El Periquillo Sarniento (85 page)

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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Se quedó aturdido en el lance, creyendo con todos los
testigos ser víctima indefensa de la cólera del negro;
pero éste con la mayor generosidad le dijo: señor, los
dos hemos quedado bien; el duelo se ha concluido; usted no ha podido
hacer más que aceptarlo con las condiciones que puse, y yo
tampoco pude hacer sino lo mismo. El tirar o no tirar pende de mi
arbitrio; pero, si jamás quise ofender a usted, ¿cómo he
de querer ahora viéndolo desarmado? Seamos amigos, si usted
quiere darse por satisfecho; pero, si no puede estarlo sino con mi
sangre, tome la pistola con balas y diríjalas a mi pecho.

Diciendo esto, le presentó la arma horrible al oficial,
quien, conmovido con semejante generosidad, tomó la pistola, la
descargó en el aire y, arrojándose al negro con los
brazos abiertos, lo estrechó en ellos diciéndole con la
mayor ternura: Sí,
mister
, somos amigos y lo seremos
eternamente, dispensad mi vanidad y mi locura. Nunca creí que
los negros fueran capaces de tener almas tan grandes. Es
preocupación que aún tiene muchos sectarios, dijo el
negro, quien abrazó al oficial con toda expresión.

Cuantos presenciamos el lance nos interesamos en que se confirmara
aquella nueva amistad, y yo, que era el menos conocido de ellos, no
tuve embarazo para ofrecerme por amigo, suplicándoles me
recibieran en tercio, y aceptaran el agasajo que quería
hacerles llevándolos a tomar un ponche o una sangría en
el café más inmediato.

Agradecieron todos mi obsequio y fuimos al café, donde
mandé poner un buen refresco. Tomamos alegremente lo que
apetecimos, y yo, deseando oír producir al negro, les dije:
señores, para mí fue un enigma la última
expresión que usted dijo de que jamás creyó que
los negros fueran capaces de tener almas generosas, y lo que
usted contestó a ella diciendo que era preocupación tal
modo de pensar, y cierto que yo hasta hoy he pensado como mi
capitán, y apreciara aprender de la boca de usted las razones
fundamentales que tiene para asegurar que es preocupación tal
pensamiento.

Yo siento, dijo el prudente negro, verme comprometido entre el
respeto y la gratitud. Ya sabe usted que toda conversación que
incluya alguna comparación es odiosa. Para hablar a usted
claramente es menester comparar, y entonces quizá se
enojará mi buen amigo el señor oficial, y en tal caso me
comprometo con él; si no satisfago el gusto de usted, falto a
la gratitud que debo a su amistad, y así…

No, no,
mister
, dijo el oficial, yo deseo no sólo
complacer a usted y hacerle ver que si tengo preocupaciones no soy
indócil, sino que aprecio salir de cuantas pueda; y
también quiero que estos señores tengan el gusto que
quieren de oír hablar a usted sobre el asunto, y mucho
más me congratulo de que haya entre usted y yo un tercero en
discordia que ventile por mí esta cuestión.

Pues siendo así, dijo el negro dirigiéndome la
palabra, sepa usted que el pensar que un negro es menos que un blanco
generalmente es una preocupación opuesta a los principios de la
razón, a la humanidad y a la virtud moral. Prescindo ahora de
si está admitida por algunas religiones particulares, o si la
sostiene el comercio, la ambición, la vanidad o el
despotismo.

Pero yo quiero que de ustedes el que se halle más surtido de
razones contrarias a esta proposición me arguya y me convenza
si pudiere.

Sé y he leído algo de lo mucho que en este siglo han
escrito plumas sabias y sensibles en favor de mi opinión; pero
sé también que estas doctrinas se han quedado en meras
teorías, porque en la práctica yo no hallo diferencia
entre lo que hacían con los negros los europeos en el
siglo XVII y lo que hacen hoy. Entonces la codicia acercaba a las
playas de mis paisanos sus embarcaciones, que llenaban de
éstos, o por intereses o por fuerza, las hacían vomitar
en sus puertos y traficaban indignamente con la sangre humana.

En la navegación ¿cuál era el trato que nos daban? El
más soez e inhumano. Yo no quiero citar a ustedes historias que
han escrito vuestros compatriotas, guiados de la verdad, porque
supongo que las sabréis, y también por no estremecer
vuestra sensibilidad; porque ¿quién oirá sin dolor que
en cierta ocasión, porque lloraba en el navío el hijo de
una negra infeliz y con su inocente llanto quitaba el sueño al
capitán, éste mandó que arrojaran al mar a
aquella criatura desgraciada, como se verificó con
escándalo de la naturaleza?

Si era en el servicio que hacían mis paisanos y vuestros
semejantes a los señores que los compraban, ¿qué pasaje
tenían? Nada más cruel. Dígalo la isla de
Haití, que hoy llaman Santo Domingo; dígalo la de Cuba o
La Habana, donde, con una calesa o una golosina con que habilitaban a
los esclavos, los obligaban a tributar a los amos un tanto diario
fijamente como en rédito del dinero que se había dado
por ellos. Y si los negros no lograban fletes suficientes, ¿qué
sufrirán? Azotes. Y las negras, ¿qué hacían
cuando no podían vender sus golosinas? Prostituirse. ¡Cuevas
de La Habana! ¡Paseos de Guanabacoa! Hablad por mí.

