Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Prestar al valer, me respondió, es prestar con la
obligación de dar el agraciado al prestador medio o un real de
cada albur que gane, y prestar a si chifla es prestar con un plazo
señalado, sin usura, pero con la condición de que pasado
éste, y no sacando la prenda, se pierde ésta sin remedio
en el dinero que se prestó sobre ella, sin tener el
dueño acción para reclamar las demasías.
Muy bien, dije yo, he quedado bien enterado en el asunto, y saco
por buena cuenta que ya de uno, ya de otro modo está el
empeñador muy expuesto a quedarse sin su alhaja y los tales
logreros en ocasión próxima de que se los lleve el
diablo.
Eso no te apure, dijo el Aguilucho, que se los lleve o no,
¿qué cuidado se te da? ¿Acaso tú los pariste? El caso es
que nos habiliten con monedas para jugar, y por lo demás
allá se las avenga.
Todo está bueno, hermano, pero si esas prendas no son
mías, ¿cómo las puedo empeñar? Con las manos,
decía mi gran amigo, y si no quieres hacerlo tú, yo lo
haré, que sé muy bien quién presta, y
quién no, en nuestra casa. Lo que te puede detener es lo que
responderás a don Antonio cuando venga por ellas, ¿no es eso?
Pues mira, la respuesta es facilísima, natural y que debe pasar
a la fuerza, y es decir que te robaron. No pienses que don Antonio lo
ha de dudar, porque a él mismo le hemos robado yo y otros no
tan asimplados como tú; y así es preciso que él
se acuerde y diga: si a mí que era dueño de lo
mío me robaban, ¿cómo no han de robar a este tonto,
nuevo y que no ha de cuidar lo mío tanto como yo propio?
Fuera de que, aun cuando no discurriera de este modo, sino que
pensara que era trácala tuya, ¿qué te había de
hacer? Ya estás en la cárcel, hijo, ni más
adentro, ni más afuera.
Pero no tengas cuidado de que lo sepa, aunque vendas hasta
los bancos públicamente, pues aquí todos nos tapamos con
una frazada
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, y no te
descubriéramos, si el diablo nos llevara.
Yo creo cuanto me dices, le contesté; pero mira, ese sujeto
es un buen hombre; ha hecho confianza de mí, se ha dado por mi
amigo y lo ha manifestado llenándome de favores. ¿Cómo,
pues, es posible que yo proceda con él de esa manera?
¡Qué animal eres!, decía el Gavilán; lo
primero que esa amistad de don Antonio era por su conveniencia, por
tener con quien platicar, y porque con nosotros no tenía
partido por mono, ridículo y misterioso. Lo segundo que, ya
embriagado con su libertad, no se acordará en la vida de
estos
tiliches
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,
así como no se ha acordado en cuatro días que ha que
salió. Lo tercero que, en caso que se acuerde, es fuerza que
crea la disculpa sin hacerte cargo del robo; y lo cuarto y
último, que eso no se llama agraviar a los amigos, pues
tú no le haces ningún agravio, ni le quitas su mujer ni
su crédito, ni sus intereses, ni le das una puñalada, ni
le haces ninguna injuria a sus sabiendas. Le vendes una que otra
friolerilla por pura necesidad y sin que lo sepa, lo que es
señal de grande amistad. Si le hicieras algún
daño cierto de que lo había de saber, era señal
de que lo querías agraviar; pero venderle cuatro trapos, seguro
de que no lo sabrá, es la prueba más incontestable de
que lo quieres bien, lo que puede aquietar tu interior.
Finalmente, tanto hizo y dijo el pícaro mulatillo, que yo,
que poco había menester, me convencí y
empeñé en cinco pesos unos calzones de paño azul
muy buenos, con botones de plata, que había en la caja, y nos
fuimos a poner el montecito sin perder tiempo.
Como moscas a la miel acudieron todos los pillos enfrazadados
a jugar. Se sentaron a la redonda y comenzó mi amigo a barajar
y yo a pagar alegremente.
En verdad que era fullero el Aguilucho,
pero no tan diestro como decía, porque en un albur que iba
interesado con cosa de doce reales, hizo una deslomada tan tosca y a
las claras que todos se la conocieron, y comenzando por el
dueño de la apuesta amparándolo sus amigos, y al montero
los suyos, se encendió la cosa de tal modo que en un instante
llegamos a las manos, y, hechos un nudo unos sobre otros,
caímos sobre la carpeta del juego, dándonos terribles
puñetes, y algunos de amigos, pues como estábamos tan
juntos y ciegos de la cólera, los repartíamos sin la
mejor puntería, y solíamos dar el mejor mojicón
al mayor amigo. A mí, por cierto, me dio uno tan feroz el
Aguilucho que me bañó en sangre, y fue tal el dolor que
sentí que pensé que había escupido los sesos por
las narices.
