Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
¿Que piensas, pícaro, me dijo el cruel amigo, que piensas
que soy algún bruto como tú, que me has de
engañar con cuatro mentiras? Don Pedro Sarmiento, a quien te
pareces un poco, es mi amigo, en efecto, pero es un hombre fino, un
hombre de bien y un hombre de proporciones, no un pillastrón,
vagante y encuerado. Vaya con Dios. Sin esperar respuesta se
entró al patio de su casa dándome con las puertas en la
cara.
Es menester no decir como quedaría yo con tal desprecio,
sino dejarlo a la consideración del lector, porque suceden
algunas fatalidades en el mundo de tal tamaño que ninguna
ponderación basta para explicarlas con la energía que
merecen, y sólo el silencio es su mejor intérprete.
Entre la cólera y desesperación, la tristeza y el
sentimiento, me quedé en el zaguán, cavilando sobre el
lance que me acababa de pasar. Quisiera retirarme de aquellos
recintos, que me debían ser tan odiosos, quisiera esperar a
Anselmo y hacerlo pedazos entre mis manos, pero calmaba mi enojo
cuando me acordaba que había hablado bien de mí, y no me
conoció. No hay duda, decía yo, él es mi amigo y
me quiere; este traje y el mal pasaje de anoche tal vez me
desfiguraran de modo que no me conozca; yo lo esperaré en este
lugar y, si después que lo cerciore bien que soy Pedro
Sarmiento, él no me quisiere conocer, me alejaré de su
vista como de la de un vestiglo, detestaré su amistad,
abominaré su nombre y me iré por donde Dios
quisiere.
Así estuve batallando con mi imaginación hasta las
oraciones de la noche, a cuya hora bajó Anselmo con un sable
desnudo y me dijo: parece que se ha hecho usted piedra en mi casa;
sálgase usted que voy a cerrar la puerta.
Cuando le hablé a usted la primera ocasión, le dije,
fue creyendo que me conocía y era mi amigo, y valido de este
sagrado me atreví a implorar su favor. Ahora no le pido nada,
sólo le digo que no soy un pícaro como me dijo, ni me
valgo del nombre de don Pedro Sarmiento, sino que soy él mismo,
y en prueba de ello acuérdese que ayer fue usted conmigo y su
querida Manuelita, con los dos hermanos de ésta y una criada, a
la almuercería de la Orilla, donde yo costié el
almuerzo, que fueron envueltos, guisado de gallina, adobo y pulque de
tuna y de piña.
Acuérdese usted que costó el almuerzo ocho pesos, y
que los pagué en oro. Acuérdese que cuando me
lavé las manos me quité un brillante y, aficionada de
él su dama, lo alabó mucho, se lo puso en el dedo y yo
se lo regalé, por cuya generosidad me dio usted muchas gracias,
ponderando mi liberalidad. Acuérdese que,
paseándonos los dos solos por una de aquellas gateras, me dijo
que su mujer le había olido la podrida (fueron palabras de
usted), que por este motivo tenían frecuentes riñas, y
que usted pensaba abandonarla y llevarse a Manuelita a
Querétaro, donde se le proporcionaba destino. Acuérdese
que a esto le dije que no hiciera tal cosa, pues sería
añadir a una injusticia un agravio, que sobrellevara a su mujer
y procurara negarle todo cuanto sabía, no darle motivo de
sospecha, hacerle cariño y manejarse con prudencia, pues al fin
era su esposa y madre de sus hijos. En fin, acuérdese que al
separarnos subí al coche a Manuelita, y ésta pisó
el túnico de coco en el estribo y lo rompió.
Éstas son muchas señas y muy privadas para que usted
dude de mi verdad. Si mi semblante está desfigurado y mi traje
no corresponde a quien soy, lo ha causado la adversidad de mi suerte y
las vicisitudes de los hombres, de lo que usted no está seguro,
y quizá mañana se verá en situación
más deplorable que la mía.
El negar que me conoce será una vil tenacidad después
que le doy tantas señas, y después que me ha oído
tanto tiempo, porque, aunque los semblantes se desfiguren, las voces
permanecen en su tono, y es muy difícil no conocer por la voz
al que se ha tratado mucho tiempo.
