Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Finalmente, yo vendí allí la silla y la gualdrapa en
lo primero que me dieron, tiré la peluca y la golilla en una
zanja para no parecer tan ridículo, y a pie y andando con mi
capa al hombro y un palo en la mano llegué a México,
donde me pasó lo que leeréis en el capítulo IV de
esta verdadera imponderable historia.
En el que se cuenta la espantosa aventura del
locero y la historia del trapiento
Ninguna fantasma ni espectro espanta al
hombre más cierta y constantemente que la conciencia
criminal. En todas partes lo acosa y amedrenta, y siempre a
proporción de la gravedad del delito, por oculto que
éste se halle. De suerte que aunque nadie persiga al
delincuente y tenga la fortuna de que no se haya revelado su
iniquidad, no importa; él se halla lleno de susto y
desasosegado en todas partes. Cualquiera casualidad, un ligero ruido,
la misma sombra de su cuerpo agita su espíritu, hace estremecer
su corazón y le persuade que ha caído o está ya
para caer en manos de la justicia vengadora. El desgraciado no vive
sin fatiga, no come sin amargura, no pasea sin recelo, y hasta su
mismo sueño es interrumpido del susto y del sobresalto. Tal era
mi estado interior cuando entré en esta capital. A cada paso me
parecía que me daban una paliza, o que me conducían a la
cárcel. Cualquiera que encontraba vestido de negro me
parecía que era Chanfaina; cualquiera vieja me asustaba,
figurándome en ella a la mujer del barbero; cualquier botica,
cualquier médico… ¡qué digo!, hasta las mulas me
llenaban de pavor, pues todo me recordaba mis maldades.
Algunas veces se me paseaba por la imaginación la
tranquilidad interior que disfruta el hombre de buena conciencia, y me
acordaba de aquello de Horacio cuando dice a Fusco
Aristio
[149]
:
El hombre de buen vivir
Y aquel que a ninguno daña,
No ha menester el escudo
Ni flechas emponzoñadas.
Por cualesquiera peligros
Pasa y no se sobresalta,
Seguro en que su defensa
Es una conciencia sana.
Pero estas serias reflexiones sólo se
quedaban en paseos y no se radicaban en mi corazón; con esto
las desechaba de mi imaginación como malos pensamientos sin
aprovecharme de ellas, y sólo trataba de escaparme de mis
agraviados, por cuya razón lo primero que hice fue procurar
salir de la capa de golilla, así por quitarme de aquel mueble
ridículo, como por no tener conmigo un innegable testigo de mi
infidelidad. Para esto, luego que llegué a México y en
la misma tarde, fui a venderla al baratillo que llaman del
piojo
, porque en él trata la gente más pobre y
allí se venden las piezas más sucias, asquerosas y aun
las robadas.
Doblé, pues, la tal capa en un zaguán, y con
sólo sombrero y vestido de negro, que parecía de a legua
colegial huido, fui al puesto del baratillero de más
crédito que allí había.
Por mi desgracia estaba éste encargado por el doctor
Purgante (que en realidad se llamaba don Celidonio Matamoros, aunque
con más verdad podía haberse
llamado
Matacristianos
), estaba, digo, el baratillero
encargado de recogerle su capa si se la fueran a vender,
habiéndole dejado las señas más particulares para
el caso.
Una de ellas era un pedazo de la vuelta cosido con seda verde, y un
agujerito debajo del cuello remendado con paño azul. Yo en mi
vida había reparado en semejantes menudencias, con esto fui a
venderla muy frescamente; y por desgracia se acordó del encargo
el baratillero, y lo primero con que tropezaron sus ojos, antes de
desdoblarla, fue el pedazo de la vuelta cosido con seda
verde.
Luego que yo le dije que era capa y de golilla, y vio la diferencia
de la seda en la costura, me dijo: amigo, esta capa puede ser de mi
compadre don Celidonio, a quien por mal nombre llaman el doctor
Purgante. A lo menos si debajo del cuello tiene un remiendito azul,
ciertos son los toros. La desdobló, registró y
halló el tal remiendito. Entonces me preguntó si aquella
capa era mía, si la había comprado o me la habían
dado a vender.
