Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Renegaba yo de Anselmo y de su flema, cuando nos llamaron
diciéndonos que ya estaban en casa los padres.
Salí a cumplimentarlos bien amostazado, y me hallé
con mi esposa transformada de cortesana en pastora de la Arcadia,
porque la madrina la vistió con un túnico de muy fina
muselina bordada de oro, le puso zapatos de lama del mismo metal y le
atravesó una banda de seda azul celeste con franjas de
oro. Tenía el pelo suelto sobre la espalda y recogido en la
cabeza con un lazo bordado, y cubierta con un sombrerillo de raso
también azul con garzotas blancas.
Este sencillo traje me sorprendió también, y me
serenó algo la cólera que me había dado el
descuidado de Anselmo; porque, como mi novia era hermosa y tan
niña, me parecía con aquel vestido una ninfa de las que
pintan los poetas. A todos les pareció lo mismo y la celebraban
a porfía.
Cuando Anselmo me vio un poco sereno, dijo, vámonos,
señores, que ya es tarde. Salieron todos y yo con ellos al lado
de mi esposa, pensando con qué pito iría a salir el
socarrón de Anselmo. Pero ¡cuál fue mi gusto cuando,
llegando a una gran casa de campo, que era de un conde rico, fui
mirando lo que no esperaba!
No quiso Anselmo que nos dilatáramos en ver la casa, sino
que nos llevó en derechura a la huerta, que era muy hermosa y
muy bien cultivada.
Al momento que entramos en ella salió a recibirnos una
porción de jovencitas muy graciosas, como de doce a trece
años, las que, vestidas con sencillez y gallardía,
teniendo todas ramos de flores en las manos, formaban unas
contradanzas muy vistosas al compás de dos famosos golpes de
música de viento y de cuerda que para el caso estaban
prevenidos.
Esta alegre comitiva nos condujo al centro de la huerta, en el que
había colocadas con harta simetría muchas sillas
decentes, y asimismo el suelo estaba entapizado con alfombras.
Se gozaba del aire fresco sin que los rayos del sol incomodaran
para nada, porque pendientes de los árboles estaban varios
pabellones de damascos encarnados, amarillos y blancos, que daban
sombra y hermosura a aquel lugar en que se respiraban las delicias
más puras e inocentes.
Pasado un corto rato, salieron de un lado de la huerta
porción de criadas y criados muy aseados y, tendiendo sobre las
alfombras los manteles, nos sentamos a la redonda y se nos
sirvió un almuerzo bastantemente limpio, abundante y sazonado,
durante el cual nos divirtió la música con sus cadencias
y las muchachas con la suavidad de sus voces con que cantaron muchos
discretos epitalamios a mi esposa.
Acabado el almuerzo, nos fuimos a pasear por la huerta hasta que
fue hora de comer, lo que también se hizo allí por gusto
de todos.
A las siete de la noche se sirvió un buen refresco; hubo un
rato de baile hasta las doce, hora en que se dio la cena, y concluida
nos recogimos todos muy contentos.
Al día siguiente se despidieron los señores
convidados dejándome mil expresiones de afecto, y
ofreciéndose con el mismo a mi disposición y de mi
esposa. Mi padrino, que saben ustedes que fue mi amo, entendido de que
Anselmo había corrido con el gasto general de la
función, le pidió la cuenta para pagarla, deseando
hacerme algún obsequio; pero se admiró demasiado cuando,
esperando hallar una suma de seiscientos o más pesos,
según la abundancia y magnificencia de la fiesta,
encontró que todo ello no había pasado de
doscientos.
Apenas lo creía, pero Anselmo le aseguró que no era
más, y le decía: señor, no son los festejos
más lucidos los que cuestan más dinero, sino los que se
hacen con más orden, y como la mejor disposición no es
incompatible con la mayor economía, es claro que puede hacerse
una función muy solemne sin desperdicios, que son en los que no
se repara y los que hacen las funciones más costosas sin
hacerlas más espléndidas.
Es mucha verdad, dijo mi amo, y supuesto que el gasto es tan corto,
que lo gaste mi ahijado, que yo me reservo para mejor ocasión
el hacerle su obsequio a mi ahijadita. Diciendo esto, se fue a
México, Anselmo a su destino y yo a mi tienda.
Con el mayor consuelo y satisfacción vivía en mi
nuevo estado, en la amable compañía de mi esposa y sus
padres, a quienes amaba con aumento, y era correspondido de todos con
el mismo.
Ya mi esposa os había dado a luz, queridos hijos
míos, y fuisteis el nudo de nuestro amor, las delicias de
vuestros abuelos y los más dignos objetos de mi
atención; ya contabas tú, Juanita, dos años de
edad, y tú, Carlos, uno, cuando vuestros abuelos pagaron el
tributo debido a la naturaleza, llevándose pocos meses de
diferencia en el viaje uno al otro.
