El Periquillo Sarniento (91 page)

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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Es verdad que tuvo razón, dije yo, porque ciertamente todos
debíamos estar instruidos en las leyes que nos gobiernan para
deducir nuestros derechos ante los jueces, sin necesidad de valernos
de otra tercera persona que hiciera por nosotros estos
oficios. Seguramente en lo general saldrían mejor librados los
litigantes bajo este método, ya porque se defenderían
con más cuidado, y ya porque se ahorrarían de un
sinnúmero de gastos que impenden en agentes, procuradores,
abogados y relatores.

No me descuadra esta costumbre de tu tierra, ni me parece inaudita
ni jamás practicada en el mundo, porque me acuerdo haber
leído en Plauto que, hablando de lo inútiles, o a lo
menos de lo poco respetadas que son las leyes en una tierra donde
reina la relajación de las costumbres, dice:

…Eæ miseræ etiam
Ad parietem sunt fixæ clavis ferreis, ubi
Malos mores adfigi nimis fuerat æquius.

Arrugó el chino las cejas al escucharme, y
me dijo: conde, yo entiendo mal el español y peor el
inglés; pero esa lengua en que me acabáis de hablar la
entiendo menos, porque no entiendo una palabra.

¡Oh, amigo!, le dije, ésa es la lengua o el idioma de los
sabios. Es el latino, y quiere decir lo que oíste que
son
infelices las leyes en estar fijadas en las paredes con clavos de
hierro, cuando fuera más justo que estuvieran clavadas
allí las malas costumbres
. Lo que prueba que en Roma se
fijaban las leyes públicamente en las paredes como se hace en
esta ciudad.

¿Con que eso quiere decir lo que me dijiste en latín?,
preguntó Limahotón. Sí, eso quiere decir. Pues si
lo sabes y lo puedes explicar en tu idioma, ¿para qué hablas en
lengua que no entiendo?

¿Ya no dije que ésa es la lengua de los sabios?, le
contesté, ¿cómo sabrías que yo entendía el
latín, y que tenía buena memoria, pues te citaba
las mismas palabras de Plauto, manifestando al mismo tiempo un rasgo
de mi florida erudición?

Si hay algún modo de pasar plaza de sabios en nuestras
tierras es disparando latinajos de cuando en cuando. Eso será,
dijo el chino, las veces que toque hablar entre los sabios, pues,
según tu dijiste, es la lengua de los sabios y ellos se
entenderán con ella; pero no será costumbre hablar en
ese idioma entre gentes que no lo entienden.

Poco sabes de mundo, Limahotón, le dije. Delante de los que
no entienden el latín se ha de salpicar la conversación
de latines para que tengan a uno por instruido; porque delante de los
que lo entienden va uno muy expuesto a que le cojan un barbarismo, una
cita falsa, un anacronismo, una sílaba breve por una larga, y
otras chucherías semejantes; y así no, entre los
romancistas y las mujeres va segurísima la erudición y
los
latinorum
. Yo he oído en mi tierra a muchos
sujetos hablar en un estrado de señoras de Códigos y
Digestos; de los sistemas de Ptolomeo, Cartesio o Renato Descartes, y
de Newton; del fluido eléctrico, materia prima, turbillones,
atracciones, repulsiones, meteoros, fuegos fatuos, auroras boreales y
mil cosas de éstas, y todo citando trozos enteros de los
autores en latín; de modo que las pobres niñas, como no
han entendido nada, se han quedado con la boca abierta diciendo: ¡mira
qué caso!

Así me he quedado yo, dijo el chino, al oírte
desatinar en tu idioma y en el extraño; pero no porque no
entiendo te tendré por sabio en mi vida; antes pienso que te
falta mucho para serlo, pues la gracia del sabio está en darse
a entender a cuantos lo escuchen; y, si yo me hallara en tu tierra en
una conversación de esas que dices, me saldría de ella,
teniendo a los que hablaban por unos ignorantes presumidos, y a los
que los escuchaban por unos necios de remate, pues fingían
divertirse y admirarse con lo que no entendían.

Viendo yo que mi pedantería no agradaba al chino, no
dejé de correrme, pero disimulé y traté de
lisonjearlo aplaudiendo las costumbres de su país; y así
le dije: después de todo, yo estoy encantado con esta bella
providencia de que estén fijadas las leyes en los lugares
más públicos de la ciudad. A fe que nadie podrá
alegar ignorancia de la ley que lo favorece o de la que lo
condena. Desde pequeñitos sabrán de memoria los
muchachos el código de tu tierra; y no que en la mía
parece que son las leyes unos arcanos cuyo descubrimiento está
reservado para los juristas, y de esta ignorancia se saben valer los
malos abogados con frecuencia para aturdir, enredar y pelar a los
pobres litigantes.

