Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Por semejante estilo fue el sermón que oí, y que me
llenó de tal pavor que, luego que el padre bajó del
púlpito, me entré tras él y le supliqué me
oyera dos palabras de penitencia.
El buen sacerdote condescendió a mi súplica con la
mayor dulzura y caridad; y, luego que se informó de mi vida en
compendio y se satisfizo de que era verdadero mi propósito, me
emplazó para el día siguiente a las cinco y media
de la mañana, hora en que acababa de decir la misa de prima,
previniéndome que lo esperara en aquel mismo lugar, que era un
rincón obscuro de la sacristía. Quedamos en eso, y me
fui al mesón más consolado.
Al día siguiente me levanté temprano, oí su
misa y lo esperé donde me dijo.
No me quiso confesar entonces, porque me dijo que era necesario que
hiciera una confesión general, que tenía una bella
ocasión que aprovechar si quería, pues en esa tarde se
comenzaba la tanda de ejercicios, los que él había de
dar, y tenía proporción de que yo entrara si
quería.
Y cómo que quiero, padre, le dije, sí, a eso aspiro,
a hacer una buena confesión. Pues bien, me contestó,
disponga usted sus cosas y a la tarde venga; dígale su nombre
al padre portero y no se meta en más.
Dicho esto se levantó, y yo me retiré más
contento que la noche anterior; aunque no dejó de admirarme lo
que me dijo el confesor de que dijera mi nombre en la portería,
pues él no me lo había preguntado.
No obstante, no me metí en averiguaciones. Llegué al
mesón, comí a la hora regular, pagué lo que
debía, encargué mi caballo dejando para su comida, y a
las tres me fui para la Casa Profesa.
En el que Periquillo cuenta cómo entró a ejercicios
en la Profesa, su encuentro con Roque, quién fue su confesor,
los favores que le debió, no siendo entre éstos el menor
haberlo acomodado en una tienda
Inmediatamente que llegué a la
portería de la Profesa di el recado de parte del padre que iba
a dar los ejercicios. El portero me preguntó mi nombre, lo
dije, entonces vio un papel y me dijo: está bien, que metan su
cama de usted. Ya está aquí, le dije, la traigo a
cuestas. Pues entre usted.
Entré con él y me llevó a un cuarto donde
estaba otro, diciéndome: éste es el cuarto de usted y el
señor, su compañero. Diciendo esto se fue, y yo luego
que le iba a hablar al compañero conocí que era el pobre
Roque, mi condiscípulo, amigo y fámulo
antiguo. Él también me conoció y, después
que nos abrazamos con la ternura imaginable, nos preguntamos
recíprocamente y nos dimos cuenta de nuestras aventuras.
Admirado se quedó Roque al saber mis sucesos. Yo no me
admiré mucho de los suyos porque, como él no
había sido tan extraviado como yo, no había sufrido
tanto y sus aventurillas no habían pasado de comunes.
Al fin le dije: yo me alegro mucho de que nos hayamos encontrado en
este santo claustro; y que, los que algún día corrimos
juntos por la senda de la iniquidad, nos veamos juntos también
aquí, animados de unos mismos sentimientos para implorar la
gracia.
Yo tengo el mismo gusto, me dijo Roque, y a este gusto añado
la satisfacción que tengo de pedirte perdón, como de
facto te lo pido, de aquellos malos consejos que te di, pues, aunque
yo lo hacía por lisonjearte y granjearme más tu
protección hostigado por mi miseria, no es disculpa; antes
debería haberte aconsejado bien, y aun perdido tu casa y
amistad, que inducido a la maldad.
Yo poco había menester, le dije, no tengas escrúpulo
de eso. Créete que sin tus persuasiones habría siempre
obrado tan mal como obré.
¿Pero ahora tratas ya de mudar de vida seriamente?, me dijo
Roque. Ésa es mi intención, sin duda, le
contesté, y con este designio me he venido a encerrar estos
ocho días.
Me alegro mucho, continuó Roque, pero, hombre, no sean tus
cosas por la Virgen; ya somos grandes, y ya tú le has visto
al lobo no sólo las orejas sino todo el cuerpo, y
así debes pensar con seriedad.
No me disgusta tu fervor, le dije, sin duda eres bueno para fraile,
y te había de asentar lo misionero.
No pienso en ser predicador, me contestó, porque no me
considero ni con estudios ni con el espíritu propio para el
caso; pero sí pienso en ser fraile, y por eso he venido a tomar
estos santos ejercicios. Ya estoy admitido en San Francisco y, si Dios
me ayuda y es su voluntad, pienso salir de aquí y entrar al
noviciado luego luego.
Me alegro, Roque, me alegro. Tú has pensado con juicio,
aunque dice el refrán que el lobo harto de carne se mete a
fraile. Ése es uno de tantos refranes vulgares y tontos que
tenemos, decía Roque. Aun cuando quisieras decirme que
después que di al mundo las primicias de mi juventud y ahora
que tengo un pie en la vejez quiero sujetarme al claustro y vivir bajo
obediencia, no dirías mal; pero, ¿acaso porque fuimos malos
muchachos y malos jóvenes hemos de ser también malos
viejos? No, Perico, alguna vez se ha de pensar con juicio;
jamás es tarde para la conversión, y otro refrán
también dice que más vale tarde que nunca.
