Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
»Su Majestad socorra a usted como se lo pide -
el Licenciado
Maceta
».
La sensible impresión que me causaría esta agria
respuesta no es menester ponderarla a quien se considere en mi
lugar. Baste decir que fue tal, que dio conmigo en tierra postrado de
una violenta fiebre.
Luego que se me advirtió, me subieron a la enfermería
y me asistió la caridad prontamente.
Cuando me hallaron con la cabeza despejada, el médico, que
por fortuna era hábil, había advertido mi delirio y se
había informado de mi causa, hizo que me desengañara el
mismo escribano junto con el alcaide de que no había tal
sentencia, ni tenía que temer los prometidos azotes.
Entonces, como si me sacaran de un sepulcro, volví en
mí perfectamente, me serené, y se comenzó a
restablecer mi salud de día en día.
Cuando estuve ya convaleciente bajó el escribano a
informarse de mí de parte de los señores de la sala para
que le dijera quién me había metido semejante
ficción en la cabeza; porque fueron sabedores de toda mi
tragedia así porque yo se los dije en el escrito, como porque
leyeron la carta del tío que os he dicho, y formaron el
concepto de que yo sin duda era bien nacido, y por lo mismo se
debieron de incomodar con la pesadez de la burla y deseaban castigar
al autor.
Con esto el escribano y el alcaide se esforzaban cuanto
podían para que lo descubriera; pero yo, considerando su
designio, las resultas que de mi denuncia podían sobrevenir al
Aguilucho, y que no me resultaba ningún bien con perjudicar a
este infeliz necio, que bastantemente agravado estaba con sus
crímenes, no quise descubrirlo, y sólo decía que
como eran tantos no me acordaba a punto fijo de quién era.
No me sacaron otra cosa los comisionados de los ministros por
más que hicieron, y así, formando de mí el
concepto de que era un mentecato, se marcharon.
Quedeme en la enfermería más contento que en el
calabozo, ya porque estaba mejor asistido, y ya, en fin, porque entre
los que allí estaban había algunos de regulares
principios, y cuya conversación me divertía más
que la de los pillos del patio.
Como el escribano vio mi letra en el escrito se prendó de
ella, y fue cabalmente a tiempo que se le despidió el
amanuense, y valiéndose de la amistad del alcaide me propuso
que si quería escribirle a la mano que me daría cuatro
reales diarios. Yo admití en el instante, pero le
advertí que estaba muy indecente para subir arriba. El
escribano me dijo que no me apurara por eso, y en efecto al día
siguiente me habilitó de camisa, chaleco, chupa, calzones,
medias y zapatos; todo usado, pero limpio y no muy viejo.
Me planté de punta en blanco, de suerte que todos los presos
extrañaban mi figura renovada; ¿mas qué mucho si yo
mismo no me conocía al verme tan otro de la noche a la
mañana?
Comencé a servir a este mi primer amo con tanta puntualidad,
tesón y eficacia, que dentro de pocos días me hice
dueño de su voluntad, y me cobró tal cariño que
no sólo me socorrió en la cárcel, sino que me
sacó de ella y me llevó a su casa con destino, como
veréis en el capítulo siguiente.
En el que escribe Periquillo su salida de la
cárcel, hace una crítica contra los malos escribanos y
refiere, por último, el motivo por que salió de la casa
de Chanfaina y su desgraciado modo
Hay ocasiones de tal abatimiento y
estrechez para los hombres, que los más pícaros no
hallan otro recurso que aparentar la virtud que no tienen para
granjearse la voluntad de aquellos que necesitan. Esto hice yo
puntualmente con el escribano, pues, aunque era enemigo
irreconciliable del trabajo, me veía confinado en una
cárcel, pobre, desnudo, muerto de hambre, sin arbitrio para
adquirir un real, y temiendo por horas un fatal resultado por las
sospechas que se tenían contra mí; con esto le
complacía cuanto me era dable, y él cada vez me
manifestaba más cariño, y tanto que en quince o veinte
días concluyó mi negocio; hizo ver que no había
testigos ni parte que pidiera contra mí, que la sospecha era
leve y quién sabe qué más. Ello es que yo
salí en libertad sin pagar costas, y me fui a servirlo a su
casa.
Llamábase este mi primer amo don Cosme Casalla, y los presos
le llamaban el escribano Chanfaina, ya por la asonancia de esta
palabra con su apellido, o ya por lo que sabía revolver.
Era tal el atrevimiento de este hombre que una ocasión le vi
hacer una cosa que me dejó espantado, y hoy me escandalizo al
escribirla.