El alboroto del patio fue tan grande que ni el presidente
podía contenerlo con su látigo, hasta que llegó
el alcaide, y como no era de los peores nos sosegamos por su
respeto.
Luego que nos serenamos, y estando yo en mi departamento, me fue a
buscar mi compañero el Aguilucho, quien, como acostumbrado a
estas pendencias en la cárcel y fuera de ella, estaba
más fresco que yo; y así con mucha sorna me
preguntó ¿cómo me había ido de campaña? De
los diablos, le respondí, todos los dientes tengo flojos y las
narices quebradas, siendo lo más sensible para mí que
tú fuiste quien me hizo tan gran favor.
Yo no lo sé, dijo el mulatillo, pero no lo niego, que cuando
me enojo no atiendo cómo ni a quién reparto mis
cariños. Ya viste que aquellos malditos casi me tenían
con la cara cosida contra el suelo, y así yo no veía a
dónde dirigía la mano. Sin embargo, perdóname,
hermano, que no lo hice a mal hacer. ¿Y es mucha la sangre que has
echado? No había de haber sido tanta, le respondí,
sobre que hasta desvanecido estoy. No le hace, añadió
él. Sábete que no hay mal que por bien no venga, y
regularmente un trompón de éstos bien dado, de cuando en
cuando, es demasiado provechoso a la salud, porque son unas
sangrías copiosas y baratas que nos desahogan las cabezas y nos
precaven de una fiebre.
Maldito seas tú y tu remedio condenado, le dije, y
será mejor que en la vida no me apliques otra semejante
sangría. Pero dime, ¿cómo salimos de monedas? Porque
será la del diablo que después de sangrados y magullados
hayamos salido sin blanca.
Eso sí que no, me respondió mi camarada, las tripas
hubiera dejado en manos de mis enemigos primero que un real. Luego que
vi que nos comenzamos a enojar, procuré afianzar la plata, de
suerte que cuando el general tocó a embestir ya los medios
estaban bien asegurados.
¿Y dónde?, le pregunté, porque tú no tienes
chupa, ni camisa, ni calzones, ni cosa que lo valga, ¿conque
dónde los escondiste tan presto? En la pretina de los calzones
blancos, me contestó, y entre el ceñidor, y por acabar
esa maniobra me pusieron como viste, que si desde el principio del
pleito me cogen con ambas manos francas, otro gallo les cantara a esos
tales; pero no somos viejos y sobran días en el año.
Vaya, deja esos rencores, le dije, a ver lo que me toca, porque ya
me muero de hambre y quisiera mandar traer de almorzar. Ya está
corrida esa diligencia, me contestó el Aguilucho, y por
señas que ahí viene tío Chepito el mandadero con
el almuerzo.
En efecto llegó el viejecito con una canasta bien habilitada
de manitas en adobo, cecina en tlemole, pan, tortillas, frijoles y
otras viandas semejantes. Llamó el Aguilón a sus
camaradas y nos pusimos todos en rueda a almorzar en buena paz y
compañía, pero en medio de nuestro gusto nos
acordábamos del pulquillo, y su falta nos
entristecía demasiado; mas al fin se suplió con
aguardiente de caña, y fueron tan repetidos los brindis que yo,
como poco o nada acostumbrado a beber, me trastorné de modo que
no supe lo que sucedió después, ni cómo me
levanté de allí. Lo cierto es que a la noche, cuando
volví en mí, me hallé en mi cama, no muy limpio y
con un fuerte dolor de cabeza; y de esta manera me desnudé y
procuré volver a dormir, lo que no me costó poco
trabajo.
En el que Periquillo da razón del robo que
le hicieron en la cárcel, de la despedida de don Antonio, de
los trabajos que pasó y de otras cosas que tal vez no
desagradarán a los lectores
Luego que amaneció, se levantaron
los presos de mi calabozo y yo el último de todos, aunque con
bastante hambre, como que no había cenado en la noche
anterior. Mi primera diligencia fue ir a sacar una tablilla de
chocolate para desayunarme; pero ¡cuál fue mi sorpresa
cuando, buscando en mi bolsa la llave de la cajita, no la hallé
en ella, ni debajo de la almohada, ni en parte alguna, y hostigado de
mi apetencia rompí la expresada caja y la encontré
limpia de todo el ajuar de don Antonio, al que yo miraba con demasiado
cariño! Confieso que estuve a pique de partirme la cabeza
contra la pared de rabia y desesperación, considerando la
realidad del suceso, esto es, que los mismos compañeros, luego
que me vieron borracho, me sacaron la llavecita de la bolsa y
despabilaron cuanto la infeliz depositaba.