No, no te enojes, Roquillo, le dije, haces muy bien; ésta es
una chanza, ya conoces mi genio que naturalmente es jovial, y
más con amigos de tanta confianza como tú; pero haces
muy bien en pensar de esta suerte, y yo procuraré sacar fruto
de tu enojo.
¡Qué enojo ni qué calabaza!, decía Roque, ya
conozco que hablas con chocarrería, pero te digo lo que hay en
el particular.
En esto tocaron la campana y nos fuimos a la plática
preparatoria.
Concluidos los ejercicios de aquella noche, entró el portero
a mi cuarto y me dijo de parte de mi confesor que después de la
misa de prima en la capilla lo esperara en la sacristía.
Leímos yo y Roque en los libros buenos que había en la
mesa hasta que fue hora de cenar, y después de esto nos
recogimos, habilitándome Roque de una sábana y una
almohada.
Al día siguiente me levanté temprano, oí la
misa de prima, esperé al padre y comencé a hacer mi
confesión general, enamorándome más cada
día de la prudencia y suavidad del confesor.
El séptimo se concluyó la confesión a
satisfacción del confesor y con harto consuelo de mi
espíritu. El padre me dijo que el día siguiente era la
comunión general, que comulgara y no fuera a desayunarme a mi
cuarto, sino a su aposento, que era el número 7 saliendo de la
capilla sobre la derecha. Así se lo prometí y nos
separamos.
Increíble será para quien no tenga conocimiento de
estas cosas el gusto y sosiego con que yo dormí aquella
noche. Parece que me habían aliviado de un enorme peso, o que
se había disipado una espesa niebla que oprimía mi
corazón, y así era a la verdad.
Al día siguiente nos levantamos, aseamos y fuimos a la
capilla, donde, después de los ejercicios acostumbrados, se
dijo la misa de gracias con la mayor solemnidad y, después que
comulgó el Preste, comulgamos todos por su mano llenos del
más dulce e inexplicable júbilo.
Concluida la misa y habiendo dado gracias, fueron todos a
desayunarse al chocolatero, y yo, después que me despedí
de Roque con el mayor cariño, fui a hacer lo mismo en
compañía de mi confesor, que ya me esperaba en su
aposento.
¡Pero cuál fue mi sorpresa cuando, creyendo yo que era
algún padre a quien no conocía sino de ocho días
a aquella fecha, fui mirando que era mi confesor el mismísimo
Martín Pelayo, mi viejo amigo y excelente consejero!
Al advertir que ya no era un Martín Pelayo a secas, ni un
muchacho bailador y atolondrado, sino un sacerdote sabio, ejemplar y
circunspecto, y que a éste y no a un extraño le
había contado todas mis gracias, no dejé de
ruborizarme; a lo menos me lo debió conocer el padre en la
cara, pues tratando de ensancharme el espíritu me dijo: ¿que no
te acuerdas de mí, Pedrito? ¿No me das un abrazo? Vamos,
dámelo, pero muy apretado. ¡Cuántos deseos tenía
yo de verte y de saber tus aventuras! Aventuras propias de un pobre
muchacho sin experiencia ni sujeción. Entonces nos abrazamos
estrechamente, y luego me hizo sentar a tomar chocolate, y
continuó diciéndome: Toda vergüenza que tengas de
haberte confesado conmigo es excusada, cuando sabes que he sido peor
que tú, y tan peor que fui tu maestro en la
disipación. Acaso mis malos consejos coadyuvaron a disiparte,
de lo que me pesa mucho; pero Dios ha querido darme el placer de ser
tu director espiritual y de reemplazar con máximas de
sólida moral los perversos consejos que te di algunas
veces.
Porque ese espíritu no se acobardara con la vergüenza,
traté siempre de confesarte en lo obscuro y tapándome la
cara con el pañuelo; mas, luego que logré absolverte,
quise manifestarme tu amigo. Nada de cuanto me has dicho me coge de
nuevo. Yo habré cometido todos los crímenes que
tú; ante Dios soy delincuente, y si no me he visto en los
mismos trabajos, y me he sujetado un poco más temprano, ha sido
por un efecto especial de su misericordia. Conque, así, no
estés delante de mí con vergüenza. En el
confesonario soy tu padre, aquí soy tu hermano; allí
hago las veces de un juez, aquí desempeño el
título de amigo que siempre he sido tuyo, y ahora con doble
motivo. En vista de esto me has de tratar aquí como
aquí, y allá como allá.
Fácil es concebir que con tan suave y prudente estilo me
ensanchó demasiado el espíritu y comencé a
perderle la vergüenza, mucho más cuando no permitió
que le hablara de usted, sino de tú como siempre.