Fue el caso que una noche cayó un ladrón conocido y
harto criminal en manos de la justicia. Tocole la formación de
su causa a otro escribano, y no a mi amo. Convenciose y confesó
el reo llanamente todos sus delitos, porque eran innegables. En este
tiempo una hermana que éste tenía, no mal parecida, fue
a ver a mi amo empeñándose por su hermano, y
llevándole no sé qué regalito; pero mi dicho amo
se excusó diciéndole que él no era el
escribano de la causa, que viera al que lo era. La muchacha le dijo
que ya lo había visto, mas que fue en vano, porque aquel
escribano era muy escrupuloso y le había dicho que él no
podía proceder contra la justicia, ni tenía arbitrio
para mover a su favor el corazón de los jueces, que él
debía dar cuenta con lo que resultase de la causa, y los jueces
sentenciarían conforme lo que hallaran por conveniente, y
así que él no tenía qué hacer en eso; que
ella, desesperada con tan mal despacho, había ido a ver a mi
amo sabiendo lo piadoso que era y el mucho valimiento que tenía
en la sala, suplicándole la viese con caridad, que aunque era
una pobre le agradecería este favor toda su vida, y se lo
correspondería de la manera que pudiese.
Mi amo, que no tenía por dónde el diablo lo
desechara, al oír esta proposición, vio con más
cuidado los ojillos llorosos de la suplicante, y no
pareciéndole indignos de su protección se la
ofreció diciéndole: vamos, chata, no llores, aquí
me tienes; pierde cuidado que no correrá sangre la causa de tu
hermano; pero… al decir este pero se levantó y no pude
escuchar lo que le dijo en voz baja. Lo cierto es que la muchacha por
dos o tres veces le dijo sí señor, y se fue muy
contenta.
Al cabo de algunos días, una tarde que estaba yo escribiendo
con mi amo, fue entrando la misma joven toda despavorida, y entre
llorosa y regañona le dijo: no esperaba yo esto, señor
don Cosme, de la formalidad de usted, ni pensaba que así se
había de burlar de una infeliz mujer. Si yo hice lo que hice,
fue por librar a mi hermano según usted me prometió, no
porque me faltara quién me dijera por ahí te pudras,
pues, pobre como usted me ve, no me he querido echar por la calle de
enmedio, que si eso fuera, así, así me sobra quien me
saque de miserias, pues no falta una media rota para una pierna
llagada; pero maldita sea yo y la hora en que vine a ver a usted
pensando que era hombre de bien y que cumpliría su palabra
y… Cállate, mujer, le dijo mi amo, que has ensartado
más desatinos que palabras. ¿Qué ha habido?
¿Qué tienes? ¿Qué te han contado? Una friolera, dijo
ella, que está mi hermano sentenciado por ocho años al
Morro de La Habana. ¿Qué dices, mujer?, preguntó mi amo
todo azorado, si eso no puede ser, eso es mentira. Qué mentira
ni qué diablos, decía la adolorida, acabo de despedirme
de él y mañana sale. ¡Ay, alma mía de mi hermano!
¡Quién te lo había de decir, después que yo he
hecho por ti cuanto he podido!… ¿Cómo mañana, mujer?
¿Qué estás hablando? Sí, mañana,
mañana, que ya lo desposaron esta tarde y está entregado
en lista para que lo lleven. Pues no te apures, dijo mi amo, que
primero me llevarán los diablos que a tu hermano lo lleven a
presidio. Anda, vete sin cuidado, que a la noche ya estará tu
hermano en libertad.
Diciendo esto, la muchacha se fue para la calle y mi amo para la
cárcel, donde halló al dicho reo esposado con otro para
salir en la cuerda al día siguiente, según había
dicho su parienta.
Turbose el escribano al ver esto, mas no desmayó, sino que
haciendo una de las suyas desunció al reo condenado de su
compañero, y unció con éste a un pobre indio que
había caído allí por borracho y aporreador de su
mujer.
Este infeliz fue a suplir ocho años al Morro de La Habana
por el ladrón hermano de la bonita, el que a las oraciones de
la noche salió a la calle por arriba libre y sin costas,
apercibido de no andar en México de día; aunque
él no anduvo ni de noche, porque temiendo no se descubriera la
trácala del escribano, se marchó de la ciudad lo
más presto que pudo, quedando de este modo más solapada
la iniquidad.
Si tanta determinación tenía el amigo Chanfaina para
cometer un atentado semejante, ¿cuánta no tendría para
otorgar una escritura sin instrumentales, para recibir unos testigos
falsos a sabiendas, para dar una certificación de lo que no
había visto, para ser escribano y abogado de una misma parte,
para comisionarme a tomar una declaración, para omitir poner
su signo donde se le antojaba, y para otras ilegalidades
semejantes? Todo lo hacía con la mayor frescura, y atropellaba
con cuantas leyes, cédulas y reales órdenes se le
ponían por delante, siempre que entre ellas y sus trapazas
mediaba algún ratero interés; y digo ratero porque era
un hombre tan venal que por una o dos onzas, y a veces por menos,
hacía las mayores picardías.