Todo cuanto usted ha charlado, dijo Anselmo, prueba que usted es un
perillán de primera clase, y que, para venir a pegarme un
petardo, me ha andado a los alcances y ha procurado indagar mi vida
privada, valiéndose tal vez de la intriga con mi amigo
Sarmiento para saber de él mis secretos; pero ha errado usted
el camino de medio a medio. Ahora menos que nunca debe esperar de
mí un maravedí; antes yo me recelaré de usted
como de un pícaro refinado… Mátame con ese sable, le
dije interrumpiéndole, mátame antes de que me lastime tu
lengua con tales baldones, y baldones proferidos por un
amigo. ¿Éste es, Anselmo, tu cariño? ¿Éstas tus
correspondencias? ¿Éstas tus palabras? ¿Qué
más dejas para un soez de la plebe cuando tú, que te
precias de noble, obras con tanta bastardía que no sólo
no pagas los beneficios, sino que obstinadamente finges no conocer al
mismo a quien los debes? Anselmo, amigo, ya que no te compadeces de
mí como del que lo fue tuyo, compadécete a lo menos como
de un infeliz que se acoge a tus puertas. Bien sabes que la
religión obliga a todos los cristianos a ejercitar la caridad
con los amigos y enemigos, con los propios y los extraños; y
así no me consideres un amigo, considérame un infeliz, y
por Dios…
Por Dios, dijo aquel tigre, que se vaya usted que es tarde, y ya me
es sospechosa su labia y su demora. Sí, ya creo que será
un ladrón y estará haciendo hora de que se junten sus
compañeros para mi asaltar mi casa. Váyase enhoramala
antes que mande llamar la guardia del vivac.
¿Qué es eso de ladrón?, le dije lleno de ira, el
ladrón, el pícaro y el villano serás tú,
mal nacido, canalla, ingrato.
No se atrevió Anselmo a hacer uso del sable, como me
temía, pero hizo uso de su lengua. Comenzó a
gritar,
auxilio, auxilio… ladrones… ladrones
, cuyas voces
me intimidaron más que el sable y, temiendo que se juntara la
gente y me viera en la cárcel por este inicuo, me salí
de su casa renegando de su amistad y de cuantos amigos hay en el
mundo, poco más o menos parecidos al infame Anselmo.
Como a las ocho de la noche, y abrigado con su lobreguez, me
interné por la ciudad muerto de hambre y de cólera
contra mi falso y desleal amigo. ¡Ah!, decía yo, si me hallara
ahora con el brillante que le regalé ayer a la puerca de su
amiga, tendría qué vender o qué empeñar
para socorrer mi hambre; pero ahora, ¿qué
empeñaré ni de qué me valdré, cuando no
tengo cosa que valga un real sino la camisa? ¿Mas será posible
que me quite la camisa? No hay remedio, no tengo cosa mejor, yo me la
quito.
Haciendo este soliloquio me la quité y, como estaba limpia
y casi nueva, no me costó trabajo que me suplieran sobre
ella ocho reales, con los que cené con hartas apetencias y
compré cigarros.
En las diligencias del empeño y de la cenada se me fue el
tiempo sin advertirlo, de suerte que cuando salí del
bodegón eran las diez dadas, hora en que no hallé
ningún arrastraderito abierto.
Desconsolado con que no me podían valer mis antiguas
guaridas, determiné pasarme la noche vagando por las calles sin
destino, y temiendo en cada una caer en manos de una ronda, hasta que
por fortuna encontré por el barrio de Santa Ana una accesoria
abierta con ocasión de un velorio.
Me metí en ella sin que me llamaran, y vi un muerto tendido
con sus cuatro velas, seis u ocho leperuzcos haciendo el duelo y una
vieja durmiéndose junto al brasero con el aventador en la
mano.
Saludé a los vivos con cortesía, y di medio real para
ayuda del entierro del muerto.
Mi piedad movió la de aquellos prójimos y, recibiendo
sus agradecimientos, me quedé con ellos en buena paz y
compañía.
Cuando llegué estaban contando cuentos; a las doce de la
noche rezaron un rosario bostezando, cantaron un alabado muy mal, y se
soplaron cada uno un tecomate de champurrado muy bien, sin quedarme yo
de mirón.
Como a la una de la mañana se acostó la vieja y
roncó como un perro; y, porque no hiciéramos todos lo
mismo, sacó un caritativo una baraja y nos pusimos en un
rincón a echar nuestros alburitos por el alma del difunto.
A mí se me arrancó brevecito, como que mi puntero era
muy débil y la suerte estaba decidida en mi contra. Sin
embargo, me quedé barajando de banco por ver si me ingeniaba;
pero nuestra velita se acabó, y no hubo otro arbitrio que tomar
un cabo prestado al señor muerto.