Yo, embarazado con estas preguntas y no sabiendo qué decir,
respondí que podía jurar que la capa ni era mía
ni la había adquirido por compra, sino que me la habían
dado a vender.
¿Pues quién se la dio a vender a usted, cómo se llama
y dónde vive, o dónde está?, me preguntó
el baratillero. Yo le dije que un hombre que apenas lo conocía,
que él si me conocía a mí, que yo era muy hombre
de bien aunque la capa andaba en opiniones, pero que por allí
inmediato se había quedado.
El baratillero entonces le dijo a un amigo suyo que estaba en su
tienda que fuera conmigo y no me dejara hasta que yo entregara al que
me había dado a vender la capa, que se conocía que yo
era un buen verónico, pero que aquella capa la había
robado a don Celidonio un mozo que tenía, conocido por
Periquillo Sarniento, juntamente con una mula ensillada y enfrenada,
una gualdrapa, una peluca, una golilla, unos libros, algún
dinero y quién sabe qué más; y así que o
me llevara a la cárcel, o entregara yo al ladrón, y
entregándolo que me dejase libre.
Con esta sentencia partí acompañado de mi alguacil, a
quien anduve trayendo ya por esta calle, ya por la otra sin acabar de
encontrar al ladrón con ir tan cerca de mí, hasta que la
adversa suerte me deparó sentado en un zaguán a un
hombre embozado en un capote viejo.
Luego que lo vi tan trapiento, lo marqué por ladrón,
como si todos los trapientos fueran ladrones, y le dije a mi
corchete honorario que aquél era quien me había dado la
capa a vender.
El muy salvaje lo creyó de buenas a primeras, y
volvió conmigo a pedir auxilio a la guardia inmediata, la que
no se negó, y así prevenido de cuatro hombres y un cabo
volvimos a prender al trapiento.
El desdichado, luego que se vio sorprendido con la voz
de
date
, se levantó y dijo: señores, yo estoy
dado a la justicia, ¿pero qué he hecho o por qué causa
me he de dar? Por ladrón, dijo el corchete. ¿Por
ladrón?, replicaba el pobrete, seguramente ustedes se han
equivocado. No nos hemos equivocado, decía el encargado del
baratillero, hay testigos de tu robo, y tu mismo pelaje demuestra
quién eres y los de tu librea. Amárrenlo.
Señores, decía el pobre, vean ustedes que hay un
diablo que se parezca a otro; quizá no seré yo el que
buscan; que haya testigos que depongan contra mí no es prueba
bastante para esta tropelía, cuando sabemos que hay mil infames
que por dos reales se hacen testigos para calumniar a un hombre de
bien; y, por fin, el que sea un pobre y esté mal vestido no
prueba que sea un pícaro, el hábito no hace al
monje.
Conque, señores, hacerme este daño sólo por mi
indecente traje o por la deposición de uno o dos pícaros
comprados a vil precio, sin más averiguación ni
más informe, me parece que es un atropellamiento que no cabe en
los prescritos términos de la justicia.
Yo soy un hombre a quienes ustedes no conocen y sólo juzgan
por la apariencia del traje; pero quizá bajo de una mala capa
habrá un buen bebedor; esto es, quizá bajo de este ruin
exterior habrá un hombre noble, un infeliz y un honrado a toda
prueba.
Todo está muy bien, decía el encargado de corchete,
pero usted le dio a este mozo (señalándome a
mí) una capa de golilla para que la vendiera, con la que
juntamente se robaron una mula con su gualdrapa, una golilla, una
peluca y otras maritatas; y este mismo mozo ha descubierto a usted,
quien ha de dar razón de todo lo que se ha perdido.
¡Qué capa, ni qué mula, ni qué peluca, golilla
ni gualdrapa, ni qué nada sé yo de cuanto usted ha
dicho!
Sí señor, decía el alguacil, usted le dio al
señor a vender la capa de golilla; el señor conoce a
usted y quien le dio la capa ha de saber de todo.
Amigo, me decía el pobre muy apurado, ¿usted me conoce? ¿Yo
le he dado a vender alguna capa, ni me ha visto en su vida? Sí
señor, replicaba yo entre el temor y la osadía, usted me
dio a vender esa capa, y usted fue criado de mi padre.