¿Y si aquellas negras resultaban con el fruto de su lubricidad o
necesidad en las casas de sus amos, qué se hacía? Nada,
recibir con gusto el resultado del crimen, como que de él se
aprovechaban los amos en otro esclavito más.

Lo peor es que, para el caso, lo mismo que en La Habana se
hacía a proporción en todas partes, y yo en el
día no advierto diferencia en la materia entre aquel siglo y el
presente. Crueldades, desacatos e injurias contra la humanidad se
cometieron entonces; e injurias, desacatos y crueldades se
cometen hoy contra la misma, bajo iguales pretextos.

«La humanidad, dice el célebre Buffon, grita contra estos
odiosos tratamientos que ha introducido la codicia, y que acaso
renovaría todos los días, si nuestras leyes poniendo
freno a la brutalidad de los amos no hubieran cuidado de hacer algo
menor la miseria de sus esclavos; se les hace trabajar mucho, y se les
da de comer poco, aun de los alimentos más ordinarios, dando
por motivo que los negros toleran fácilmente el hambre, que con
la porción que necesita un europeo para una comida tienen ellos
bastante para tres días, y que por poco que coman y duerman
están siempre igualmente robustos y con iguales fuerzas para el
trabajo. ¿Pero cómo unos hombres que tengan algún resto
de sentimiento de humanidad pueden adoptar tan crueles máximas,
erigirlas en preocupaciones y pretender justificar con ellas los
horribles excesos a que la sed del oro los conduce? Dejémonos
de tan bárbaros hombres…».

Es verdad que los gobiernos cultos han repugnado este
ilícito y descarado comercio, y, sin lisonjear a España,
el suyo ha sido de los más opuestos. Usted (me dijo el negro),
usted como español sabrá muy bien las restricciones que
sus reyes han puesto en este tráfico, y sabrá las
ordenanzas que sobre el tratamiento de esclavos mandó observar
Carlos III; pero todo esto no ha bastado a que se sobresea en un
comercio tan impuro. No me admiro, éste es uno de los gajes de
la codicia. ¿Qué no hará el hombre, qué crimen no
cometerá cuando trata de satisfacer esta pasión? Lo que
me admira y me escandaliza es ver estos comercios tolerados, y estos
malos tratamientos consentidos en aquellas naciones donde dicen reina
la religión de la paz, y en aquéllas en que se
recomienda el amor del semejante como el propio del individuo. Yo
deseo, señores, que me descifréis este
enigma. ¿Cómo cumpliré bien los preceptos de
aquella religión que me obliga a amar al prójimo como a
mí mismo, y a no hacer a nadie el daño que repugno,
comprando por un vil interés a un pobre negro,
haciéndolo esclavo de servicio, obligándolo a tributarme
a fuer de un amo tirano, descuidándome de su felicidad y acaso
de su subsistencia, y tratándolo, a veces, quizá poco
menos que bestia? Yo no sé, repito, cómo cumplirá
en medio de estas iniquidades con aquellas santas obligaciones. Si
ustedes saben cómo se concierta todo esto, os agradeceré
me lo enseñéis, por si algún día se me
antojare ser cristiano y comprar negros como si fueran caballos. Lo
peor es que sé por datos ciertos que hablar con esta claridad
no se suele permitir a los cristianos por razones que llaman de estado
o qué sé yo; lo cierto es que, si esto fuere así,
jamás me aficionaré a tal religión; pero creo que
son calumnias de los que no la apetecen.

Sentado esto, he de concluir con que el maltratamiento, el rigor y
desprecio con que se han visto y se ven los negros, no reconoce otro
origen que la altanería de los blancos, y ésta consiste
en creerlos inferiores por su naturaleza, lo que, como dije, es una
vieja e irracional preocupación.

Todos vosotros los europeos no reconocéis sino un hombre
principio y origen de los demás, a lo menos los cristianos no
reconocen otro progenitor que Adán, del que, como de un
árbol robusto, descienden o se derivan todas las generaciones
del universo. Si esto es así, y lo creen y confiesan de buena
fe, es preciso argüirles de necios cuando hacen distinción
de las generaciones, sólo porque se diferencian en colores,
cuando esta variedad es efecto o del clima, o de los alimentos, o si
queréis de alguna propiedad que la sangre ha adquirido y ha
transmitido a tal y tal posteridad por herencia. Cuando leéis
que los negros desprecian a los blancos por serlo, no dudáis de
tenerlos por unos necios; pero jamás os juzgáis con
igual severidad cuando pensáis de la misma manera que
ellos.