Ambos murieron con aquella resignación y tranquilidad con
que mueren los justos. Les di sepultura y honré sus funerales
según mis proporciones. Vuestra madre quedó inconsolable
con tal pérdida, y necesitó valerse de todas las
consideraciones con que nos alivia en tales lances la religión
católica, que puede ministrar auxilios sólidos a los
verdaderos dolientes.
Pasado este cruel invierno, todo ha sido primavera, viviendo juntos
vuestra madre, yo y vosotros, y disfrutando de una paz y de unos
placeres inocentes en una medianía honrada que, sin abastecerme
para superfluidades, me ha dado todo lo necesario para no desear
la suerte de los señores ricos y potentados.
Vuestro padrino fue mi amo, quien mientras vivió os quiso
mucho, y en su muerte os confirmó su cariño con una
acción nada común que sabréis en el
capítulo que sigue.
En el que Periquillo refiere la muerte de su amo,
la despedida del chino, su última enfermedad y el editor sigue
contando lo demás hasta la muerte de nuestro héroe
Excusemos circunloquios y vamos a la
sustancia. Murió mi amable amo, padrino, compadre y protector;
murió sin hijos ni herederos forzosos y, tratando de darme las
últimas pruebas del cariño que me profesó, me
dejó por único heredero de sus bienes, contándose
entre éstos la hacienda que administraba yo en
compañía de Anselmo, bajo las condiciones que
expresó en su testamento y que yo cumplí como su amigo,
como su favorecido y como hombre de bien, que es el título de
que más nos debemos lisonjear.
Si sentí la muerte de este buen hombre, no tengo para
qué ponderarlo, cuando era necesario haber sido más que
bruto para no haberlo amado con justicia.
Leí el testamento que otorgó a mi favor, y al llegar
a la cláusula que decía que por lo bien que lo
había servido, lo satisfecho que estaba de mi honrada conducta
y por cumplir el obsequio que había ofrecido a su ahijada, que
era mi esposa, me donaba todos sus bienes, etc., no pude menos que
regar aquellos renglones con mis lágrimas, nacidas de amor y
gratitud.
Asistí a sus funerales; vestí luto con toda mi
familia, no por ceremonia, sino por manifestar mi justo sentimiento;
cumplí todos sus comunicados exactamente y, habiendo
entrado en posesión de la herencia, disfruté de ella con
la bendición de Dios y la suya.
No por verme con algún capital propio me desconocí,
como había hecho otras veces, ni desconocí a mis buenos
amigos. A todos los traté como siempre, y los serví en
lo que pude, especialmente a aquellos que en algún tiempo me
habían favorecido de cualquier modo.
Entre éstos tuvo mucho lugar en mi estimación mi amo
chino, a quien restituí como tres mil y pico de pesos que le
disipé cuando viví en su casa; pero él no los
quiso admitir, antes me escribió que era muy rico en su tierra,
y en la mía no le faltaba nada, que se daba por satisfecho de
aquella deuda, y me los devolvía para mis
hijos. Concluyó esta carta diciéndome que estaba para
regresar a su patria sin querer ver más ciudades ni reinos que
el de América, por tres razones: la primera, porque se hallaba
quebrantada su salud; la segunda, porque según las
observaciones que había hecho no podía menos el mundo
que ser igual en todas partes, con muy poca diferencia, pues en todas
partes los hombres eran hombres; y la tercera y principal, porque la
guerra, que al principio no creyó que fuese sino un
motín popular que se apagaría brevemente, se iba
generalizando y enardeciendo por todas partes.
Yo admití su favor dándole las debidas gracias por su
generosidad, y el día que no lo esperaba llegó a mi casa
en un coche de camino precedido de mozos y mulas que conducían
su equipaje.
Hizo que parase el coche a la puerta de la tienda, y desde
allí se despidió sobre la marcha. No lo permití
yo; antes, valiéndome de la suave violencia que sabe usar la
amistad, lo hice bajar del coche y que descargaran las mulas. A
éstas, a los mozos y cocheros se les asistió en el
mesón, y a mi amo en casa, en la que se expresó mi
esposa para agasajarlo.
Mucho platicamos ese día, y entre tanto como hablamos le
pregunté: ¿qué escribía tanto cuando yo estaba en
su casa? Si lo vieras, me dijo, acaso te incomodarías, porque
lo que escribí fueron unos apuntes de los abusos que he notado
en tu patria, ampliándolo con las noticias y explicaciones que
oía al capellán, a quien después daba los
cuadernos para que los corrigiera.
¿Y qué se han hecho esos cuadernos, señor? ¿Los lleva
usted ahí? No los llevo, me dijo, dos años ha que se los
remití a mi hermano el tután, con algunas cosas
particulares de tu tierra.
