Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Mi padre se despidió de mi maestro bastante avergonzado
(según después me dijo) y lleno de una justa
cólera contra mí. ¡Pobres padres! ¡Y
qué ratos tan pesados les dan los malos hijos! Fue a casa al
medio día, me saludó con mucha desazón, se
entró a la recámara con mi madre, y ésta como a
las dos horas salió con los ojos llorosos a mandar poner la
mesa.
Mi padre apenas comió, mi madre tampoco; yo, como
sinvergüenza y que ignoraba que era el eje sobre que se
movía aquel disgusto, no dejé de hacer cuanto pude por
agotar los platos, porque al fin no hay sinvergüenza que no sea
glotón. Durante la comida no habló mi padre una palabra,
y así que se concluyó se levantaron los manteles, y se
dieron gracias a Dios; se retiró mi padre a dormir siesta y me
dijo con mucha seriedad: esta tarde no vaya usted al colegio, que lo
he menester.
Como la culpa siempre acusa, yo me quedé con bastante miedo,
temiendo no hubiera sabido mi padre algunas de mis gracias
extraordinarias, y me quisiese dar con un garrote el premio que
merecían.
Luego concebí que yo había sido la causa de la
cólera, de la parsimonia de la mesa, y de las lágrimas
de mi madre; pero como estaba satisfecho en que ésta no me
quería, sino me adoraba, no tuve empacho para decirla:
señora, ¿qué novedad será ésta de
mi padre? A lo que la pobrecita me contestó con sus
lágrimas, y me refirió todo lo que había acaecido
a mi padre con mi maestro, y cómo estaba resuelto a ponerme a
oficio… ¿A oficio, (dije yo) a oficio? No lo permita Dios,
señora. ¿Qué pareciera un bachiller en artes, y
un cursante teólogo convertido de la noche a la mañana
en sastre o carpintero? ¿Qué burla me hicieran mis
condiscípulos? ¿Qué dijeran mis parientes?
¿Qué se hablará? Pues hijo, me contestó mi
madre, ¿qué quieres que haga? Ya yo he rogado a tu
padre bastante, ya se lo he dicho, ya le he llorado; pero está
renuente, no hay forma de convencerse; dice que no quiere que se lo
lleve el diablo juntamente contigo por darme gusto. Yo no sé
qué hacer… No llore usted, señora, la dije, yo
sí sé lo que se ha de hacer. Seguro está que mi
padre tenga el gusto de verme de hojalatero ni de sastre. Pues
¿que ya se cerraron los cuarteles? ¿Ya se acabaron las
casacas y el pan de munición? ¿Qué quieres decir
con eso, Pedrito?, me decía mi madre. Nada, señora, le
contesté, sino que antes que aprender oficio, me meteré
a soldado, a bien que tengo buen cuerpo, y me recibirán en
cualquiera parte con mil manos.
Aquí redobló mi madre su llanto, y me dijo: ¡ay
hijo de mi alma! ¿Qué es lo que dices? ¿Soldado?
¿Soldado? ¡No lo permita Dios! No te preocupes ni te
desesperes; yo volveré a rogarle a tu padre esta tarde, y ya
que dice que no eres para los estudios, y que es fuerza darte destino,
veremos si te coloca en una tienda… Calle usted madre, le dije. Eso
es peor. ¿Qué bien pareciera un bachiller tiznado, y
lleno de manteca, y un teólogo despachando tlaco de chilitos en
vinagre? No, no; soldado y nada más; pues una vez que a mi
padre ya se le hace pesado el mantenerme, el rey es padre de todos, y
tiene muchos miles para vestirme y darme de comer. Esta tarde me voy a
vender en la bandera de China, y mañana vengo a ver a usted
vestido de recluta.
Cada vez que yo me acuerdo de este y otros malos ratos que di a la
pobre de mi madre, y de las lágrimas que derramó por
mí, quisiera sacarme el corazón a pedazos de dolor; pero
ya es tarde el arrepentimiento, y sólo sirven estas lecciones,
hijos míos, para encargaros que miréis a vuestra madre
siempre con amor y respeto verdadero, sin imitar a los malos hijos
como yo fui; antes rogad a Dios no castigue los extravíos de mi
juventud como merecen, y acordaos que por boca del Sabio os dice:
honra a tu padre, y no olvides los gemidos de tu
madre. Acuérdate que a ellos les debes la vida, y
págales lo que te han dado.
Finalmente, esta escena paró en que mi madre me rogó,
me instó, me lloró porque no fuera soldado,
jurándome que se volvería a empeñar con mi padre
para que desistiera de su intento y no me pusiera a oficio, con cuya
promesa me serené, como que eso era lo que yo deseaba, y por lo
que afligí tanto a su merced, no porque a mí me agradaba
la carrera militar, y más en clase de soldado, como que
veía con horror todo género de trabajo.
