Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
La tal Clisterna tuvo harta habilidad para disimular el
entumecimiento de su vientre, haciendo pasar sus bascas y achaques por
otra enfermedad de su sexo, con los auxilios de un médico y una
criada que había terciado en sus amores.
No se descuidó en tomar cuantos estimulantes pudo para
abortar, pero el cielo no permitió se lograran sus inicuos
intentos.
Se llegó el plazo natural en que debía yo ver la luz
del mundo. El parto fue feliz, porque Clisterna no padeció
mucho, y prontamente se halló desembarazada de mí y
libre del riesgo de que, por entonces, se descubriera su
liviandad. Inmediatamente me envolvió en unos trapos, me puso
un papel que decía que era hijo de buenos padres y que no
estaba bautizado, y me entregó a su confidenta para que me
sacara de casa. ¿Merecerá esta cruel el tierno nombre de madre?
¿Será digna de mi amor y gratitud? ¡Ah, mujer impía!
Tú con escándalo de las fieras y con horror de la
naturaleza apenas contra tu voluntad me pariste, cuando me arrojaste
de tu casa. Te avergonzaste de parecer madre, pero depusiste el rubor
para serlo. Ningún respeto te contuvo para prostituirte y
concebirme, pero para parirme, ¡cuántos!, para criarme a tus
pechos, ¡qué imposibles! Nada tengo que agradecerte, mujer
inicua, y mucho por que odiarte mientras me dure la vida, esta vida de
que tantas veces me quisiste privar con bebedizos… pero apartemos la
vista de este monstruo, que por desgracia tiene tantos semejantes en
el mundo.
La bribona criada, tan cruel como su ama, como a las diez de la
noche salió conmigo y me tiró en los umbrales de la
primera accesoria que encontró.
Allí quedé verdaderamente expuesto a morirme de
frío, o a ser pasto de los hambrientos perros. La gana de mamar
o la inclemencia del aire me obligaban a llorar naturalmente, y la
vehemencia de mi llanto despertó a los dueños de la
casa. Conocieron que era recién nacido por la voz; se
levantaron, abrieron, me vieron, me recogieron con la mayor caridad, y
mi padre (así lo he nombrado toda mi vida), dándome
muchos besos, me dejó en el regazo de mi madre, y a esa hora
salió corriendo a buscar una chichigua.
Con mil trabajos la halló, pero volvió con ella muy
contento. A otro día trataron de bautizarme, siendo mis
padrinos los mismos que me adoptaron por hijo. Estos señores
eran muy pobres, pero muy bien nacidos, piadosos y cristianos.
Avergonzándose, pidiendo prestado, endrogándose,
vendiendo y empeñando cuanto poco tenían, lograron
criarme, educarme, darme estudios y hacerme hombre; y yo tuve la
dulce satisfacción, después que me vi colocado con un
regular sueldo en una oficina, de mantenerlos, chiquearlos, asistirlos
en su enfermedad y cerrar los ojos de cada uno con el verdadero
cariño de hijo.
Ellos me contaron del cruel marqués y de la impía
Clisterna todo lo que os he dicho, después que al cabo de
tiempo lo supieron de boca de la misma criada de quien tan ciega
confianza hizo Clisterna. Al referírmelo me estrechaban en sus
brazos; si me veían contento, se alegraban; si triste, se
compungían y no sabían cómo alegrarme; si
enfermo, me atendían con el mayor esmero; y jamás me
nombraron sino con el amable epíteto de hijo, ni yo
podía tratarlos sino de padres, y de este mismo modo los
amaba… ¡Ay, señores!, ¿y no tuve razón de hacerlo
así? Ellos desempeñaron por caridad las obligaciones que
la naturaleza impuso a mis legítimos padres. Mi padre
suplió las veces del marqués de Baltimore, hombre
indigno no sólo del título de marqués, sino de
ser contado entre los hombres de bien. Su esposa
desempeñó muy bien el oficio de Clisterna, mujer tirana
a quien jamás daré el amable y tierno nombre de
madre.
