Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
En tan deplorable situación ya se deja entender cuál
sería nuestra consternación, cuáles nuestros
sustos y cuán repetidos nuestros votos y promesas.
En tan críticas y apuradas circunstancias llegó el
fatal momento del sacrificio de las víctimas navegantes. Como
el navío andaba de acá para allá lo mismo que una
pelota, en una de éstas dio contra un arrecife tan fuerte golpe
que, estrellándose en él, se abrió como granada
desde la popa al cumbés, haciendo tanta agua que no
quedó más esperanza que encomendarse a Dios y repetir
actos de contrición.
El capellán absolvió de montón, y todos se
conformaron con su suerte a más no poder.
Yo, luego que advertí que el barco se hundía,
trepé a la cubierta como gato, y la divina Providencia me
deparó en ella un tablón del que me así con todas
mis fuerzas, porque había oído decir que valía
mucho una tabla en un naufragio; pero apenas la había tomado,
cuando me vi sobreaguar, y a la luz macilenta de un relámpago
vi frente de mis ojos acabarse de ir a pique todo el buque.
Entonces me sobrecogí del más íntimo terror,
considerando que todos mis compañeros habían perecido y
yo no podía dejar de correr igual funesta suerte.
Sin embargo, el amor de la vida y aquella tenaz esperanza que nos
acompaña hasta perderla, alentaron mis desmayadas fuerzas y,
afianzado de la tabla, haciendo promesas a millones e invocando a la
madre de Dios bajo la advocación de Guadalupe, me anduve
sosteniendo sobre las aguas, llevado a la discreción de las
olas y de los vientos.
Unas veces el peso de las olas me hundía, y otras el aire
contenido en los poros de la tabla me hacía surgir sobre la
superficie del agua.
Como hora y media batallaría yo entre estas ansias mortales
sin ninguna humana esperanza de remedio, cuando, disipándose
las nubes, sosegándose los mares y aquietándose los
vientos, amaneció la aurora, más hermosa para mí
en aquel punto que lo fue para el monarca más pacífico
del universo. El sol no tardó en manifestar su bella y
resplandeciente cara. Yo estaba casi desnudo y veía la
extensión de los mares; pero, acobardado mi espíritu con
el pasado infortunio, y temeroso siempre de perder la vida en aquel
piélago, no podía ver con entero placer las delicias de
la naturaleza.
Aferrado con mi tabla, no trataba sino de sobreaguar, temiendo
siempre la sorpresa de algún pez carnicero, cuando en esto que
oí cerca de mí voces humanas. Alcé la cara,
extendí la vista y observé que los que me gritaban eran
unos pescadores que bogaban en un bote. Los miré con
atención y observé que se acercaban hacia mí. Es
imponderable el gusto que sintió mi corazón al ver que
aquellos buenos hombres venían volando a mi socorro, y
más cuando, abordándose el barquillo con mi tabla,
extendieron los brazos y me pusieron en su bote.
Ya estaba yo enteramente desnudo y casi privado de sentido. En este
estado me pusieron boca abajo y me hicieron arrojar porción de
agua salada que había tragado. Luego me dieron unas friegas
generales con paños de lana, y me confortaron con
espíritu de cuerno de ciervo que por acaso llevaba uno de
ellos, después de lo cual me abrigaron y condujeron al muelle
de una isla que estaba muy cerca de nosotros.
Al tiempo de desembarcarme, volví en mí del desmayo o
pataleta que me acometió, y vi y advertí lo
siguiente.
Me pusieron bajo un árbol copado que había en el
muelle, y luego se juntó alrededor de mí
porción de gente, entre la que distinguí algunos
europeos. Todos me miraban y me hacían mil preguntas de mera
curiosidad, pero ninguno se dedicaba a favorecerme. El que más
hizo me dio una pequeña moneda del valor de medio real de
nuestra tierra. Los demás me compadecían con la boca y
se retiraban diciendo: ¡Qué lástima…! ¡Pobrecito…!
Aún es mozo…, y otras palabras vanas como éstas, y con
tan oportunos socorros se daban por contentos y se marchaban.
Los isleños pobres me veían, se enternecían,
no me daban nada, pero no me molestaban con preguntas, o porque no nos
habíamos de entender, o porque tenían más
prudencia.
