El Periquillo Sarniento (17 page)

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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Como él con sus truhanadas excitaba la risa de las
niñas, y yo no podía negarlo, me avergonzaba
terriblemente, y no hallaba más recurso que suplicarle no me
sonrojara en aquellos términos, pero mi súplica
sólo servía de espuelas a su maldita verbosidad, y esto
me añadía más vergüenza y más
enojo.

Para serenarme me decía: no seas tonto, hermano, si esto es
chanza. Esta tarde nos iremos a pasear a Cuamatla, verás
qué hacienda tan bonita. ¿Qué caballo quieres que
te ensillen? ¿El almendrillo o el grullo de tía? Yo le
contesté la primera vez que me lo dijo: amigo, yo te agradezco
tu cariño, pero excúsate de que me ensillen
ningún caballo, porque yo no pienso volver a montar en mi vida
grullos ni grullas, ni pararme delante de una vaca, cuanto menos
delante de los toros o becerros. Anda, hombre, decía él,
no seas tan cobarde; no es jinete el que no cae, y el buen toreador
muere en las astas del toro. Pues muere tú, norabuena, le
respondía yo, y cae cuantas veces quisieres, que yo no he
reñido con mi vida. ¿Qué necesidad tengo de
volver a mi casa con una costilla menos o una pierna rota? No, Juan
Largo, yo no he nacido para caporal ni vaquero. En dos palabras: yo no
volví a montar a caballo en su compañía, ni a ver
torear siquiera, y desde aquel día comencé a desconfiar
un poco de mi amigo. ¡Feliz quien escarmienta en los primeros
peligros!, pero más «feliz el que escarmienta en los
peligros ajenos», como dijo un antiguo:
Felix quem faciunt
aliena pericula cautum.
Esto se llama saber sacar fruto de las
mismas adversidades.

A los tres días de este suceso se acabaron las diversiones,
y cada huésped se fue para su casa. El malvado Januario
había advertido que yo veía con cariño a su prima
y que ella no se incomodaba por esto, y trató de pegarme otro
chasco que estuvo peor que el del becerro.

Un día que no estaba en casa don Martín porque se
había ido a otra hacienda inmediata, me dijo Januario: yo he
notado que te gusta Ponciana, y que ella te quiere a ti. Vamos, dime
la verdad, ya sabes que soy tu amigo y que jamás me has
reservado secreto. Ella es bonita, tú tienes buen gusto, y yo
te lo pregunto, porque sé que puedo servir a tus deseos. La
muchacha es mi prima y no me puedo yo casar con ella; y así me
alegrara que disfrutara de su amor un amigo a quien yo quisiera tanto
como a ti. ¿Quién había de pensar que ésta
era la red que me tendía este maldito para burlarse de
mí a costa de mi honor? Pues así fue, porque yo tan
fácil como siempre, lo creí, y le dije: que tu prima es
de mérito, es evidente; que yo la quiero, no te lo puedo negar;
pero tampoco puedo saber si ella me quiere o no, pues no tengo por
dónde saberlo. ¿Cómo no?, dijo Januario,
¿pues que nunca le has dicho tu sentimiento? Jamás la he
hablado de eso, le respondí. Y ¿por qué?,
instó él. ¡Cómo por qué!, le dije
yo, porque le tengo vergüenza; dirá que soy un atrevido,
lo avisará a su madre, o me echará noramala. A
más de eso tu tía es muy celosa, jamás nos da
lugar de hablar, ni la deja sola un momento; ¿conque
cómo quieres que yo tenga lugar para tratar con esa niña
unas conversaciones de esta clase? Riose Januario grandemente, burlose
de mi temor y recato, y me dijo: eres un pazguato; no te juzgaba yo
tan zonzo y para nada; ¡miren qué dificultades tan
grandes tienes que vencer! Quita allá, collón. Todas las
mujeres se pagan de que las quieran, y aunque no correspondan,
agradecen el que se los digan. Ahora, ¿no has oído decir
que al que no habla nadie le oye? Pues habla, salvaje, y verás
como alcanzas. Si temes a la vieja de mi tía, yo te haré
juego, yo te proporcionaré que le hables a solas, espacio y a
tu satisfacción. ¿Qué dices? ¿Quieres?
Habla, verás que yo solo soy tu verdadero amigo.

Con semejantes consejos, viendo que la ocasión me brindaba
con lo mismo que yo apetecía, no tardé mucho en admitir
su obsequiosa oferta, y le di más agradecimientos que si me
hubiera hecho un verdadero favor.