Cuando me vi sin el amparo y sombra de mis amantes padrinos,
conocí que los amé mucho y que eran acreedores a mayor
amor del que yo fui capaz de profesarles. Desde entonces no he
conocido y tratado otros mortales más sinceros, más
inocentes, más benéficos ni más dignos de ser
amados. Todos cuantos he tratado han sido ingratos, odiosos y
malignos, hasta una mujer en quien tuve la debilidad de depositar
todos mis afectos entregándole mi corazón.
Ésta fue una cruel hermosa, hija de un rico, con quien
tenía celebrados contratos matrimoniales. Ella mil veces me
ofreció su corazón y su mano, otras tantas me
aseguró que me amaba y que su fe sería eterna, y de la
noche a la mañana se entró en un convento y perjura
indigna ofreció a Dios una alma que había jurado
que era mía. Ella me escribió una carta llena de
improperios que mi amor no merecía; ella sedujo a su padre,
atribuyéndome crímenes que no había cometido,
para que se declarara, como se declaró, mi eterno y poderoso
enemigo; y ella, en fin, no contenta con ser ingrata y perjura,
comprometió contra mí a cuantos pudo para que me
persiguieran y dañaran, contándose entre éstos un
don Tadeo hermano suyo, que, afectándome la más tierna
amistad, me había dicho que tendría mucho gusto en
llamarse mi cuñado. ¡Ah, crueles!
Mientras que el misántropo contaba su historia,
advertí que mi cajero lo atendía con sumo cuidado y,
desde que tocó el punto de sus mal correspondidos amores,
mudaba su semblante de color a cada rato, hasta que, no pudiendo
sufrir más, le interrumpió diciéndole: Dispense
usted, señor, ¿cómo se llamaba esa señora de
quien usted está quejoso? Isabel. ¿Y usted? Yo, Jacobo, al
servicio de usted.
Entonces el cajero se levantó y, estrechándolo entre
sus brazos, le decía con la mayor ternura: buen Jacobo, amigo
desgraciado, yo soy tu amigo Tadeo, sí, yo soy el hermano de la
infeliz Isabel, tu prometida amante. Ninguna queja debes tener de
mí, ni de ella. Ella murió amándote, o más
bien murió en fuerza del mucho amor que te tuvo; yo hice cuanto
pude por informarte de su suerte, de su fallecimiento y constancia,
pero no fue posible saber de ti por más que hice.
Cuanto padeciste tú, mi hermana y yo, fue ocasionado por el
interés de mi padre, quien por sostener el mayorazgo de mi
hermano Damián impidió el casamiento de Isabel,
forzó a Antonio a ser clérigo y a mí me
dejó pereciendo en compañía de mi infelice madre,
que Dios perdone. Conque no tengas queja de la pobre Isabel, ni de tu
buen amigo Tadeo, que quizá la suma Providencia ha permitido
este raro encuentro para que te desagravie, te alivie y recompense en
cuanto pueda tu virtud.
A todo esto estaba como enajenado el misántropo, y yo,
acordándome del cuento del trapiento, y oyendo que el dicho
cajero no se llamaba Hilario sino Tadeo, y que concordaba bien cuanto
me contó aquél con lo que éste acababa de
referir, le dije: don Hilario, don Tadeo o como usted se llame,
dígame usted, por vida suya y con la ingenuidad que acostumbra,
¿se ha visto usted alguna vez calumniado de ladrón? ¿Ha vivido
en alguna accesoria? ¿Ha tenido o tiene más hijos que la
niña que me dice? Y, por fin, ¿se llama Tadeo o Hilario?
Señor, me dijo, me he visto calumniado de ladrón, he
vivido en accesoria, he tenido dos niños, a más de
Rosalía, que han muerto, y en efecto me llamo Tadeo, y no
Hilario.