¡Qué bueno hubiera sido que mi madre me hubiera
quebrado en la cabeza cuanta silla había en la sala, y bien
amarrado me hubiera despachado al primer cuartel, y allí me
hubiesen encajado luego la gala de recluta! Con eso se hubieran
acabado mis bachillerías y sus cuidados; pero no lo hizo
así, y tuvo después que sufrir lo que Dios sabe.
Al cabo de un rato salió mi padre ya con sombrero y
bastón, y me dijo: tome usted la capa y vamos. Yo la
tomé y salí con su merced con temor, y mi madre se
quedó con cuidado.
A poco haber andado, se paró mi padre en un zaguán, y
me dijo: amigo, ya estoy desengañado de que es usted un gran
perdido, y yo no quiero que se acabe de perder. Su maestro me ha dicho
que es un flojo, vago, y vicioso, y que no es para los estudios. En
virtud de esto, yo tampoco quiero que sea para la ganzúa ni
para la horca. Ahora mismo elige usted oficio que aprender, o de
aquí llevo a usted a presentarlo al rey en la bandera de
China.
Todos los retobos que usé con mi madre, con
mi padre se volvieron sumisiones, como que sabía yo que no
acostumbraba mentir y era resuelto; y así no pude hacer
más que humillarme y pedirle por favor que me diese un plazo
para informarme del oficio que me pareciera mejor. Concediome mi
padre tres días a modo de ahorcado, y volvimos para casa, donde
hallamos a mi pobre madre enferma de un gran flujo de sangre que le
había venido por la pesadumbre que le di, y el susto con que se
quedó.
Ya se ha dicho que mi padre la amaba con extremo; y así
lleno de sentimiento acudió a que la medicina la auxiliara. En
efecto, al segundo día ya estuvo mejor; pero sin dejar de
llorar de cuando en cuando, porque ya yo le había dicho la
resolución de mi padre, y ella en medio de su dolencia no se
había descuidado en suplicarle no me pusiera a oficio, a lo que
mi padre le contestó que se restableciera de su achaque, y que
ahí se vería lo que por fin se había de
hacer.
Esta respuesta desconsoló a mi madre, y fue causa de que yo
no las tuviera todas conmigo, porque no habiendo visto jamás a
mi padre tan tenaz en su propósito y tan esquivo con mi madre
al parecer, me hizo entender que de aquella vez no me escaparía
yo de cualquier aprendizaje.
No sabiendo qué hacer para librarme de la férula de
los maestros mecánicos, que me amenazaba por momentos,
discurrí la traza más diabólica que podía
en lance tan apurado, y fue ir a ver a mi caritativo preceptor y sabio
amigo, el ínclito Martín Pelayo. Con la confianza que
tenía, me entré de rondón hasta su cuarto, donde
lo hallé columpiándose de un lazo que pendía del
techo, tarareando unas boleras y dando saltos en el suelo.
Tan embebecido estaba en su escoleta, que no sintió cuando
yo entré, y prosiguió brincando como un gamo, hasta que
yo le dije: ¿qué es esto, Martín? ¿Te has
vuelto loco o estás aprendiendo a maromero? Entonces él
me vio y me contestó: ni estoy loco, ni quiero ser
volatín; sino que estoy trabajando por aprender a hacer la
octava que piden estas boleras, y diciendo esto continuó sus
cabriolas.
Yo, mirando lo espacio que estaba, le dije: suspende un poco tus
lecciones, que traigo un asunto de mucha importancia que comunicarte,
y del que sólo tu amistad puede sacarme con bien. Él
entonces muy cortés se quitó el lazo, se sentó
conmigo en su cama, y me dijo: no sabía yo que traías
asunto, pero di lo que se ofrezca, que ya sabes cuánto te
estimo.
Le conté punto por punto todas mis cuitas, rematando con
decirle que para libertarme del deshonor que me esperaba en el
aprendizaje, había pensado meterme a fraile. Él me
oyó con bastante gravedad, y me dijo: Perico, yo siento los
infortunios que te amenazan por el genio ridículo y escrupuloso
de tu padre; pero supuesto que no hay medio entre ser oficial
mecánico o soldado, y que el único arbitrio de evadirte
de ambas cosas de ésas es meterte a fraile, yo soy de tu mismo
parecer; porque más vale tuerta que ciega, peor es ser el
sastre Perico, o el soldado Perico, que no el padre fray Pedro. Ello
es verdadero que la vida de fraile trae sus incomodidades
inaguantables, como el estudio, la asistencia de comunidad, la
observancia de las reglas, la subordinación a los prelados y la
sujeción o privación de la libertad que tanto te acomoda
a ti y a mí, pero todo es hacerse. A más de que en
cambio de esas molestias, tiene el estado sus ventajas considerables,
como el honor de la religión que se extiende por todos sus
individuos, aunque sean legos; el respeto que infunde el santo
hábito, y sobre todo, hijo, el afianzar la torta para
siempre. Ya verás tú, que estas conveniencias no las
encuentra un artesano ni un soldado; y así me parece que lleves
adelante tu pensamiento.