El bribón se apartó de mí por un corto rato,
al cabo del cual volvió muy contento y me dijo: todo
está hecho. He dado un vomitorio a Poncianita, y me ha
desembuchado todo; ha cantado redondamente, y me ha confesado que te
quiere bien. Yo le dije que tú mueres por ella y que deseas
hablarla a solas. Ella quisiera lo mismo, pero me puso el embarazo de
su madre que la trae todo el día como un llavero. La dificultad
al parecer es grande; mas yo he discurrido el arbitrio mejor para que
ustedes logren sus deseos sin zozobra, y es éste: el tío
no ha de venir hasta mañana; ya tú sabes la
recámara donde ella duerme con su madre, y sabes que su cama
está a la derecha luego que se entra; y así esta misma
noche puedes entre las once y doce ir a hablarla todo cuanto quieras,
en la inteligencia de que la vieja a esa hora está en lo
más pesado de su sueño. Poncianita está
corriente, sólo me encargó que entraras con cuidado y
sin hacer ruido, y que si no está despierta, le toques la
almohada, que ella tiene un sueño muy ligero. Conque mire
usted, señor Periquillo, y qué pronto se han vencido
todas las dificultades que te acobardan; y así no hay que ser
zonzo, logra la ocasión antes que se pase, ya yo hice por ti
cuanto he podido.

Repetí las gracias a mi grande amigo por sus buenos oficios,
y me quedé haciendo mi composición de lugar, pensando
qué le diría yo a esa niña (pues a la verdad mi
malicia no se extendía a más que a hablar) y deseando
que corrieran las horas para hacer mi visita de lechuza.

Entre tanto el traidor Juan Largo, que ni palabra había
hablado a su prima acerca de mis amorcillos, fue a ver a su tía
y le dijo que tuviera cuidado con su hija, porque yo era un completo
zaragate; que él ya había notado que yo le hacía
mil señas en la mesa, y que ella me las correspondía;
que algunas noches me había buscado en mi cama, y no estaba yo
en ella; y así que mudara a Poncianita a otra recámara
con una criada, y que ella se acostara en la misma cama que su prima
aquella noche, y estuviera con cuidado a ver si él se
engañaba. Todo le pareció muy bien a la señora,
lo creyó como si lo viera, agradeció a Januario el celo
que manifestaba por el honor de su casa, prometió tomar el
consejo que le acababa de dar, y sin más averiguación,
se encerró en un cuarto con la inocente muchacha y le dio una
vuelta del demonio, según me contó a los dos meses una
criada suya que se fue a acomodar a mi casa, y oyó el chisme
del pícaro primo, y advirtió el injusto castigo de
Ponciana.

Dos lecciones os da este suceso, hijos míos, de que os
deberéis aprovechar en el discurso de vuestra vida. La primera
es para no ser fáciles en descubrir vuestros secretos a
cualquiera que se os venda por amigo; lo uno porque puede no serlo,
sino un traidor, como Januario, que trate de valerse de vuestra
simplicidad para perderos; y lo otro, porque aun cuando sea un amigo,
quizá llegará el caso de no serlo, y entonces, si es un
vil como muchos, descubrirá vuestros defectos que le
hayáis comunicado en secreto, para vengarse. En todo caso,
mejor es no manifestar el secreto que aventurarlo:
si quieres que
tu secreto esté oculto,
decía Séneca,
no
lo digas a nadie; pues si tú mismo no lo callas,
¿cómo quieres que los demás lo tengan en
silencio?

La otra lección que os proporciona este pasaje es que no os
llevéis de las primeras ideas que os inspire cualquiera. El
creer lo primero que nos cuentan sin examinar su posibilidad, ni si es
veraz, o no, el mensajero que nos trae la noticia, arguye una ligereza
imperdonable, que debe graduarse de necedad, y necedad que puede ser y
ha sido muchas veces causa de unos daños irreparables. Por un
chisme del perverso Amán iban a perecer todos los judíos
en poder del engañado Asuero; y por otro chisme y calumnia del
maldito Juan Largo, sufrió la niña su prima un castigo y
un descrédito injusto.

En el discurso de aquel día la señora me
mostró bastante ceño o mal modo; pero como muchacho, no
presumí que yo era la causa de él, atribuyéndolo
a alguna enfermedad o indisposición con la familia
sirviente. Sí extrañé que la niña no
asistió a la mesa; pero no pasó de echarla menos.