Si el tener a los negros en menos es por sus costumbres, que
llamáis bárbaras, por su educación bozal y por su
ninguna civilización europea, deberíais advertir que a
cada nación le parecen bárbaras e inciviles las
costumbres ajenas. Un fino europeo será en el Senegal, en el
Congo, Cabo Verde, etc., un bárbaro, pues ignorará
aquellos ritos religiosos, aquellas leyes civiles, aquellas costumbres
provinciales y, por fin, aquellos idiomas. Transportad con el
entendimiento a un sabio cortesano de París en medio de tales
países, y lo veréis hecho un tronco que apenas
podrá a costa de mil señas dar a entender que tiene
hambre. Luego, si cada religión tiene sus ritos, cada
nación sus leyes, y cada provincia sus costumbres, es un error
crasísimo el calificar de necios y salvajes a cuantos no
coinciden con nuestro modo de pensar, aun cuando éste sea el
más ajustado a la naturaleza, pues si los demás ignoran
estos requisitos por una ignorancia inculpable, no se les debe
atribuir a delito.

Yo entiendo que el fondo del hombre está sembrado por igual
de las semillas del vicio y de la virtud; su corazón es el
terreno oportunamente dispuesto a que fructifique uno u otra,
según su inclinación o su educación. En
aquélla influye el clima, los alimentos y la
organización particular del individuo, y en ésta la
religión, el gobierno, los usos patrios, y el más o
menos cuidado de los padres. Luego nada hay que extrañar que
varíen tanto las naciones en sus costumbres, cuando son tan
diversos sus climas, ritos, usos y gobiernos.

Por consiguiente, es un error calificar de bárbaros a los
individuos de aquélla o aquellas naciones o pueblos que no
suscriben a nuestros usos, o porque los ignoran, o porque no los
quieren admitir. Las costumbres más sagradas de una
nación son tenidas por abusos en otras; y aun los pueblos
más cultos y civilizados de la Europa con el transcurso de los
tiempos han desechado como inepcias mil envejecidas costumbres que
veneraban como dogmas civiles.

De lo dicho se debe deducir que despreciar a los negros por su
color y por la diferencia de su religión y costumbres es un
error; el maltratarlos por ello, crueldad; y el persuadirse a que no
son capaces de tener almas grandes que sepan cultivar las virtudes
morales, es una preocupación demasiado crasa, como dije al
señor oficial, y preocupación de que os tiene harto
desengañados la experiencia, pues entre vosotros han florecido
negros sabios, negros valientes, justos, desinteresados, sensibles,
agradecidos, y aun héroes admirables.

Calló el negro, y nosotros, no teniendo qué
responder, callamos también, hasta que el oficial dijo: yo
estoy convencido de esas verdades, más por el ejemplo de usted
que por sus razones, y creo desde hoy que los negros son tan hombres
como los blancos, susceptibles de vicios y virtudes como nosotros, y
sin más distintivo accidental que el color, por el cual
solamente no se debe en justicia calificar el interior del animal que
piensa, ni menos apreciarlo o abatirlo.

Iba a interrumpirse la tertulia cuando yo, que deseaba escuchar al
negro todavía, llené los vasos, hice que
brindáramos a la salud de nuestros semejantes los negros, y
concluida esta agradable ceremonia dije al nuestro:
mister
,
es cierto que todos los hombres descendemos después de la
primera causa de un principio creado, llámese Adán, o
como usted quiera; es igualmente cierto que, según este natural
principio, estamos todos ligados íntimamente con cierto
parentesco o conexión innegable, de modo que el emperador de
Alemania, aunque no quiera, es pariente del más vil
ladrón, y el rey de Francia lo es del último trapero de
mi tierra, por más que no se conozcan ni lo crean; ello es que
todos los hombres somos deudos los unos de los otros, pues que en
todos circula la sangre de nuestro progenitor, y conforme a esto es
una preocupación, como usted dice, o una quijotería el
despreciar al negro por negro, una crueldad venderlo y comprarlo,
y una tiranía indisimulable el maltratarlo.

Yo convengo en esto de buena gana, pues semejante trato es
repugnante al hombre racional; mas, limitando lo que usted llama
desprecio a cierto aire de señorío con que el rey mira a
sus vasallos, el jefe a sus subalternos, el prelado a sus
súbditos, el amo a sus criados y el noble a los plebeyos, me
parece que esto está muy bien puesto en el orden
económico del mundo; porque si, porque todos somos hijos de un
padre y componemos una misma familia, nos tratamos de un mismo modo,
seguramente perdidas las ideas de sumisión, inferioridad y
obediencia, el universo sería un caos en el que todos quisieran
ser superiores, todos reyes, jueces, nobles y magistrados; y entonces,
¿quién obedecería? ¿Quién daría las leyes?
¿Quién contendría al perverso con el temor del castigo?
¿Y quién pondría a cubierto la seguridad individual del
ciudadano? Todo se confundiría, y las voces de igualdad y
libertad fueran sinónimas de la anarquía y del
desenfreno de todas las pasiones. Cada hombre se juzgara libre para
erigirse en superior de los demás, la natural soberbia
calificaría de justas las atrocidades de cada uno, y en este
caso nadie se reconocería sujeto a ninguna religión,
sometido a ningún gobierno, ni dependiente de ninguna ley, pues
todos querrían ser legisladores y pontífices
universales; y ya ve usted que en esta triste hipótesis todos
serían asesinatos, robos, estupros, sacrilegios y
crímenes.

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