Y no pienses que esta ignorancia de las leyes depende del capricho
de los legisladores, sino de la indolencia de los pueblos y de la
turbamulta de los autores que se han metido a interpretarlas, y
algunos tan larga y fastidiosamente que, para explicar o confundir lo
determinado sobre una materia, verbigracia sobre el divorcio, han
escrito diez librotes en folio, tamañotes, amigo,
tamañotes, de modo que sólo de verlos por encima quitan
las ganas de abrirlos.

¿Conque, según eso, decía el chino, también
entre esos señores hay quienes pretendan parecer sabios a
fuerza de palabras y discursos impertinentes? Ya se ve que sí
hay, le contesté, sobre que no hay ciencia que carezca de
charlatanes. Si vieras lo que sobre esto dice un autorcito que
tenía un amigo que murió poco hace de coronel en Manila,
te rieras de gana.

¿Sí? ¿Pues qué dice? Qué ha de decir,
escribió un librito titulado
Declamaciones contra la
charlatanería de los eruditos
, y en él pone de oro
y azul a los charlatanes gramáticos, filósofos,
anticuarios, historiadores, poetas, médicos… en una palabra,
a cuantos profesan el charlatanismo a nombre de las ciencias, y
tratando de los abogados
malos
,
rábulas
y
leguleyos
, lo menos que dice es esto: «Ni son de mejor
condición los indigestos citadores, familia
abundantísima entre los letrados; porque, si bien todas las
profesiones abundan harto en pedantes, en la jurisprudencia no
sé por cuál fatalidad ha sido siempre excesivo el
número. Hayan de dar un parecer, hayan de pronunciar un voto,
revuelven cuantos autores pueden haber a las manos, amontonan una
enorme salva de citas y, recargando las márgenes de sus
papelones, creen que merecen grandes premios por la habilidad de haber
copiado de cien autores cosas inútiles e impertinentes…

»Deberíamos también decir algo aquí de los que
profesan la
Rabulística
, llamada por
Aristóteles
Arte de mentir
. Cuando los vemos semejarse
a la necesidad, esto es, carecer de leyes; cuando, para lograr nombre
entre los ignorantes, se les ve echar mano de sutilezas
ridículas, sofismas indecentes, sentencias de oráculos,
clausulones de estrépito, y las demás artes de la
más pestilente charlatanería; cuando, abusando con
pérfida abominación de las trampas que suministran lo
versátil de las fórmulas y de las interpretaciones
legales, deduciendo artículos de artículos, nuevas
causas de las antiguas, dilatan los pleitos, obscurecen su
conocimiento a los jueces, revuelven y enredan los cabos de la
justicia, truecan y alteran las apariencias de los hechos para
deslumbrar a los que han de decidir; y todo esto por la vil ganancia,
por el interés sórdido, y a veces también por
tema y terquedad inicua; cuando se les ve, digo…». Ya está,
dijo Limahotón, que eso es mucho hablar, y mis orejas no se
pagan de la murmuración.

No, Loitia, le dije, no es murmuración, es crítica
juiciosa del autor. El murmurador o detractor es punible porque
descubre los defectos ajenos con el maldito objeto de dañar a
su prójimo en el honor, y por esto siempre acusa la persona
determinándola. El crítico, ya sea moral, ya
satírico, no piensa en ninguna persona cuando escribe, y
sólo reprende o ridiculiza los vicios en general con el loable
deseo de que se abominen; y así, Juan Burchardo, que es el
autor cuyas palabras oíste, no habló mal de los
abogados, sino de los vicios que observó en muchos, y no en
todos, pues con los sabios y buenos no se mete.

¿Luego también hay abogados buenos y sabios?,
preguntó el chino, a quien dije: y como que los hay excelentes,
así en su conducta moral, como en su sólida
instrucción. Unos Solones son muchos de ellos en la justicia, y
unos Demóstenes en la elocuencia, y claro es que éstos,
lejos de merecer la sátira dicha, son acreedores a nuestra
estimación y respetos.

Con todo eso, dijo el chino, si tú y ese autor cayeran en
poder de los abogados malos y embrolladores, habíais de tener
mal pleito. Si era su encono por sólo esto, le contesté,
sería añadir injusticia a su necedad, pues ni el autor
ni yo hemos nombrado a Pedro, Sancho ni Martín; y así
haría muy mal el abogado que se manifestara quejoso de
nosotros, pues entonces él mismo se acusaba contra nuestra
sencilla voluntad.

Sea de esto lo que fuere, dijo el asiático, yo estoy
contento con la costumbre de mi patria, pues aquí no hemos
menester abogados porque cada uno es su abogado cuando lo necesita, a
lo menos en los casos comunes. Nadie tiene autoridad para interpretar
las leyes, ni arbitrio para desentenderse de su observancia con
pretexto de ignorarlas. Cuando el soberano deroga alguna o de
cualquier modo la altera, inmediatamente se muda o se fija
según debe regir nuevamente, sin quedar escrita la antigua que
estaba en su lugar. Finalmente, todos los padres están
obligados, bajo graves penas, a enseñar a leer y escribir a sus
hijos, y presentarlos instruidos a los jueces territoriales antes que
cumplan los diez años de su edad, con lo que nadie tiene justo
motivo para ignorar las leyes de su país.