Antes de esto habían cerrado la accesoria, temiendo no
pasara una ronda y nos hallara jugando. Quién sabe
quién cerró, ni quién tenía la llave; el
cuartito era redondo y tenía una ventana que caía a una
acequia muy inmunda; el envigado estaba endemoniado de malo, y al
muerto lo habían puesto, sin advertirlo, en una viga a la que
le faltaba apoyo por un extremo; con esto, al ir uno de aquellos
tristísimos dolientes por el cabito para seguir jugando,
pisó la viga en que estaba el cadáver por donde estaba
sin apoyo, y con su peso se hundió para adentro; y como
levantó la viga, alzó también el cuerpo del
difunto, lo que visto por mí y mis camaradas nos impuso tal
horror, creyendo que el muerto se levantaba a castigarnos, que al
punto nos levantamos todos atropellándonos unos a otros por
salir, y gritando cada cual las oraciones que sabía.
Fácil es concebir que luego luego nos quedamos a obscuras,
pasando y aun dando de hocicos sobre el muerto y el hundido, que sin
cesar gritaba que se lo llevaba el diablo; la infeliz vieja no lo
pasaba mejor, pues todos caíamos sobre ella la vez que nos
tocaba; cada encontrón que se daba uno contra otro, pensaba que
se lo daba con el muerto; crecía la aflicción por
instantes porque no parecía la llave, hasta que uno
advirtió abrir la ventana y salir por ella. A su ejemplo todos
hicimos lo mismo sin acordarnos de la acequia para nada. Con esto unos
tras otros fuimos dejándonos caer en ella, y salimos hechos un
asco de lodo y algo peor; pero al fin salimos sin hacer el menor
aprecio de la pobre vieja, que se quedó a acompañar al
difunto. Cada uno se fue por su parte a su casa, y yo a la del
más trapiento de todos, que me manifestó alguna
lástima.
Luego que llegamos a ella, despertó a su mujer y le
contó el espanto con la mayor formalidad, diciéndole
cómo el muerto se había levantado y nos había
golpeado a todos. La mujer no lo quería creer, y en la
porfía de si fue o no fue se nos pasó lo que faltaba de
la noche, y a la luz del nuevo día creyó la mujer el
espanto al ver lo descolorido de nuestras caras, que, por lo que toca
a la despeñada que nos dimos en el cieno, no puso la
menor duda, porque luego que entramos se lo avisaron sus narices y,
aunque no había luz, ella creía que estábamos
maqueados más que si lo viese.
En fin, la pobre lavó a su marido y
a mí de pilón, quedándonos los dos cobijados con
una frazada vieja entre tanto se secaron los trapos.
Aunque los míos se encerraban en dos, a saber: el
cotón y los calzones, porque el sombrero y guarachas se
quedaron en la campaña, se tardaron en secar una porción
de tiempo, de modo que ya mi amigo estaba vestido y yo no podía
moverme de un lugar.
La pobre mujer me dio un poco de atole y dos tortillas; lo
bebí más de fuerza que de gana, y después, para
divertir mi tristeza, amolé un carboncito, le hice punta y en
el reverso de una estampa que estaba tirada junto a mí
escribí las siguientes décimas.
Aprended, hombres, de mí,
Lo que va de ayer a hoy;
Que ayer conde y virrey fui
Y hoy ni petatero soy.
Ninguno viva engañado
creyendo que la fortuna,
si es próspera, ha de ser una
sin volver su rostro airado.
Vivan todos con cuidado,
cada uno mire por sí,
que es la suerte baladí,
y se muda a cada instante,
yo soy un ejemplo andante.
Aprended, hombres, de mí.
Muy bien sé que son quimera
las fortunas fabulosas,
pero hay
épocas dichosas
,
y llámense como quiera.
Si yo aprovechar supiera
una de éstas, cierto estoy
que no fuera como voy;
pero desprecié la dicha,
y ahora me miro en desdicha;
¡lo que va de ayer a hoy!
Ayer era un caballero
con un porte muy lucido,
y hoy me miro reducido
a unos calzones de cuero.
Ayer tuve harto dinero,
y hoy sin un maravedí
me lloro ¡triste de mí!
sintiendo mi presunción,
que, aunque de imaginación,
ayer conde y virrey fui.
En este mundo voltario
fui ayer médico y soldado,
barbero, subdelegado,
sacristán y boticario.
Fui fraile, fui secretario,
y, aunque ahora tan pobre estoy,
fui comerciante en convoy,
estudiante y bachiller.
Pero ¡ay de mí! esto fui ayer
y hoy ni petatero soy.
Luego que concluí mis coplillas, las
procuré retener en la memoria, y las pegué con atole en
la puerta de la casita.
Ya mi cotón estaba seco, pero los calzones estaban
empapados, y yo, que estaba desesperado por salir en busca de nuevas
aventuras, no tuve paciencia para aguardar a que los secara el sol,
sino que los cogí y los puse a secar junto al
tlecuil
o fogón en que la mujer hacía tortillas; mas, habiendo
salido a desaguar, cuando volví los hallé secos pero
achicharronados.