Sin embargo de la pobreza de esta gente, uno me llevó una
taza de té y un pan, y otro me dio un capisayo roto que yo
agradecí con mil ceremonias, y me lo encajé con mucho
gusto porque estaba en cueros y muerto de frío. Tal era el
miserable estado del virrey futuro de Nueva España, que se
contentó con el vestido de un plebeyo sangley, que por tal lo
tuve. Bien que entonces ya no pensaba yo en virreinatos, palacios ni
libreas, ni arrugaba las cejas para ver, ni economizaba las palabras;
antes sí procuraba poner mi semblante de lo más
halagüeño con todos y, más entumido que perro en
barrio ajeno, afectaba la más cariñosa
humildad. ¡Qué cierto es que muchos nos ensoberbecemos con el
dinero, sin el cual tal vez seríamos humanos y tratables!
Tres o cuatro horas habría que estaba yo bajo la sombra del
árbol robusto sin saber a dónde irme, ni qué
hacer en una tierra que reconocía tan extraña, cuando se
llegó a mí un hombre que me pareció isleño
por el traje, y rico por lo costoso de él, porque vestía
un ropón o túnica de raso azul bordado de oro con
vueltas de felpa de Marta, ligado con una banda de
burato
punzó
[182]
,
también bordada de oro, que le caía hasta los pies,
que apenas se le descubrían cubiertos con unas sandalias o
zapatos de terciopelo de color de oro. En una mano traía un
bastón de caña de China con puño de oro, y en la
otra una pipa del mismo metal. La cabeza la tenía descubierta y
con poco pelo, pero en la coronilla o más abajo tenía
una porción recogida como los zorongos de nuestras damas, el
cual estaba adornado con una sortija de brillantes y una insignia que
por entonces no supe lo que era.
Venían con él cuatro criados
que le servían con la mayor sumisión, uno de los cuales
traía un
payo
, como ellos les dicen, o un
paragua
, como decimos nosotros, el cual paragua era de raso
carmesí con franjas de oro, y también venía otro
que por su traje me pareció europeo, como en efecto lo era, y
nada menos que el intérprete español.
Luego que se acercó a mí, me miró con una
atención muy patética, que manifestaba de a legua
interesarse en mis desgracias, y por medio del intérprete me
dijo: «No te acongojes, náufrago infeliz, que los dioses del
mar no te han llevado a las islas de las
Velas
[183]
, donde hacen esclavos a los
que el mar perdona. Ven a mi casa».
Diciendo esto, mandó a sus criados que me llevaran en
hombros. Al instante se suscitó un fuerte murmullo entre los
espectadores que remató en un sinnúmero de vivas y
exclamaciones.
Inmediatamente advertí que aquél era un personaje
distinguido, porque todos le hacían muchas reverencias al
pasar.
No me engañé en mi concepto, pues luego que
llegué a su casa advertí que era un palacio, pero un
palacio de la primera jerarquía. Me hizo poner en un cuarto
decente, me proveyó de alimentos y vestidos a su uso, pero
buenos, y me dejó descansar cuatro días.
Al cabo de ellos, cuando se informó de que yo estaba
enteramente restablecido del quebranto que había padecido mi
salud con el naufragio, entró en mi cuarto con el
intérprete y me dijo: y bien, español, ¿es mejor mi casa
que la mar? ¿Te hallas bien aquí? ¿Estás contento?
Señor, le dije, es muy notable la diferencia que me
proponéis; vuestra casa es un palacio, es el asilo que me ha
libertado de la indigencia y el más seguro puerto que he
hallado después de mi naufragio; ¿no deberé estar
contento en ella y reconocido a vuestra liberalidad y
beneficencia?
Desde entonces me trató el isleño con el mayor
cariño. Todos los días me visitaba y me puso maestros
que me enseñaran su idioma, el que no tardé en aprender
imperfectamente, así como él sabía el
español, el inglés y francés, porque de todos
entendía un poco, aunque lo champurraba mucho con el suyo.
Sin embargo, yo hablaba mejor su idioma que él el
mío, porque estaba en su tierra y me era preciso hablar y
tratar con sus naturales. Ya se ve, no hay arte más pronto y
eficaz para aprender un idioma que la necesidad de tratar con los que
lo hablan naturalmente.
A los dos o tres meses ya sabía yo lo bastante para entender
al isleño sin intérprete, y entonces me dijo que era
hermano del tután o virrey de la provincia, cuya capital era
aquella isla llamada Saucheofú; que él era su segundo
ayudante, y se llamaba Limahotón. A seguida se informó
de mi nombre y de la causa de mi navegación por aquellos mares,
como también de cuál era mi patria.
Yo le satisfice a todo, y él mostró condolerse de mi
suerte, admirándose de algunas cosas que te conté del
reino de Nueva España.
