Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Que hay algunos individuos en el mío, como los que usted
dice, he confesado que es verdad, y añado que si sostienen o
pretenden sostener un error conociéndolo, sólo porque
son padres, hacen mal, y si ultrajan a algún secular no por un
acto primo ni acalorados por alguna grosería que se use con
ellos, sino sólo engreídos en que el secular es
cristiano y ha de respetar su carácter a lo último,
hacen muy mal, y son muy reprensibles, pues deben reflexionar que el
carácter no los excusa de la observancia de las leyes que el
orden social prescribe a todos.
Usted y los señores que me oyen conocerán por esto
que yo no me atengo a mi estado para faltar al respeto a ninguna
persona, como bien lo saben los que me han tratado y me conocen. Si me
he excedido en algo con usted, dispénseme, pues lo que dije fue
provocado por su inadvertida reprensión, y reprensión
que no cae sobre yerro alguno, porque yo cuando hablo alguna cosa
procuro que me quede retaguardia para probar lo que digo; y si no,
manos a la obra. Entre varias cosas dije a usted, me acuerdo, que
hablaba cosas que no entendía lo que eran (esto se llama
pedantismo). Es mi gusto que me haga usted quedar mal delante de estos
señores, haciéndome favor de explicarnos qué
parte de la medicina es la
semeiótica
; cuál es
el humor
gástrico
o el
pancreático
;
qué enfermedad es el
priapismo
; cuáles son las
glándulas del mesenterio
; qué especies hay de
cefalalgias
; y qué clase de remedios son los
emotoicos
; pero con la advertencia de que yo lo sé
bien, y entre mis libros tengo autores que lo explican bellamente, y
puedo enseñárselos a estos señores en un minuto;
y así usted no se exponga a decir una cosa por otra, fiado en
que no lo entiendo, pues aunque no soy médico, he sido muy
curioso y me ha gustado leer de todo; en una palabra, he sido aprendiz
de todo y oficial de nada. Conque así, vamos a ver; si me
responde usted con tino a lo que le pregunto, le doy esta onza de oro
para polvos; y si no, me contentaré con que usted confiese que
no soy de los clérigos que sostengo una disputa por
clérigo, sino porque sé lo que hablo y lo que
disputo.
La sangre se me bajó a los talones con la proposición
del cura, porque yo maldito lo que entendía de cuanto
había dicho, pues solamente aprendí esos nombres
bárbaros en casa de mi maestro, fiado en que con saberlos de
memoria y decirlos con garbo tenía cuanto había menester
para ser médico, o a lo menos para parecerlo; y así no
tuve más escape que decirle: señor cura, usted me
dispense, pero yo no trato de sujetarme a semejante examen; ya el
Protomedicato me examinó y me aprobó como consta de mis
certificaciones y documentos.
Está muy bien, dijo el cura, sólo con que usted se
niegue a una cosa tan fácil me doy por satisfecho; pero yo
también protesto no sujetarme a los médicos
inhábiles o que siquiera me lo parezcan. Sí
señor, yo seré mi médico como lo he sido hasta
aquí, a lo menos tendré menos embarazos para perdonarme
las erradas; y en aquella parte de la medicina que trata de conservar
la salud, y los facultativos llaman
higiene
, me
contentaré con observar las reglas que la escuela Salernitana
prescribió a un rey de la Gran Bretaña, a saber: poco
vino, cena poca, ejercicio, ningún sueño meridiano, o lo
que llamamos siesta, vientre libre, fuga de cuidados y pesadumbres,
menos cóleras; a lo que yo añado algunos baños y
medicinas las más simples, cuando son precisas, y cáteme
usted sano y gordo como me ve; porque no hay remedio, amigo, yo fuera
el primero que me entregara a discreción de cualquier
médico si todos los médicos fueran como debían
ser; pero por desgracia apenas se puede distinguir el buen
médico del necio empírico y del curandero
charlatán.
Todas las ciencias abundan en charlatanes, pero más que
ninguna la medicina. Un lego no se atreverá predicar en un
púlpito, a resolver un caso de conciencia en un confesonario, a
defender un pleito en una audiencia; pero ¡qué digo!
¿Quién se atreverá sin ser sastre a cortar una casaca,
ni sin ser zapatero a trazar unos zapatos? Nadie seguramente; pero
para ordenar un medicamento, ¿quién se detiene? Nadie
tampoco. El teólogo, el canonista, el legista, el
astrónomo, el sastre, el zapatero y todos somos médicos
la vez que nos toca. Sí, amigo, todos mandamos nuestros
remedios a Dios te la depare buena, sin saber lo que mandamos,
sólo porque los hemos visto mandar, o porque nos hemos aliviado
con ellos, sin advertir cuánto dista la naturaleza de unos a la
de otros; sin saber los contraindicantes, y sin conocer que el remedio
que lo fue para Juan es veneno para Pedro. Supongamos: en algunos
géneros de apoplejías es necesaria y provechosa la
sangría; pero en otros no se puede aplicar sin riesgo,
verbigracia en una apoplética embarazada, pues es casi
necesario el aborto.