A más de esto, era de un corazón harto cruel y
sanguinario. El infeliz que caía en sus manos por causa
criminal, bien se podía componer si era pobre, porque no
escapaba de un presidio cuando menos; y se vanagloriaba de esto
altamente, teniéndose por un hombre íntegro y
justificado, jactándose de que por su medio se había
cortado un miembro podrido a la república. En una palabra, era
el hombre perverso a toda prueba.
Parece que en mí es una reprensible ingratitud el
descubrimiento de los malos procederes de un hombre a quien
debí mi libertad y subsistencia por algún tiempo; pero
como mi intención no es zaherir su memoria ni murmurar su
conducta, sino sólo representar en ella la de algunos de sus
compañeros, y esto a tiempo que el original dejó de
existir entre los vivos, con la fortuna de no dejar un pariente que se
agravie, es regular que los hombres que piensan me excusen de aquella
nota, y más cuando sepan que el favor que me hizo no fue por
hacerme bien, sino por servirse de mí a poca costa; pues en
cerca de un año que le serví, a excepción de
cuatro trapos viejos y un real o dos para cigarros que me daba,
podía yo asegurar que estaba como los presidarios, sirviendo a
ración y sin sueldo; porque aunque me ofreció cuatro
reales diarios, éstos se quedaron en ofrecimientos.
Sin embargo, no debo pasar en silencio que le merecí haber
aprendido a su lado todas sus malas mañas
pro
famotiori
, como dicen los escolares, quiero decir, que las
aprendí bien y salí aprovechadísimo en el arte de
la cábala con la pluma.
En el corto término que os he dicho supe otorgar un poder,
extender una escritura, cancelarla, acriminar a un reo o defenderlo,
formar una sumaria, concluir un proceso y hacer todo cuanto puede
hacer un escribano; pero todo así así, y como lo hacen
los más, es decir, por rutina, por formularios y por costumbre
o imitación; mas casi nada porque yo entendiera perfectamente
lo que hacía, si no era cuando obraba con malicia particular,
que entonces sí sabía el mal que hacía, y el bien
que dejaba de hacer; pero por lo demás no pasaba de un
papelista intruso, semi-curial ignorante y cagatinta perverso.
Con todas estas recomendables circunstancias, se fiaba mi maestro
de mí sin el menor escrúpulo. Ya se ve, ¿de quién
mejor se había de fiar sino de un su discípulo que le
había bebido los alientos?
Un día que él no estaba en casa, me entretenía
en extender una escritura de venta de cierta finca que una
señora iba a enajenar. Ya casi la estaba yo concluyendo cuando
entró en busca de mi amo Chanfaina el licenciado don Severo,
hombre sabio, íntegro e hipocondriaco. Luego que se
sentó me preguntó por mi maestro, y a seguida me dijo:
¿qué está usted haciendo? Yo, que no conocía su
carácter, ni su profesión, ni luces, le contesté
que una escritura. ¿Pues qué, repitió él, la
está pasando a testimonio o extendiéndola original?
Sí señor, le dije, esto último estoy haciendo,
extendiéndola original. Bueno, bueno, dijo, ¿y de qué es
la escritura? Señor, respondí, es de la venta de una
finca. ¿Y quién otorga la escritura? La señora
doña Damiana Acevedo. ¡Ah!, sí, dijo el abogado, la
conozco mucho, es mi deuda política; está para casarse
tiempo hace con mi primo don Baltasar Orihuela; por cierto que es la
moza harto modista y disipadora. ¿Qué ya estará en el
estado de vender las fincas que podía llevar en dote? Aunque en
ese caso no sé cómo habrá de otorgar la
escritura. A ver, sírvase usted leerla.
