo publico, pues a más
no poder es una media paga el publicar el bien recibido, ya que no se
pueda compensar de otra manera; pero, con todo eso, desearía
que no lo hicieran conmigo, porque no apetezco la recompensa del tal
cual beneficio que hago del que lo recibe, sino de Dios y del
testimonio de mi conciencia; porque yo también he leído
en el autor que usted me citó que
el que hace un
beneficio no debe acordarse de que lo hizo
.
Conque así, dejando esta materia, lo que importa es que
usted no desmaye en los trabajos, ni se abata cuando yo lo falte, pues
le queda la Providencia, que acudirá a sostenerlo en ese caso,
así como lo hace ahora por mi medio, pues yo no soy más
que un instrumento de quien a la presente se vale.
En estas amistosas conversaciones nos quedamos dormidos, y a otro
día, sin esperarlo yo, me llamaron para arriba. Subí
sobresaltado, ignorando para qué me necesitaban; pero pronto
salí de la duda, haciéndome entender el escribano que me
iba a tomar la
confesión con cargos
.
Me hicieron poner la cruz y me conjuraron cuanto pudieron para que
confesara la verdad so cargo del juramento que había
prestado.
Yo en nada menos pensaba que en confesar ni una palabra que me
perjudicara, pues ya había oído decir a los
léperos que en estos casos
primero es ser mártir que
confesor
; pero sin embargo yo juró decir verdad, porque
decir que sí no me perjudicaba.
Comenzaron a preguntarme mucho de lo que ya se me había
preguntado en la declaración preparatoria, y yo repetí
las mismas mentiras a muchas de las mismas preguntas, que sospechaba
no me eran favorables, y así negué mi nombre, mi patria,
mi estado, etc., añadiendo acerca del oficio que era labrador
en mi tierra; confesé, porque no lo podía negar, que era
verdad que Januario era mi amigo, y que el sarape y rosario eran
suyos; pero no dije cómo habían venido a mi poder, sino
que me los había empeñado.
A seguida se me hicieron varios cargos, pero nada valió para
que yo declarara lo que se quería, y en vista de mi resistencia
se concluyó aquella formalidad haciéndome firmar la
declaración y despachándome al patio.
Yo obedecí prontamente, como que deseaba quitarme de su
presencia. Bajeme a mi calabozo y, no hallando en él a don
Antonio, salí para el patio a tomar sol.
Estando en esta diligencia se juntaron cerca de mí unos
cuantos cofrades de Birjan, y tendiendo una frazadita en el suelo se
sentaron a jugar a la redonda en buena paz y compañía,
la que por poco les deshace el presidente si no le hubieran pagado dos
o cuatro reales de licencia, que tanto llevaba de pitanza, con nombre
de licencia, por cada rueda de juego que se ponía, y tal vez
más, según era la cantidad que se jugaba.
Yo me admiraba al ver que en la cárcel se jugaba con
más libertad y a menos costo que en la calle, envidiando de
paso las buscas de los presidentes, pues, a más de las
generales, éste de quien hablo tenía otras que no le
dejaban poco provecho, porque por tercera persona metía
aguardiente y lo vendía como se le antojaba, prestaba sobre
prendas con dos reales de logro por peso, y hacía otras
diligencias tan lícitas y honestas como las dichas.
Deseaba yo mezclarme con los tahures a ver si me
ingeniaba
con alguna de las gracias que me había enseñado Juan
Largo; pero no me determiné por entonces, porque era nuevo y
veía la clase de gente que jugaba, que cada uno podía
darme lecciones en el arte de la fullería; y así me
contenté con divertirme mirándolos.
Pasado un largo rato de ociosidad, como todos los que se pasan en
nuestras cárceles, repetí mi viaje al calabozo y ya
estaba don Antonio esperándome. Le conté todo mi
acaecimiento con el escribano, y él mostró admirarse
diciéndome: me hace fuerza que tan presto se haya evacuado la
confesión con cargos, pues ayer le dije a usted que
podía esperar este paso de aquí a tres meses, y en
efecto puedo citarle muchos ejemplares de estas dilaciones. Bien es
verdad que cuando los jueces son activos y no hay embarazo que lo
impida, o urge mucho la conclusión del negocio, se
determina pronto esta diligencia.
Pero vamos a esto: ¿ha hecho usted muchas citas? Porque siendo
así se enreda o se demora más la causa. No sé lo
que son citas, le respondí; a lo que don Antonio me dijo: citas
son las referencias que el reo hace a otros sujetos poniéndolos
por testigos, o citándolos con cualquiera ingerencia en la
causa, y entonces es necesario tomarles a todos declaración,
para examinar por ésta la verdad o falsedad de lo que ha dicho;
y esto se llama evacuar citas. Ya usted verá que naturalmente
estas diligencias demandan tiempo.