El que no es médico no percibe estos inconvenientes, obra
atolondrado y mata con buena intención. No en balde las leyes
de Indias prohíben con tanto empeño el ejercicio del
empirismo. Lea usted si gusta las 4 y 5 del lib. 5 tít. 6 de
la
Recopilación
, que también hablan de lo
mismo; y aun médicos sabios (tales como
monsieur
Tissot en su
Aviso al pueblo
) declaman altamente contra los
charlatanes.
Yo deseara que aquí se observara el método que se
observa en muchas provincias del Asia con los médicos, y es que
éstos han de visitar a los enfermos, han de hacer y costear las
medicinas y las han de aplicar. Si éste sana, le pagan al
médico su trabajo según el ajuste; pero si se muere, se
va el médico a buscar perros que espulgar.
Esta bella providencia produce los buenos efectos que le son
consiguientes, como es que los médicos se apliquen y estudien,
y que sean a un tiempo médicos, cirujanos, químicos,
botánicos y enfermeros.
Y no me arrugue usted las cejas, me decía el cura
sonriéndose, algo ha habido en nuestra España que se
parezca a esto. En el título de los físicos y los
enfermos entre las leyes del Fuero Juzgo se lee una en el lib. II, que
dice que el físico (esto es, el médico) capitule con los
enfermos lo que le han de dar por la cura, y que si los cura lo
paguen, y si en vez de curar los empeora con sangrías (se debe
entender que con otro cualquier error), que él pague los
daños que causó. Y si se muere el enfermo, siendo libre,
quede el médico a discreción de los herederos del
difunto; y si éste era esclavo le dé a su señor
otro de igual valor que el muerto.
Yo conozco que esta ley tiene algo de violenta, porque
¿quién puede probar en regla el error de un médico, sino
otro médico? ¿Y qué médico no haría
por su compañero? Fuera de que el hombre alguna vez ha de
morir, y en este caso no era difícil que se le imputara al
médico el efecto preciso de la naturaleza, y más si el
enfermo era esclavo, pues su amo querría resarcirse de la
pérdida a costa del pobre médico; mas estas leyes no
están en uso, y sí me parece que lo está la
práctica de los asiáticos que me gusta demasiado.
Ya el subdelegado y toda la comitiva estaban incómodos con
tanta conversación del cura, y así procuraron cortarla
poniendo un monte de dos mil pesos, en el que (para no cansar a
ustedes) se me arrancó lo que había achocado,
quedándome a un pan pedir.
A la noche estuvieron el baile y el refresco lucidos y
espléndidos, según lo permitía el lugar. Yo
permanecí allí más de fuerza que de gana
después que se me aclaró, y a las dos de la
mañana me fui a casa, en la que regañé a la
cocinera y le di de pescozones a mi mozo, imitando en esto a muchos
amos necios e imprudentes que cuando tienen una cólera o una
pesadumbre en la calle la van a desquitar a sus casas con los pobres
criados, y quizá con las mujeres y con las hijas.
Así, así, y entre mal y bien, la continué
pasando algunos meses más, y una ocasión que me llamaron
a visitar a una vieja rica, mujer de un hacendero, que estaba enferma
de fiebre, encontré allí al cura, a quien temía
como al diablo; pero yo, sin olvidar mi charlatanería, dije que
aquello no era cosa de cuidado, y que no estaba en necesidad de
disponerse; mas el cura, que ya la había visto y era más
médico que yo, me dijo: vea usted, la enferma es vieja, padece
la fiebre ya hace cinco días, está muy gruesa y a veces
soporosa, ya delira de cuando en cuando, tiene manchas amoratadas, que
ustedes llaman
petequias
, parece que es una fiebre
pútrida o maligna; no hemos de esperar a que
cace
moscas
o esté
in agone
(agonizando) para
sacramentarla. A más de que, amigo, ¿cómo
podrá el médico descuidarse en este punto tan principal,
ni hacer confiar al enfermo en una esperanza fugaz y en una
seguridad de que el mismo médico carece? Sépase usted
que el Concilio de París del año de 1429 ordena a los
médicos que exhorten a los enfermos que están de peligro
a que se confiesen antes de darles los remedios corporales, y negarles
su asistencia si no se sujetan a su consejo. El de Tortosa del mismo
año prohíbe a los médicos hacer tres visitas
seguidas a los enfermos que no se hayan confesado. El Concilio II de
Letrán de 1215, en el canon 24, dice que, cuando sean llamados
los médicos para los enfermos, deben aquéllos
ante
todas cosas
advertirles se provean de médicos
espirituales, para que, habiendo tomado las precauciones necesarias
para la salud de su alma, les sean más provechosos los remedios
en la curación de su cuerpo.