Pues sírvase usted de decirme cómo fue esa
calumnia. Estando yo una tarde, me dijo, parado en un zaguán
cerca del Factor y en el pelaje más despreciable, un
mocetoncillo que iba con unos soldados se afirmó en que yo le
había dado a vender una capa de golilla, que resultó
robada, con la que se habían robado unos libros, una peluca y
qué sé yo qué más. Los soldados me
llevaron ante el juez, éste por fortuna me conocía, y a
toda mi familia, sabía cuál era mi conducta y la causa
de mis desgracias, y no dudó asegurar que estaba yo inocente, y
prometió probarlo siempre que se le manifestara al que me
calumnió; pero esto no pudo ser, porque los soldados ya lo
habían soltado; con esto me dejaron en libertad.
¿Y qué hizo usted, don Tadeo, le pregunté,
llegó usted a ver a su calumniador? ¿Supo quién era? Y
si lo vio, ¿qué hizo para vindicarse? Es regular que lo pusiera
usted en la cárcel. No, señor, me dijo, pasó en
la misma tarde por mi casa, lo conocí, lo metí en ella
y, cuando lo convencí de que era hombre de bien, lo
hospedé en mi casa esa noche, mi madre le curó unas
ligeras roturas de cabeza y lo dejé ir en paz.
¿Y cómo se llamaba ese pícaro que calumnió a
usted?, le pregunté, y don Tadeo me contestó que no lo
sabía ni se lo había querido preguntar. Entonces
yo, lleno del júbilo que no soy bastante a explicar, me
abracé de don Tadeo, y el misántropo, satisfecho del
buen proceder de su amigo, y creyéndome algo bueno, se
abrazó de nosotros, y en un nudo que expresaba el cariño
y la confianza se enlazaron nuestros brazos; nuestras lágrimas
manifestaban los sentimientos de la gratitud, la reconciliación
y la amistad, y un enfático silencio aclaraba elocuente las
nobles pasiones de nuestras almas.
Yo, antes que todos, interrumpí aquel éxtasis
misterioso, y dije a Tadeo: yo, yo soy, noble amigo, aquel mismo que
cuando me prostituí agravié a usted imputándole
un robo que no había cometido, yo soy a quien benefició
el extremo de su caridad, yo quien sé todas sus desgracias, yo
quien lo he tenido por mi sirviente, y yo, por último, soy
quien tendré por mucha honra que desde hoy me asiente entre sus
amigos.
Esta mi sincera confesión no hizo más que confirmar a
aquellos señores en que yo era hombre de bien a toda prueba, y
así, después de que más despacio nos contamos
nuestras aventuras, confirmamos nuestras amistades y juramos
conservarlas para siempre.
El misántropo, enteramente mudado, dijo: cierto,
señores, que tengo mucho que agradecer a mi caballo, porque me
condujo a un pueblo a donde yo no pensaba venir… pero, ¿qué
hablo? Al cielo, a la Providencia, al Dios de las bondades es a quien
debo agradecer semejante impensado beneficio. Por uno de aquellos
estudiados designios de la Deidad, que los hombres necios llamamos
contingencias, se desbocó mi caballo a tiempo que ustedes me
vieron y porfiaron por traerme a su casa, en donde he visto el
desenlace de mis desgracias con una felicidad no esperada; pues es
felicidad satisfacerme, aunque tarde, de la constante fidelidad de mi
amada y de mi buen amigo Tadeo. Ya conozco que es un desatino
aborrecer al género humano por las ingratitudes de muchos de
sus individuos, y que, por más inicuos que haya, no
faltan algunos beneméritos, agradecidos, finos, leales,
sensibles, virtuosos y hombres de bien a toda prueba. Es menester
hacer justicia a los buenos por más que abunden los malos. Yo
lo conozco, y en prueba de ello pido a ustedes que me perdonen del
loco concepto que me debían.