Pues tan lejos estaría yo de incomodarme, señor, con
los tales apuntes, que antes apreciaría demasiado su
lectura. ¿Quién tiene los borradores? El mismo capellán
se queda con ellos, me respondió, pero, no sé por
qué, los reserva tanto que a nadie los ha querido
prestar. Propuse en mi interior no omitir diligencia alguna que me
pareciera oportuna para lograr los tales cuadernos. Se hizo hora de
comer, y comí con mi familia en compañía de aquel
buen caballero.
A la tarde fuimos al campo a divertirnos con las escopetas y,
pasando por donde tiró el caballo o se cayó con el
misántropo, le conté la aventura de éste, que el
asiático escuchó con mucho gusto.
A la noche volvimos a casa, se pasó el rato en buena
conversación entre nosotros, el señor cura y otros
señores que me favorecían con sus visitas, y cuando fue
hora de cenar lo hicimos y nos fuimos a recoger.
Al siguiente día madrugamos, y fui a dejar a mi querido amo
hasta Cuernavaca, desde donde me volví a mi casa después
de haberme despedido de él con las más tiernas
expresiones de amor y gratitud.
No pude olvidarme de los cuadernos que escribió, y desde
luego comencé a solicitarlos con todo empeño por medio
de mi buen amigo y confesor Martín Pelayo, como que
sabía la amistad que llevaba con el doctor don Eugenio,
capellán que fue de mi amo el chino, y comentador o medio autor
de dichos papeles.
No me han disuadido claramente de mi solicitud, pero hasta ahora no
los puedo ver en mis manos, porque dice el padre capellán que
los está poniendo en limpio, y que luego que concluya esta
diligencia me los prestará. Él es hombre de bien, y creo
que cumplirá su palabra.
Cosa de dos años más viví en paz en aquel
pueblo, visitando a ratos a mis amigos y recibiendo en correspondencia
sus visitas, entregado al cumplimiento de mis obligaciones
domésticas, que han sido las únicas que he tolerado;
pues, aunque varias veces me han querido hacer juez en el pueblo,
jamás he accedido a esta solicitud, ni he pensado en obtener
ningún empleo, acordándome de mi ineptitud y de que
muchas veces los empleos infunden ciertos humillos que desvanecen al
que los ocupa, y acaso dan al traste con la más constante
virtud.
Mis atenciones, como he dicho, sólo han sido para educaros,
asegurar vuestra subsistencia sin daño de tercero y hacer el
poco bien que he podido en reemplazo del escándalo y perjuicios
que causaron mis extravíos; y mis diversiones y placeres han
sido los más puros e inocentes, pues se han cifrado en el amor
de mi mujer, de mis hijos y de mis buenos amigos. Últimamente,
doy infinitas gracias a los cielos porque a lo menos no me
envejecí en la carrera del vicio y la prostitución, sino
que, aunque tarde, conocí mis yerros, los detesté y
evité caer en el precipicio a donde me despeñaban mis
pasiones.
Aunque en realidad de verdad nunca es tarde para el
arrepentimiento, y mientras que vive el hombre siempre está en
tiempo oportuno para justificarse, no debemos vivir en esta confianza,
pues acaso en castigo de nuestra pertinacia y rebeldía nos
faltará esa oportunidad al tiempo mismo de desearla.
Yo os he escrito mi vida sin disfraz, os he manifestado mis
errores y los motivos de ellos sin disimulo, y por fin os he
descubierto en mí mismo cuáles son los dulces premios
que halla el hombre cuando se sujeta a vivir conforme a la recta
razón y a los sabios principios de la sana moral.
No permita Dios que después de mis días os
abandonéis al vicio y toméis sólo el mal ejemplo
de vuestro padre, quizá con la necia esperanza de enmendaros
como él a la mitad de la carrera de vuestra vida, ni
digáis en el secreto de vuestro corazón: sigamos a
nuestro padre en sus yerros, que después lo seguiremos en la
mudanza de su conducta, pues tal vez no se logran esas inicuas
esperanzas. Consagrad, hijos míos, a Dios las primicias de
vuestros años, y así lograréis percibir temprano
los dulces frutos de la virtud, honrando la memoria de vuestros
padres, excusándoos las desgracias que acompañan al
crimen, siendo útiles al estado y a vosotros mismos, y pasando
de una felicidad temporal a gozar otra mayor que no se acaba.
Corté el hilo de mi historia, pero acaso no serán muy
inútiles mis últimas digresiones.
Dos años más después de la ausencia de mi amo
el chino, como ya os dije, viví en San Agustín de las
Cuevas, hasta que me vi precisado a realizar mis intereses y radicarme
en esta ciudad, ya por ver si en ella se restablecía mi salud,
debilitada por la edad y asaltada por una anasarca o hidropesía
general, y ya por poner aquéllos a cubierto de mis resultas de
la insurrección que se suscitó en el reino el año
de 1810. ¡Época verdaderamente fatal y desastrosa para la Nueva
España! ¡Época de horror, de crimen, sangre y
desolación!