Al día siguiente a esta conversación me llevó
a conocer a su hermano, a quien saludé con aquellas reverencias
y ceremonial en que me habían instruido, y el tal
Tután me hizo bastante aprecio; pero con todo su cariño
me dijo: ¿y tú qué sabes hacer? Porque, aunque en esta
provincia se usa la hospitalidad con todos los extranjeros pobres, o
no pobres, que aportan a nuestras playas, sin embargo, con los que
tratan de detenerse en nuestras ciudades no somos muy indulgentes,
pasado cierto tiempo; sino que nos informamos de sus habilidades y
oficios para ocuparlos en lo que saben hacer, o para aprender de ellos
lo que ignoramos. El caso es que aquí nadie come nuestro arroz
ni la sabrosa carne de nuestras vacas y peces sin ganarlo con el
trabajo de sus manos. De manera que al que no tiene ningún
oficio o habilidad se lo enseñamos, y dentro de uno o dos
años ya se halla en estado de desquitar poco a poco lo que
gasta el tesoro del rey en fomentarlo. En esta virtud, dime qué
oficio sabes, para que mi hermano te recomiende en un taller donde
ganes tu vida.
Sorprendido me quedé con tales avisos, porque no
sabía hacer cosa de provecho con mis manos, y así lo
contesté al Tután: Señor, yo soy noble en mi
tierra, y por esto no tengo oficio alguno mecánico, porque es
bajeza en los caballeros trabajar corporalmente.
Perdió su gravedad el mesurado mandarín al oír
mi disculpa, y comenzó a reír a carcajadas,
apretándose la barriga y tendiéndose sobre uno y otro
cojín de los que tenía a los lados, y cuando se
desahogó me dijo: ¿Conque en tu tierra es bajeza trabajar con
las manos? ¿Luego cada noble en tu tierra será un Tután
o potentado, y según eso todos los nobles serán muy
ricos? No, señor, le dije, no son príncipes todos los
nobles, ni son todos ricos; antes hay innumerables que son
pobrísimos, y tanto que por su pobreza se hallan confundidos
con la escoria del pueblo.
Pues entonces, decía el Tután, siendo esos ejemplares
repetidos, es menester creer que en tu tierra todos son locos
caballerescos; pues mirando todos los días lo poco que
vale la nobleza a los pobres, y sabiendo lo fácil que es que el
rico llegue a ser pobre y se vea abatido aunque sea noble, tratan de
criar a los hijos hechos unos holgazanes, exponiéndolos por
esta especie de locura a que mañana u otro día perezcan
en las garras de la indigencia.
Fuera de esto, si en tu tierra los nobles no saben valerse de sus
manos para buscar su alimento, tampoco sabrán valer a los
demás, y entonces dime: ¿de qué sirve en tu tierra un
noble o rico (que me parece que tú los juzgas iguales)? ¿De
qué sirve uno de éstos, digo, al resto de sus
conciudadanos? Seguramente un rico o un noble será una carga
pesadísima a la república.
No, señor, le respondí, a los nobles y a los ricos
los dirigen sus padres por las dos carreras ilustres que hay, que son
las armas y las letras, y en cualquiera de ellas son utilísimos
a la sociedad.
Muy bien me parece, dijo el virrey. ¿Conque a las armas o a las
letras está aislada toda la utilidad por venir de tus nobles?
Yo no entiendo esas frases. Dime, ¿qué oficios son las armas y
las letras?
Señor, le contesté, no son oficios sino profesiones,
y si tuvieran el nombre de oficios serían viles y nadie
querría dedicarse a ellas. La carrera de las armas es
aquélla donde los jóvenes ilustres se dedican a aprender
el arte de la guerra con el auxilio del estudio de las
matemáticas, que les enseña a levantar planos de
fortificación, a minar una fortaleza, a dirigir
simétricamente los escuadrones, a bombear una ciudad, a
disponer un combate naval, y a cosas semejantes, con cuya ciencia se
hacen los nobles aptos para ser buenos generales, y ser útiles
a su patria defendiéndola de las incursiones de los
enemigos.
Esa ciencia es noble en sí misma y demasiado útil a
los ciudadanos, dijo el chino, porque el deseo de la
conservación individual de cada uno exige apreciar a los que se
dedican a defenderlos. Muy noble y estimable carrera es la del
soldado; pero, dime, ¿por qué en tu tierra son tan exquisitos
los soldados? ¿Que no son soldados todos los ciudadanos? Porque
aquí no hay uno que no lo sea. Tú mismo, mientras vivas
en nuestra compañía, serás soldado y
estarás obligado a tomar las armas con todos, en caso de verse
acometida la isla por enemigos.