Yo acertaba en el juicio, pero no podía atinar con el
ladrón, ni recabar el robo, y esto me llenaba de más
cólera; por manera que no me detenía en advertir
los funestos resultados que trae consigo la embriaguez, pues,
adormeciendo las potencias y embargando los sentidos, constituye al
ebrio en una clase de insensibilidad que lo hace casi semejante a un
leño, y en este miserable estado no sólo está
propenso a que lo roben, sino a que lo insulten y aun lo asesinen,
como se ha visto por repetidos ejemplares.
En nada menos pensaba yo que en esto, lo que me hubiera importado
bastante para no haber contraído este horroroso vicio, como lo
contraje aunque no con mucha frecuencia.
Suspenso, triste, cabizbajo y melancólico estaba yo sentado
en la cama royéndome las uñas, mirando de hito en hito
la pobre caja limpia de polvo y paja, maldiciendo a los ladrones,
echando la culpa a éste y al otro, y sin acordarme ya del
chocolate para nada; bien que aunque me acordara en aquel acto ¿de
qué me habría servido, si no había quedado ni
señal de que había habido tablillas en la caja?
Estando en esta contemplación llegó mi camarada el
Aguilucho, quien con una cara muy placentera me saludó y
preguntó que ¿cómo había pasado la noche? A lo
que yo le dije: la noche no ha estado de lo peor; pero la
mañana ha sido de los perros. ¿Y por qué, Periquillo?
¿Cómo por qué?, le dije. Porque me han robado. Mira
cómo han dejado la caja de don Antonio. Asomose el Aguilucho a
verla y exclamó como lastimado de mi desgracia: en verdad,
hombre, que está la caja más vacía que la que
llamaba don Quijote yelmo de Mambrino. ¡Qué diablura!
¡Qué picardía! ¡Qué infamia! A mí no me
espanta que roben, vamos, si yo soy del arte, ¿cómo me he de
escandalizar por eso? Lo que me irrita es que roben a los amigos;
porque, no lo dudes, Periquillo, en el monte está quien el
monte quema. Sí, seguramente que los ladrones son de casa, y yo
jurara que fueron algunos de los mismos pícaros que almorzaron
ayer con nosotros. Si yo hubiera olido sus intenciones, no sucede
nada de esto; porque no me hubiera apartado de ti, y no que,
deseoso de desquitarme de lo que gasté, fui a jugar con el
resto que nos quedó, y se nos arrancó de cuajo; pero no
te apures, que otro día será mañana.
Conque, según eso, le dije, ¿ni para el desayuno te ha
quedado? ¡Qué desayuno ni qué talega, me
contestó, si anoche me acosté sin un cigarro! Pero dime,
¿qué fue lo que se llevaron de la caja? Una friolera, le dije:
dos camisas, un par de calzoncillos, unas botas, unos zapatos buenos,
unos calzones de tripe, dos pañuelos, unos libros, mi
chocolate… últimamente, todo. ¡Qué bribonada!,
decía el mulatillo, yo lo siento, hermano, y andaré
listo por todos los calabozos y entresuelos a ver si rastreo algo de
eso que has dicho, que con una hilacha que encontremos, pierde
cuidado, todo parecerá; pero por ahora no te achucharres,
enderézate, levanta la cabeza,
párate
[126]
, vamos, sal
acá fuera y serénate, que no estamos hechos de trapos;
más se perdió en el diluvio y todo fue ajeno, como lo
que tú has perdido. Con que anda, Periquillo, ven, no seas
tonto, te desayunarás.
Queriendo que no queriendo me levanté deseoso del desayuno
prometido. Fuimos al calabozo del presidente, con quien habló
el Aguilucho como en secreto. Abrió el cómitre una caja,
y cuando yo pensé que iba a sacar una tablilla o dos, y alguna
torta de pan, vi que sacó una botella y un vaso y le
echó como medio cuartillo de aguardiente, el que tomó mi
camarada y lo pasó de su mano a la mía
diciéndome: toma, Periquillo, haz la mañana. Hombre, le
dije, yo no sé desayunarme si no es con chocolate. Pues
éste es chocolate, me contestó, lo que sucede es que el
que tú has bebido otras veces es de metate y éste es de
clavija; pero hijo, cree que éste es mejor, porque
fortalece el estómago y anima la cabeza… anda, pues, bebe,
que el señor presidente está esperando el vaso.
Con esta y semejantes persuasiones me convenció, y entre los
dos dimos vuelta al medio cuartillo, subiéndoseme la parte que
me tocó más presto de lo que era menester; pero por fin,
con tan ligero auxilio, a las dos horas ya estaba yo muy contento y no
me acordaba de mi robo.