¡Hombre del diablo!, decía el pobre, ¿qué capa le he
vendido a usted ni qué conocimiento tengo de usted ni de su
padre?
Sí señor, decía yo, el señor lo quiere
negar, pero el señor me dio a vender la capa.
Pues no es menester más, dijo el corchete, amarren al
señor, allí veremos.
Con esto amarraron al miserable los soldados, se lo llevaron a la
cárcel y a mí me despacharon en libertad. Tal suele ser
la tropelía de los que se meten a auxiliar a la justicia sin
saber lo que es justicia.
Yo me fui en cuerpo gentil, pero muy contento al ver la facilidad
con que había burlado al baratillero, aunque por otra parte
sentía el verme despojado de la capa y de su valor.
En estas y semejantes boberías maliciosas iba yo
entretenido, cuando oí que a mis espaldas gritaban:
atajen,
atajen
. Pensé en aquel instante que seguramente se
había indemnizado el pobre a quien acababa de calumniar, y
venían en mi alcance los soldados para que se averiguara la
verdad, y apenas volví la cara y vi la gente que venía
corriendo por detrás, cuando sin esperar mejor
desengaño eché a correr por la calle del Coliseo como
una liebre.
Ya he dicho que en semejantes lances era yo una pluma para ponerme
en salvo; pero esa tarde iba tan ligero y aturdido que al doblar una
esquina no vi a un indio locero que iba cargado con su loza, y
atropellándolo bonitamente lo tiré en el suelo boca
abajo y yo caí sobre las ollas y cazuelas, estrellándome
algunas de ellas en las narices, a cuyo tiempo pasó casi sobre
de mí y del locero un caballo desbocado que era por el que
gritaban que atajasen.
Luego que lo vi, me serené de mi susto advirtiendo que no
era yo el objeto que pretendían alcanzar; pero este consuelo me
lo turbó el demonio del indio, que en un momento y
arrastrándose como lagartija salió de debajo de
su
tapextle
[150]
de loza, y
afianzándome del pañuelo me decía con el mayor
coraje: agora lo veremos si me lo pagas mi loza y paguemelosté
de prestito, porque si no el diablo nos ha de llevar
horita,
horita
. Anda noramala, indio
macuache
, le dije,
¿qué pagar, ni no pagar? Y ¿quién me paga a mí
las cortadas y el porrazo que he llevado?
¿Yo te lo mandé osté que los fueras atarantado y no
lo vías por donde corres como macho azorado? El macho
serás tú y la gran cochina que te parió, le dije,
indigno, maldito, cuatro-orejas
[151]
,
acompañando estos requiebros con un buen puñete que le
planté en las narices con tales ganas que le hice escupir por
ellas harta sangre.
Dicen que los indios, luego que se ven
manchados con su sangre, se acobardan; mas éste no era de
ésos. Un diablo se volvió luego que se sintió
lastimado de mi mano, y entre mexicano y castellano me dijo:
tlacatecoltl
, mal diablo,
lagrón
, jijo de un
dimoño
, agora lo veremos quién es cada cual. Y
diciendo y haciendo, me comenzó a retorcer el pañuelo
con tantas fuerzas que ya me ahogaba, y con la otra mano cogía
ollitas y cazuelas muy aprisa y me las quebraba en la cabeza; pero me
las estrellaba tan prontito y con tal cólera que, si como eran
ollitas vidriadas, esto es, de barro muy delgado, hubieran sido
tinajas de Cuautitlán, allí quedo en estado de no volver
a resollar.
Yo, casi sofocado con los retortijones del pañuelo, abriendo
tanta boca y sin arbitrio de escaparme, procuré hacer de tripas
corazón, y como los dos estábamos cerca de las ollas que
eran nuestras armas, cuando el indio se agachaba a coger la suya,
cogía yo también la mía, y ambos a dos nos las
quebrábamos en las cabezas.
En un instante nos cercó una turba de bobos, no para
defendernos ni apaciguarnos, sino para divertirse con nosotros.
La multitud de los necios espectadores llamó la
atención de una patrulla que casualmente pasaba por
allí, la que, haciéndose lugar con la culata de los
fusiles, llegó a donde estábamos los dos invictos y
temibles contendientes.