Muy bellas me parecen estas providencias, le dije, y, a más
de muy útiles, muy fáciles de practicarse. Creo que en
muchas ciudades de Europa admirarían este rasgo político
de legislación que no puede menos que ser origen de muchos
bienes a los ciudadanos, ya excusándolos de litigios
inoportunos, y ya siquiera librándolos de las socaliñas
de los agentes, abogados, y demás oficiales de pluma, de que no
se escapan por ahora cuando se ofrece.

Pero ya te dije, este mal o la ignorancia que el pueblo padece de
las leyes, así en mi patria como en Europa, no dimana de los
reyes, pues éstos, interesados tanto en la felicidad de sus
vasallos cuanto en hacer que se obedezca su voluntad, no sólo
quieren que todos sepan las leyes, sino que las hacen publicar y fijar
en las calles apenas las sancionan; lo que sucede es que no se fijan
en lápidas de mármol como aquí, sino en pliegos
de papel, materia muy frágil para que permanezca mucho
tiempo.

A los soldados se les leen las ordenanzas o leyes penales para que
no aleguen ignorancia; y, por fin, en el código español
vemos expresada claramente esta voluntad de los monarcas, pues entre
tantas leyes como tiene se leen las palabras siguientes:
Ca
tenemos que todos los de nuestro señorío deben saber
estas nuestras leyes
[186]
.
Y
debe la ley ser manifiesta, que todo hombre la pueda entender, y que
ninguno por ella reciba
engaño
[187]
.

Todo lo que prueba que, si los pueblos viven ignorantes de sus
derechos y necesitan mendigar su instrucción, cuando se les
ofrece, de los que se dedican a ella, no es por voluntad de los reyes,
sino por su desidia, por la licencia de los abogados y, lo que es
más, por sus mismas envejecidas costumbres, contra las que no
es fácil combatir.

Tú me admiras, conde, decía el chino. A la verdad que
eres raro: unas veces te produces con demasiada ligereza, y otras
con juicio como ahora. No te entiendo.

En esto llegamos a palacio y se concluyó nuestra
conversación.

Capítulo V

En el que refiere Periquillo cómo
presenció unos suplicios en aquella ciudad, dice los que fueron
y relata una curiosa conversación sobre las leyes penales que
pasó entre el chino y el español

Al día siguiente salimos a nuestro
paseo acostumbrado y, habiendo andado por los parajes más
públicos, hice ver a Limahotón que estaba admirado de no
hallar un mendigo en toda la ciudad, a lo que él me
contestó: aquí no hay mendigos aunque hay pobres,
porque, aun de los que lo son, muchos tienen oficio con que
mantenerse; y, si no, son forzados a aprenderlo por el gobierno.

¿Y cómo sabe el gobierno, le pregunté, los que tienen
oficio y los que no? Fácilmente, me dijo, ¿no adviertes que
todos cuantos encontramos tienen una divisa particular en la piocha o
remate del tocado de la cabeza? Reflexioné que era según
el chino me decía, y le dije: en verdad que es como me lo
dices, y no había reparado en ella. ¿Pero qué significan
esas divisas? Yo te lo diré, me contestó.

En esto nos acercamos a un gran concurso que estaba junto en una
plaza con no sé qué motivo, y allí me dijo mi
amigo: mira, aquel que tiene en la cabeza una cinta o listón
ancho de seda nácar es juez, aquel que la tiene amarilla es
médico, el otro que la tiene blanca es sacerdote, el otro que
se adorna con la azul es adivino, aquel que la trae verde es
comerciante, el de la morada es astrólogo, el de la negra
músico; y así con las cintas anchas de seda, ya bordadas
de estambre, y ya de éste o el otro metal, se conocen los
profesores de las ciencias y artes más principales.

Los empleados en dignidad, ya con relación al gobierno
político y militar, que aquí no se separan, ya en orden
a la religión, se distinguen con sortijas de piedras en el
pelo, y, según son las piedras y las figuras de las sortijas,
manifiestan sus graduaciones.

Mi hermano, que es el virrey, o el segundo después del rey,
ya lo viste, tiene una sortija de brillantes colocada sobre la
coronilla del tocado, o en la parte más superior. Yo, que soy
un Chaen o visitador general en su nombre, la tengo también de
brillantes, pero más angosta y caída para atrás;
aquel que la tiene de rubíes es magistrado, aquel de la de
esmeraldas es el sacerdote principal, el de la de topacios es
embajador, y así se distinguen los demás.

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