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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (7 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Llegó por fin el plazo de separarme de casa por algunos
ratos, quiero decir: me pusieron en la escuela, y en ella ni
logré saber lo que debía, y supe, como siempre, lo que
nunca había de haber sabido, y todo esto por la irreflexiva
disposición de mi querida madre; pero los acaecimientos de esta
época os los escribiré en el capítulo
siguiente.

Capítulo II

En el que Periquillo da razón de su
ingreso a la escuela, los progresos que hizo en ella, y otras
particularidades que sabrá el que las leyere, las oyere leer, o
las preguntare

Hizo sus mohínas mi padre, sus
pucheritos mi madre, y yo un montón de alharacas, y berrinches
revueltos con mil lágrimas y gritos; pero nada valió
para que mi padre revocara su decreto. Me encajaron en la escuela mal
de mi grado.

El maestro era muy hombre de bien; pero no tenía los
requisitos necesarios para el caso. En primer lugar era un pobre, y
emprendió este ejercicio por mera necesidad, y sin consultar su
inclinación y habilidad; no era mucho que estuviera disgustado
como estaba, y aun avergonzado en el destino.

Los hombres creen (no sé por qué) que los muchachos
por serlo, no se entretienen en escuchar sus conversaciones ni las
comprenden; y fiados en este error, no se cuidan de hablar delante de
ellos muchas cosas que alguna vez les salen a la cara, y entonces
conocen que los niños son muy curiosos, y observativos.

Yo era uno de tantos, y cumplía con mis deberes
exactamente. Me sentaba mi maestro junto a sí, ya por especial
recomendación de mi padre, o ya porque era yo el más
bien tratadito de ropa que había entre sus alumnos.

No sé que tiene un buen exterior que se respeta hasta en los
muchachos.

Con esta inmediación a su persona no perdía yo
palabra de cuantas profería con sus amigos. Una vez le
oí decir platicando con uno de ellos: «sólo la
maldita pobreza me puede haber metido a escuelero; ya no tengo vida
con tanto muchacho condenado; ¡qué traviesos que son y
qué tontos! Por más que hago, no puedo ver uno
aprovechado. ¡Ah,
fucha
en el oficio tan maldito!
¡Sobre que ser maestro de escuela es la última droga que
nos puede hacer el diablo!…» Así se producía mi
buen maestro, y por sus palabras conoceréis el candor de su
corazón, su poco talento y el concepto tan vil que tenía
formado de un ejercicio tan noble y recomendable por sí mismo,
pues el enseñar y dirigir la juventud es un cargo de muy alta
dignidad, y por eso los reyes y los gobiernos han colmado de honores y
privilegios a los sabios profesores; pero mi pobre maestro ignoraba
todo esto, y así no era mucho que formara tan vil concepto de
una tan honrada profesión.

En segundo lugar, carecía, como dije, de disposición
para ella, o de lo que se dice genio. Tenía un corazón
muy sensible, le era repugnante el afligir a nadie, y este suave
carácter lo hacía ser demasiado indulgente con sus
discípulos. Rara vez les reñía con aspereza, y
más rara los castigaba. La palmeta y disciplina tenían
poco que hacer por su dictamen; con esto los muchachos estaban en sus
glorias, y yo entre ellos, porque hacíamos lo que se nos
antojaba impunemente.

Ya ustedes verán, hijos míos, que este hombre, aunque
bueno de por sí, era malísimo para maestro y padre de
familias; pues así como no se debe andar todo el día
sobre los niños con el azote en la mano como cómitre de
presidio, así tampoco se les debe levantar del todo. Bueno es
que el castigo sea de tarde en tarde, que sea moderado, que no tenga
visos de venganza, que sea proporcionado al delito, y siempre
después de haber probado todos los medios de la suavidad y la
dulzura para la enmienda; pero si éstos no valen, es muy bueno
usar del rigor según la edad, la malicia y condición del
niño. No digo que los padres y maestros sean unos tiranos, pero
tampoco unos apoyos o consentidores de sus hijos o
encargados. Platón decía, que
no siempre se han de
refrenar las pasiones de los niños con la severidad, ni siempre
se han de acostumbrar a los mimos y caricias.
[17]

La prudencia consiste en poner medio entre los extremos.

Por otra parte, mi maestro carecía de toda la habilidad que
se requiere para desempeñar este título. Sabía
leer y escribir, cuando más, para entender y darse a entender;
pero no para enseñar. No todos los que leen saben leer. Hay
muchos modos de leer, según los estilos de las escrituras. No
se han de leer las oraciones de Cicerón como los anales de
Tácito, ni el panegírico de Plinio como las comedias de
Moreto. Quiero decir, que el que lee debe saber distinguir los estilos
en que se escribe, para animar con su tono la lectura, y entonces
manifestará que entiende lo que lee, y que sabe leer.