Entre la conversación le dije: hermano, ya que te he debido
tanto cuanto no puedo pagarte, y me has dicho que el caballo, la
manga, el sable y todo esto debo restituirlo, te digo que lo deseo
demasiado, porque me parece que tengo un sambenito, y temo no me vaya
a suceder con esto otra burla peor que la que me sucedió con la
capa del doctor Purgante. Cierto es que yo no me robé estas
cosas, pero, sea como fuere, son robadas, y yo no las debo tener en mi
poder un instante.
Yo quisiera quitármelas de encima lo más presto y
ponerlas en tu poder para que, o avisando de ello en la acordada, o al
público por medio de la gaceta, o de cualquiera otra manera, se
le vuelva todo a su dueño lo más pronto, o no se le
vuelva; el fin es que me quites este sobrehueso, porque, si lo bien
habido se lo lleva el diablo, lo mal habido ya sabes el fin que
tiene.
Todo eso está muy bueno, me dijo Pelayo, pero ¿tienes otra
ropa que ponerte? Qué he de tener, le dije, no hay más
que esto, y seis pesos que han sobrado de las pistolas. Pues
ahí tienes, decía Martín, cómo por ahora
no puedes deshacerte de todo, pues te hallas en extrema y
legítima necesidad de cubrir tus carnes aunque sea con lo
robado. Sin embargo, veremos qué se hace. Pero dime,
¿qué giro piensas tomar? ¿En qué quieres destinarte? ¿O
de qué arbitrio imaginas subsistir? Porque para vivir es
menester comer, y para tener qué comer es necesario trabajar, y
a ti te es esto tan preciso que, mientras no apoyes en algún
trabajo tu subsistencia, estás muy expuesto a abandonar tus
buenos deseos, olvidar tus recientes propósitos y volver a la
vida antigua.
No lo permita Dios, le dije con harta tristeza, pero, hermano
mío, ¿qué haré, si no tengo en esta ciudad a
quién volver mis ojos, ni de quién valerme para que me
proporcione un destino o dónde servir aunque fuera de portero?
Mis parientes me niegan por pobre, mis amigos me desconocen por lo
mismo, y todos me abandonan ya por calavera o ya porque no tengo
blanca, que es lo más cierto, pues si tuviera dinero me
sobraran amigos y parientes aunque fuera el diablo, como me han
sobrado cuando lo he tenido; porque lo que éstos buscan es
dinero, no conducta, y como tengan qué estafar nadie se mete en
averiguar de dónde viene. Venga de donde viniere, el caso es
que haya qué chupar, y, aunque sea el chupado más
indigno que Satanás, amasado con Gestas y Judas, nada importa,
los lisonjeros paniaguados incensarán al ídolo que los
favorece por más criminal que sea, y con la mayor
desvergüenza alabarán sus vicios como pudieran las
virtudes más heroicas.
Lo siento, hermano, pero esto lo sé por una continua
experiencia. Estos amigos pícaros que me perdieron, y que
pierden a tantos en el mundo, saben el arte maldito de disfrazar los
vicios con nombre de virtudes. A la disipación llaman
liberalidad, al juego diversión honesta, por más que por
modo de diversión se pierdan los caudales, a la lubricidad
cortesanía, a la embriaguez placer, a la soberbia autoridad, a
la vanidad circunspección, a la grosería franqueza, a la
chocarrería gracia, a la estupidez prudencia, a la
hipocresía virtud, a la provocación valor, a la
cobardía recato, a la locuacidad elocuencia, a la
zoncería humildad, a la simpleza sencillez, a la… pero ¿para
qué es cansarte, cuando sabes mejor que yo lo que es el mundo y
lo que son tales amigos? En virtud de esto, yo no sé qué
hacer, ni de quién valerme.
No te apures, me dijo el padre Pelayo, yo haré por ti cuanto
pueda. Fía en la Suprema Providencia, pero no te descuides,
porque hemos de estar en esta triste vida a Dios rogando y con el mazo
dando.
Su Majestad te pague tus consuelos y consejos, le dije, pero,
hermano, yo quisiera que te interesaras con tus amigos a efecto de que
logre algún destino, sea el que fuere, seguro de que no te
haré quedar mal.
Ahora mismo me ha ocurrido una especie, me dijo, espérame
aquí. Al decir esto se fue a la calle y yo me quedé
leyendo hasta las doce del día, a cuya hora volvió mi
amigo.
En cuanto entró, me dijo: albricias, Pedro, ya hay
destino. Esta tarde te llevo para que te ajustes con el que ha de ser
tu patrón, con quien te tengo muy recomendado. Él es
amigo mío y mi hijo espiritual, con esto lo conozco y estoy
seguro de sus bellas circunstancias. Vaya, tú debes dar a Dios
mil gracias por este nuevo favor, y manejarte a su lado con conducta,
pues ya es tiempo de pensar con juicio. Acuérdate siempre de
las desgracias que has sufrido y reflexiona en los pagos que dan el
mundo y los malos amigos. Vamos a comer.