Llegó la noche; cenamos, me acosté, y me quedé
dormido sin acordarme de la consabida cita; cuando a las horas
prevenidas, el perro de Januario, que se desvelaba por mi daño,
viendo que yo roncaba alegremente, se levantó y fue a
despertarme diciéndome: flojo, condenado, ¿qué
haces? Anda, que son las once, y te estará esperando
Poncianita. Era mi sueño mayor que mi malicia, y así
más de fuerza que de gana me levanté en paños
menores; descalzo y temblando de frío y de miedo me fui para la
recámara de mi amada, ignorante de la trama que me tenía
urdida mi grande y generoso amigo. Entré muy quedito; me
acerqué a la cama, donde yo pensaba que dormía la
inocente niña; toqué la almohada, y cuando menos lo
pensé, me plantó la vieja madre tan furioso zapatazo en
la cara, que me hizo ver el sol a media noche. El susto de no saber
quién me había dado, me decía que callara; pero
el dolor del golpe me hizo dar un grito más recio que el mismo
zapatazo. Entonces la buena vieja me afianzó de la camisa, y
sentándome junto a sí me dijo: cállese usted,
mocoso atrevido, ¿qué venía a buscar aquí?
Ya sé sus gracias. ¿Así se honra a sus padres?
¿Así se pagan los favores que le hemos hecho?
¿Éste es el modo de portarse un niño bien nacido
y bien criado?¿Qué deja usted para los payos ordinarios
y sin educación? Pícaro, indecente, osado, que se
atreve a arrojarse a la cama de una niña doncella, hija de unos
señores que lo han favorecido. Agradezca que, por respeto de
sus buenos padres, no hago que lo majen a palos mis criados; pero
mañana vendrá mi marido, y en el día haré
que se lleve a usted a México, que yo no quiero pícaros
en mi casa.

Yo lleno de temor y confusión me le hinqué,
lloré y supliqué tanto que no le avisara a don
Martín, que al fin me lo prometió. Fuime a mi cama, y
observé que reía bastante el indigno Januario debajo de
la sábana; pero no me di por entendido.

Al día siguiente vino don Martín, y la señora,
pretextando no sé qué diligencia precisa en la capital,
hizo poner el coche, y sin volver a ver a la pobre muchacha, me
condujeron a la casa de mis padres, sin darse la señora por
entendida con su marido según me lo prometió.

Capítulo IX

Llega Periquillo a su casa y tiene una larga
conversación con su padre sobre materias curiosas e
interesantes

Llegamos a mi casa donde fui muy bien
recibido de mis padres, especialmente de mi madre, que no se hartaba
de abrazarme, como si acabara de llegar de luengas tierras y de alguna
expedición muy arriesgada. El señor don Martín
estuvo en casa dos o tres días mientras concluyó su
negocio, al cabo de los cuales se retiró a su hacienda,
dejándome muy contento porque se había quedado en
silencio mi desorden.

El señor mi padre un día me llamó a solas y me
dijo: «Pedro, ya has entrado en la juventud sin saber en
dónde dejaste la niñez, y mañana te
hallarás en la virilidad o en la edad consistente sin saber
cómo se te acabó la juventud. Esto quiere decir que hoy
eres muchacho y mañana serás un hombre; tienes en tu
padre quien te dirija, quien te aconseje y cuide de tu subsistencia;
pero mañana, muerto yo, tú habrás de dirigirte y
mantenerte a costa de tu sudor o tus arbitrios, so pena de perecer, si
no lo haces así; porque ya ves que yo soy un pobre y no tengo
más herencia que dejarte que la buena educación que te
he dado, aunque tú no la has aprovechado como yo quisiera.

En virtud de esto, pensemos hoy lo que ha de ser mañana. Ya
has estudiado gramática y filosofía, estás en
disposición de continuar la carrera de las letras, ya sea
estudiando teología, o cánones, ya leyes o medicina. Las
dos primeras facultades dan honor y aseguran la subsistencia a los que
se dedican a ellas con talento y aplicación, mas es como
preciso que sean eclesiásticos para que logren el fruto de su
trabajo y sean útiles en su carrera; pues un secular, por buen
teólogo o canonista que sea, ni podrá orar en un
púlpito, ni resolver un caso de conciencia en un confesonario;
y así es que estas facultades son estériles para los
seculares, y sólo se pueden estudiar por ilustrarse, en caso de
no necesitar los libros para comer.

La medicina y la abogacía son facultades útiles para
los seculares. Todas son buenas en sí y provechosas, como el
que las profese sea bueno en ellas, esto es, como salga aprovechado en
su estudio; y así sería una necedad muy torpe que el
teólogo adocenado, el médico ignorante, el leguleyo, o
rábula acusaran a estas ciencias del poco crédito que
ellos tienen, o les echaran la culpa de que nadie los ocupe, porque
nadie los juzga útiles, ni quieren fiar su alma, su salud ni
sus haberes en unas manos trémulas o insuficientes.

Esto es decirte, hijo mío, que tienes cuatro caminos que te
ofrecen la entrada a las ciencias más oportunas para subsistir
en nuestra patria; pues aunque hay otras, no te las aconsejo, porque
son estériles en este reino, y cuando te sirvan de
ilustración, quizá no te aprovecharán como
arbitrio. Tales son la física, la astronomía, la
química, la botánica, etc., que son parte de la primera
ciencia que te dije.

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