Muchos creen que leer bien consiste en leer aprisa, y con tal
método hablan mil disparates. Otros piensan (y son los
más) que en leyendo conforme a la ortografía con que se
escribe, quedan perfectamente. Otros leen así, pero
escuchándose y con tal pausa, que molestan a los que los
atienden. Otros por fin, leen todo género de escritos con mucha
afectación, pero con cierta monotonía o igualdad de tono
que fastidia. Éstos son los modos más comunes de leer, y
vosotros iréis experimentando mi verdad, y veréis que no
son los buenos lectores tan comunes como parece.

Cuando oyereis a uno que lee un sermón como quien predica,
una historia como quien refiere, una comedia como quien representa,
etc., de suerte que si cerráis los ojos os parece que
estáis oyendo a un orador en el púlpito, a un individuo
en un estrado, a un cómico en un teatro, etc., decid:
éste sí lee bien; mas si escucháis a uno que lee
con sonsonete, o mascando las palabras, o atropellando los renglones,
o con una misma modulación de voz; de manera que lo mismo lea
las noches de Young
que el
todo fiel cristiano
del
catecismo, decid sin el menor escrúpulo, Fulano no sabe leer,
como lo digo ahora de mi primer maestro. Ya se ve, era de los que
deletreaban c, a, ca; c, e, que; c, i, qui, etc., ¿qué
se podía esperar?

Y si esto era por lo tocante a leer, por lo que respecta a
escribir, ¿qué tal sería? Tantito peor, y no
podía ser de otra suerte; porque sobre cimientos falsos no se
levantan jamás fábricas firmes.

Es verdad que tenía su tintura en aquella parte de la
escritura que se llama
calografía
; porque lo que eran
trazos, finales, perfiles, distancias, proporciones, etc., en una
palabra, pintaba muy bonitas letras; pero en esto de
ortografía
no había nada. Él adornaba
sus escritos con puntos, comas, interrogaciones y demás
señales de éstas; mas sin orden, método, ni
instrucción; con esto salían algunas cosas suyas tan
ridículas, que mejor le hubiera sido no haberlas puesto ni una
coma. El que se mete a hacer lo que no entiende, acertará una
vez, como el burro que tocó la flauta
por casualidad
;
pero las más ocasiones echará a perder todo lo que haga,
como le sucedía a mi maestro en ese particular, que donde
había de poner dos puntos ponía coma; en donde
ésta tenía lugar, la omitía; y donde debía
poner dos puntos, solía poner punto final; razón clara
para conocer desde luego que erraba cuanto escribía; y no
hubiera sido lo peor que sólo hubieran resultado disparates
ridículos de su maldita puntuación; pero algunas veces
salían unas blasfemias escandalosas.

Tenía una hermosa imagen de la Concepción, y le puso
al pie una redondilla que desde luego debía decir
así:

Pues del Padre celestial
fue María la Hija querida,
¿no había de ser concebida
sin pecado original?

Pero el infeliz hombre erró de medio
a medio la colocación de los caracteres ortográficos,
según que lo tenía de costumbre, y escribió un
desatino endemoniado y digno de una mordaza, si lo hubiera hecho con
la más leve advertencia, porque puso:

¿Pues del Padre celestial
fue María la Hija querida?
No, había de ser concebida
sin pecado original.

Ya ven ustedes qué expuesto
está a escribir mil desatinos el que carece de
instrucción en la ortografía, y cuán necesario es
que en este punto no os descuidéis con vuestros hijos.

Es una lástima la poca aplicación que se nota sobre
este ramo en nuestro reino. No se ven sino mil groseros barbarismos
todos los días escritos públicamente en las
velerías, chocolaterías, estanquillos, papeles de las
esquinas, y aun en el cartel del coliseo. Es corriente ver una
mayúscula entremetida en la mitad de un nombre o verbo, unas
letras por otras, etc. Como (verbigracia)
ChocolaTería
famosa
,
Rial estanquiyo de puros y cigaros
,
El
Barbero de Cebilla
,
La Horgullosa
,
El Sebero
Dictador
, y otras impropiedades de este tamaño, que no
sólo manifiestan de a legua la ignorancia de los escribientes,
sino lo abandonado de la policía de la capital en esta
parte.

¿Qué juicio tan mezquino formará un extranjero
de nuestra ilustración cuando vea semejantes despilfarros
escritos y consentidos públicamente, no ya en un pueblo, sino
nada menos que en México, en la capital de las Indias
Septentrionales, y a vista y paciencia de tanta respetable autoridad,
y de un número de sabios tan acreditados en todas facultades?
¿Qué ha de decir, ni qué concepto ha de formar,
sino de que el común del pueblo (y eso si piensa con equidad)
es de lo más vulgar e ignorante, y que está enteramente
desatendido el cuidado de su ilustración por aquellos a quienes
está confiada?

Sería de desear que no se permitiera escribir estos
públicos barbarismos que contribuyen no poco a
desacreditarnos
[18]
.