Yo, hecho un salvaje y sin saber con quién estaba hablando,
leí la escritura, que decía así ni más ni
menos: «En la ciudad de México a 20 de Julio de 1780, ante
mí el escribano y testigos, doña Damiana Acevedo vecina
de ella otorga: que por sí y en nombre de sus herederos,
succesores e hijos, si algún día los tuviere, vende para
siempre a don Hilario Rocha natural de la Villa del Carbón y
vecino de esta capital, y a los suyos, una casa, sita en la calle del
Arco de la misma que en posesión y propiedad le pertenece por
herencia de su difunto padre el señor don José
María Acevedo, y se compone de cuatro piezas altas que son:
sala, recámara, asistencia y cocina; un cuarto bajo, un pajar y
una caballeriza; tiene quince pies de fachada y treinta y ocho de
fondo, todo lo que consta en la respectiva cláusula del
testamento de su expresado difunto padre, por cuyo título le
corresponde a la otorgante, la cual declara y asegura no tenerla
vendida, enajenada ni empeñada, y que está libre de
tributo, memoria, capellanía, vínculo, patronato,
fianza, censo, hipoteca y de cualquiera otra especie de gravamen; la
cual le dona con toda su fábrica, entradas, salidas, usos,
costumbres y servidumbres en forma de derecho, en cuatro mil pesos en
moneda corriente y sellada con el cuño mexicano, que ha
recibido a su satisfacción. Y desde hoy en adelante para
siempre jamás se abdica, desprende, desapodera, desiste, quita
y aparta, y a sus herederos y succesores, de la propiedad, dominio,
título, voz, recurso y otro cualquier derecho que a la citada
casa le corresponde, y lo cede, renuncia y traspasa plenamente con las
acciones reales, personales, útiles, mixtas, directas,
ejecutivas y demás que le competen, en el mencionado don
Hilario Rocha, a quien confiere poder irrevocable con libre, franca y
general administración, y constituye procurador actor en su
propio negocio, para que la goce, y sin dependencia ni
intervención de la otorgante la cambie, enajene, use y disponga
de ella como de cosa suya adquirida con justo legítimo
título, y tome y aprenda de su autoridad o judicialmente
la real tenencia y posesión que en virtud de este instrumento
le pertenece; y para que no necesite tomarla y antes bien conste en
todo tiempo ser suya, formaliza a su favor esta escritura de que le
daré copia autorizada. Asimismo declara que el justo precio y
valor de la tal finca son los dichos cuatro mil pesos, y que no vale
más ni ha hallado quien le dé más por ella; y si
más vale o valer pudiere, hace del exceso grata donación
pura, mera, perfecta o irrevocable que el derecho llama
inter
vivos
, al expresado Rocha y sus herederos, renunciando para esto
la ley I. tít. XI. lib. 5 de la
Recopilación
, y
la que de esto trata fecha en cortes de Alcalá de Henares, como
también la de
non numerata pecunia
, la del
senado-consulto Veleyano, y se somete a la jurisdicción de los
señores jueces y justicias de Su Majestad renunciando las
leyes
si qua mulier
, la de
si convenerit de jurisdictione
omnium judicum
, y cuantas puedan hallarse a su favor por
sí y sus herederos, obligándose además a que
nadie le inquietará ni moverá pleito sobre la propiedad,
posesión o disfrute de dicha casa, y si se le inquietare,
moviere o apareciere algún gravamen, luego que la otorgante y
sus herederos y succesores sean requeridos conforme a derecho,
saldrán a su defensa y seguirán el pleito a sus expensas
en todas instancias y tribunales hasta ejecutoriarse, y dejar al
comprador en su libre uso y pacífica posesión; y no
pudiendo conseguirlo le darán otra igual en valor,
fábrica, sitio, renta y comodidades, o en su defecto le
restituirán la cantidad que ha desembolsado, las mejoras
útiles, precisas y voluntarias que tenga a la sazón, el
mayor valor que adquiera con el tiempo, y todas las costas, gastos y
menoscabos que se le siguieren, con sus intereses, por todo lo cual se
les ha de poder ejecutar sólo en virtud de esta escritura, y
juramento del que la posea o lo represente en quien defiere su importe
relevándole de otra prueba. Así pues, y a la observancia
de todo lo referido obliga su persona y bienes habidos y por haber, y
con ellos se somete a los jueces y justicias de Su Majestad para
que a ello la compelan como por sentencia pasada, consentida y no
apelada en autoridad de cosa juzgada, renunciando su propio fuero,
domicilio y vecindad con la general del derecho, y así lo
otorgó. Y presente don Hilario Rocha, a quien doy fe conozco,
impuesto en el contenido de este instrumento, sus localidades y
condiciones, dijo: que aceptaba y aceptó la compra de la
expresada casa como en ello se contiene, y se obliga…». Basta, dijo
el licenciado Severo, que es menester gran vaso para escuchar un
instrumento tan cansado, y a más de cansado, tan
ridículo y mal hecho. ¿Usted, amiguito, entiende algo de lo que
ha puesto? ¿Conoce a esa señora? ¿Sabe cuáles son las
leyes que renuncia? Y… A este tiempo entró mi amo Chanfaina,
e impuesto de las preguntas que me estaba haciendo el licenciado le
dijo: este muchacho poco ha de responder a usted de cuanto le
pregunte, porque no pasa de un escribientillo aplicado. Esta escritura
que usted ha escuchado la hizo por el machote que le dejé y por
los que me ha visto hacer, y como tiene una feliz memoria se le queda
todo fácilmente. Hemos de advertir que hasta aquí ni yo
ni mi patrón sabíamos si era licenciado el tal don
Severo, y sólo pensábamos que era algún pobre que
iba a ocuparnos.