Pues yo he venido, le dije, a consultarte mis designios, y a
suplicarte te empeñes con tu padre para que me dé una
esquela de recomendación para que me admita tu tío el
provincial de San Diego; porque esto urge, y en la tardanza
está el peligro; pues como yo consiga la patente de admitido,
ya a mi padre se le quitará el enojo, y me verá de
distinto modo.
Pues eso es lo de menos, me dijo Pelayo, ven mañana temprano
que yo haré que mi padre ponga la esquela esta noche. Con este
consuelo me despedí de Martín muy contento, y me
volví a mi casa.
Entré en ella, y encontré de visitas a don
Martín el de la hacienda, a la señora su esposa la que
me cascó el zapatazo, a su niña y al famoso Juan Largo o
Januario, que toda la familia había venido a México a
pasear; porque como todo fastidia en este mundo, los que viven en las
ciudades buscan su diversión en el campo, y los que viven en el
campo anhelan por la ciudad para divertirse, y ni unos ni otros logran
por largo tiempo satisfacer sus deseos, porque como la tristeza no
está en el campo ni en la ciudad sino en el corazón, nos
siguen los fastidios y cuidados donde quiera que llevamos nuestro
corazón.
Luego que hube saludado a las visitas y que cesaron los
cumplimientos de moda, me aparté al corredor con Januario y
hablamos largo sobre diversos asuntos, ocupando el mejor lugar de la
conversación los míos, entre los que le conté mis
aventuras, y la última resolución que tenía de
volverme fraile, a lo que Juan Largo me contestó muy aprisa:
sí, sí, Periquillo, vuélvete fraile, hijo,
vuélvete fraile, no harás cosa mejor. No todos los
hombres hacen lo que deben, sino lo que les está más a
cuento para sus fines particulares, quien hay que se ordene porque es
inútil para otra cosa, o por no perder una capellanía;
quien que se casa con la primera que encuentra mas que no le tenga
amor, ni con qué mantenerla, sólo por escaparse de una
leva; quien que se meta a soldado porque no lo persiga la justicia
ordinaria, por tramposo o por alguna fechoría que ha cometido;
y quien, en fin, que hace mil cosas contra su gusto, sólo por
evitar éste o el otro lance que considera serle peor; conque
¿qué nuevo ni raro será que tú te metas a
fraile por no emprender oficio, ni ser soldado?
Sí, Perico, haces bien, alabo tu determinación; pero
hermano, aviva, aviva el negocio, porque al mal paso darle
prisa.
Así concluyó su arenga este grande hombre. Él,
es claro que me dijo muchas verdades, pero truncas. Si me hubiera
dicho después de ellas, que aunque así lo hacen, en ello
nada justo hacen ni digno de un hombre de bien, y que por lo
común estas trampas y artificios de que se valen para eludir el
castigo, excusar el trabajo, engañar al superior o evitar por
el camino más breve la desgracia inminente o que parece tal, no
son sino unos remedios paliativos o aparentes, que después de
tomados se convierten en unos venenos terribles, cuyas funestas
resultas se lloran toda la vida; si me hubiera dicho esto, repito,
quizá me hubiera hecho abrir los ojos y cejar de mi intento de
ser religioso, para el que no tenía ni natural ni
vocación; pero por mi desgracia los primeros amigos que tuve
fueron malos, y de consiguiente pésimos sus consejos.
A otro día marché para la casa de Pelayo, quien puso
en mis manos la esquela de su padre, el que no contento con darla,
pensando que yo era un joven muy virtuoso, prometió ir a hablar
por mí a su hermano el provincial, para que me dispensara todas
aquellas pruebas y dilaciones que sufren los que pretenden el
hábito en semejantes religiones austeras.
No parece sino que me ayudaba en todo aquella fortuna que llaman de
pícaro, porque todo se facilitaba a medida de mi deseo.
Yo recibí mi esquela con mucho gusto, di las gracias a mi
amigo por su empeño, y me volví para casa.
Toma Periquillo el hábito de religioso, y
se arrepiente en el mismo día. Cuéntanse algunos
intermedios relativos a esto