Pues aún no es esto todo lo malo que hay en el particular,
porque es una lástima ver que este defecto de ortografía
se extiende a muchas personas de fina educación, de talentos no
vulgares, y que tal vez han pasado su juventud en los colegios y
universidades, de manera que no es muy raro oír un bello
discurso a un orador, y notar en este mismo discurso escrito por su
mano, sesenta mil defectos ortográficos; y a mí me
parece que esta falta se debe atribuir a los maestros de primeras
letras, que o miran este punto tan principal de la escritura como mera
curiosidad, o como requisito no necesario, y por eso se descuidan de
enseñarlo a sus discípulos, o enteramente lo ignoran,
como mi maestro, y así no lo pueden enseñar.

Ya ustedes verán ¿qué aprendería yo con
un maestro tan hábil? Nada seguramente. Un año estuve en
su compañía, y en él supe leer de
corrido
, según decía mi cándido
preceptor, aunque yo leía hasta galopado; porque como él
no reparaba en niñerías de enseñarnos a leer con
puntuación, saltábamos nosotros los puntos,
paréntesis, admiraciones y demás cositas de estas con
más ligereza que un gato; y esto nos celebraban mi maestro y
otros sus iguales.

También olvidé en pocos días aquellas tales
cuales máximas de buena crianza que mi padre me había
enseñado en medio del consentimiento de mi madre; pero en
cambio de lo poco que olvidé, aprendí otras cosillas de
gusto, como (verbigracia) ser desvergonzado, mal criado, pleitista,
tracalero, hablador y jugadorcillo.

La tal escuela era, a más de pobre, mal dirigida; con esto
sólo la cursaban los muchachos ordinarios, con cuya
compañía y ejemplo, ayudado del abandono de mi maestro y
de mi buena disposición para lo malo, salí
aprovechadísimo en las gracias que os he dicho. Una de ellas
fue el acostumbrarme a poner malos nombres, no sólo a los
muchachos mis condiscípulos, sino a cuantos conocidos
tenía por mi barrio, sin exceptuar a los viejos más
respetables. ¡Costumbre o corruptela indigna de toda gente bien
nacida!, pero vicio casi generalmente introducido en las más
escuelas, en los colegios, cuarteles y otras casas de comunidad; y
vicio tan común en los pueblos, que nadie se libra de llevar su
mal nombre a retaguardia. En mi escuela se nos olvidaban nuestros
nombres propios por llamarnos con los injuriosos que nos
poníamos. Uno se conocía por el tuerto, otro por el
corcovado, éste por el lagañoso, aquél por el
roto. Quien había que entendía muy bien por loco, quien
por burro, quien por guajolote, y así todos.

Entre tantos padrinos no me podía yo quedar sin mi
pronombre. Tenía cuando fui a la escuela una chupita verde y
calzón amarillo. Estos colores, y el llamarme mi maestro
algunas veces por cariño
Pedrillo
, facilitaron a mis
amigos mi mal nombre, que fue Periquillo; pero me faltaba un adjetivo
que me distinguiera de otro
Perico
que había entre
nosotros, y este adjetivo o apellido no tardé en
lograrlo. Contraje una enfermedad de sarna, y apenas lo advirtieron,
cuando acordándose de mi legítimo apellido me encajaron
el retumbante título de
Sarniento
, y heme aquí
ya conocido no sólo en la escuela ni de muchacho, sino ya
hombre y en todas partes, por
Periquillo Sarniento
.

Entonces no se me dio cuidado, contentándome con
corresponder a mis nombradores con cuantos apodos podía; pero
cuando en el discurso de mi vida eché de ver qué cosa
tan odiosa y tan mal vista es tener un mal nombre, me daba a
Barrabás, reprochaba este vicio y llenaba de maldiciones a los
muchachos; más ya era tarde.

Sin embargo, no dejarán de aprovecharos estas lecciones para
que a vuestros hijos jamás les permitáis poner nombres,
advirtiéndoles que esta burda manía, cuando menos,
arguye un nacimiento ordinario y una educación muy grosera; y
digo cuando menos, porque si no se hace por mera corruptela y
chanzoneta, sino que estos nombres son injuriosos de por sí, o
se dicen con ánimo de injuriar, entonces prueban en el que los
pone o los dice, una alma baja o corrompida, y será pecaminosa
la tal corruptela, de más o menos gravedad según el
espíritu con que se use.

Entre los romanos fue costumbre conocerse con sobrenombres que
denotaban los defectos corporales de quien los tenía;
así se distinguieron los
Cocles
, los
Manos
largas
, los
Cicerones
, los
Nasones
y otros;
pero lo que entonces fue costumbre adoptada para inmortalizar la
memoria de un héroe, hoy es grosería entre nosotros. Las
leyes de Castilla imponen graves penas a los que injurian a otros de
palabra, y el mismo Cristo dice que
será reo del fuego
eterno el que le dijere a su hermano tonto o fatuo
.

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