Deja eso, dijo Tadeo, yo he sido, soy y seré tu amigo
mientras viva. Estoy persuadido de que la misma bondad de tu genio, tu
sencillez, tu sensibilidad y tu virtud te hicieron creer que todos los
hombres se manejaban como debían, según el orden de la
razón, y, habiendo experimentado que no era así,
incurriste en otro error más grosero, creyendo que no
había hombre bueno en el mundo, o cuando menos que éstos
eran demasiado raros, y, según esta equivocación, no era
muy extraña tu misantropía; pero ya ves que no es como
lo has pensado, y que, susceptible al error, creíste que yo e
Isabel te fuimos ingratos, al mismo tiempo que ésta
murió por amarte y yo no he perdonado diligencia por saber de
ti y confirmarte en mi amistad.
Yo también pensaba que los hombres prostituidos al vicio
jamás podían mudar enteramente de conducta; creía
que, conservando los resabios del libertinaje, les sería muy
difícil el sujetarse a la razón y ser benéficos;
y hoy con la mayor complacencia me ha desengañado mi amo y mi
amigo don Pedro, cuya conducta en el tiempo que le he servido me ha
edificado con su arreglo…
Calle usted, señor don Tadeo, le dije, no me avergüence
recordando mis extravíos y elogiando mi debido proceder. Mucho
menos me trato de amo, sino de amigo, de cuyo título me
lisonjeo. Yo acomodé a usted en mi servicio sin saber
quién era, y en el tiempo que me ha acompañado tengo
harto que agradecerle. En este tiempo todas han sido felicidades para
mí, siendo la última el feliz encuentro y
satisfacción del caballero don Jacobo.
No es la última felicidad que usted sabe, me dijo mi cajero,
aún resta otra que ustedes dos escucharán con
gusto. Oigan esta carta que acabo de recibir. Dice así:
«Señor don Tadeo Mayoli. México, 10 de octubre etc. Mi
amigo y señor: Ha fallecido su hermano de usted, el
señor don Damián, y, debiendo recaer en usted el
mayorazgo que poseía por haber muerto sin sucesor, la Real
Audiencia ha declarado a usted legítimo heredero del
vínculo, por lo que, después de darle los
plácemes debidos le suplico se sirva venir cuanto antes a la
capital para enterarlo del testamento de su señor hermano y
ponerlo en posesión de sus intereses, en cumplimiento de la
orden superior que para el efecto obra en el oficio de mi cargo.
»Aprecio esta ocasión para ofrecerme a la disposición
de usted como su afectísimo amigo y atento servidor que besa su
mano.
Fermín Gutiérrez
».
Este sujeto es el escribano ante quien se otorgó el
testamento. En virtud de esta carta tengo que partir para
México cuanto antes. A usted, señor don Pedro, mi amigo,
mi amo y favorecedor, le doy las gracias por el bien que me ha hecho,
y por el buen trato que me ha dado en su casa, ofreciéndole mis
cortos haberes y suplicándole no olvide en cualquier fortuna
que soy y he de ser su amigo; y a ti, querido Jacobo, te ofrezco mis
intereses con igual sinceridad y, para desenojarte de los agravios que
te infirió mi padre negándote a mi hermana por ser
tú pobre, pongo a tu disposición mis haberes con la mano
de mi hija si la quisieres. Es muchacha tierna, bien criada y nada
fea. Si gustas, enlázate con ella, que, ya que no es Isabel, es
Rosalía, quiero decirte que es rama del mismo tronco.
El misántropo, o don Jacobo, no sabía cómo
agradecer a Tadeo su expresión, pero se hallaba avergonzado por
ser pobre, y por dudar si sería agradable a su hija, mas
éste lo ensanchó diciéndole: no es defecto para
mí la pobreza donde concurren tan nobles cualidades; aún
no eres viejo y creo que mi hija te amará así que yo la
informe de quién eres.