Esto, amigo, me decía el cura, dice la Iglesia por sus
santos concilios; conque vea usted qué se puede perder en que
se confiese y sacramente nuestra enferma, y más
hallándose en el estado en que se halla.
Azorado con tantas noticias del cura le dije: señor, usted
dice muy bien, que se haga todo lo que usted mande.
En efecto el sabio párroco aprovechó los preciosos
instantes, la confesó y sacramentó, y luego yo
entré con mi oficio y le mandé cáusticos,
friegas, sinapismos, refrigerantes y matantes, porque a los dos
días ya estaba con Jesucristo.
Sin embargo, esta muerte, como las demás, se atribuyó
a que era mortal, que estaba de Dios, a la raya, a que le llegó
su hora, y a otras mentecaterías semejantes, pues ni
está de Dios que el médico sea atronado, ni es decreto
absoluto, como dicen los teólogos, que el enfermo muera cuando
su naturaleza puede resistir al mal con el auxilio de los remedios
oportunos; pero yo entonces ni sabía estas teologías, ni
me tenía cuenta saberlas. Después he sabido que si le
hubiera ministrado a la enferma muchas lavativas emolientes, y hubiera
cuidado de su dieta y su libre transpiración, acaso o
probablemente no se hubiera muerto; pero entonces no estudiaba
nada, observaba menos la naturaleza, y sólo tiraba a estirar el
peso, el tostón o la peseta, según caía el
penitente.
Así pasé otros pocos meses más (que por todos
serían quince o diez y seis los que estuve en Tula) hasta que
acaeció en aquel pueblo por mal de mis pecados una peste del
diablo que jamás supe comprender, porque les acometía a
los enfermos una fiebre repentina, acompañada de basca y
delirio, y en cuatro o cinco días tronaban.
Yo leía el Tissot, a
madama
Fouquet, Gregorio
López, al Buchan, el Vanegas y cuantos compendistas
tenía a la mano; pero nada me valía, los enfermos
morían a millaradas.
Por fin, y para colmo de mis desgracias, según el sistema
del doctor Purgante di en hacer evacuar a los enfermos el humor
pecante, y para esto me valí de los purgantes más
feroces, y viendo que con ellos sólo morían los pobres
extenuados, quise matarlos con cólicos que llaman
misereres
, o de una vez envenenados.
Para esto les daba más que regulares dosis de tártaro
emético, hasta en cantidad de doce granos, con lo que expiraban
los enfermos con terribles ansias.
Por mis pecados, me tocó hacer esta suerte con la
señora gobernadora de los indios. Le di el tártaro,
expiró, y a otro día que iba yo a ver cómo se
sentía, hallé la casa inundada de indios, indias e
inditos, que todos lloraban a la par.
Fui entrando tan tonto como sinvergüenza. Es de advertir que
por obra de Dios iba en mi mula, pues, no en la mía sino en la
del doctor Purgante; pero ello es que, apenas me vieron los dolientes,
cuando, comenzando por un murmullo de voces, se levantó contra
mí tan furioso torbellino de gritos, llamándome
ladrón y matador, que ya no me la podía acabar; y
más cuando el pueblo todo, que allí estaba junto,
rompiendo los diques de la moderación y dejándose de
lágrimas y vituperios, comenzó a levantar piedras y a
disparármelas infinitamente y con gran tino y
vocería, diciéndome en su lengua: maldito seas,
médico del diablo, que llevas trazas de acabar con todo el
pueblo.
Yo entonces apreté los talones a la
macha
y
corrí lo mejor que pude, armado de peluca y de golilla, que
nunca me faltaba, por hacerme respetable en todas ocasiones.
Los malvados indios no se olvidaron de mi casa, a la que no le
valió el sagrado de estar junto a la del cura, pues,
después de que aporrearon a la cocinera y a mi mozo,
tratándolos de solapadores de mis asesinatos, la maltrataron
toda haciendo pedazos mis pocos muebles y tirando mis libros y mis
botes por el balcón.
El alboroto del pueblo fue tan grande y temible que el subdelegado
se fue a refugiar a las casas curales, desde donde veía la
frasca con el cura en el balcón, y el párroco le
decía: no tenga usted miedo, todo el encono es contra el
médico. Si estas honras se hicieran con más frecuencia a
todos los charlatanes, no habría tantos matasanos en el
mundo.
Éste fue el fin glorioso que tuvieron mis aventuras de
médico. Corrí como una liebre, y con tanta carrera y el
mal pasaje que tuvo la mula, en el pueblo de Tlalnepantla se me
cayó muerta a los dos días. Era fuerza que lo mal habido
tuviera un fin siniestro.