Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Y si aun con los iguales debemos abstenernos de este vicio,
¿qué será respecto a nuestros mayores en edad,
saber y gobierno? Y a pesar de esto ¿cuál es el
superior, sea de la clase o carácter que sea, que no tenga su
mal nombre en la comunidad o en el pueblo que gobierna? Pues
éste es un osado atrevimiento, porque debemos respetarlos en lo
público y en lo privado.
Sólo el ser viejo ya es un motivo que debe ejercitar nuestro
respeto. Las canas revisten a sus dueños de cierta autoridad
sobre los mozos. Tan conocida ha sido esta verdad y tan antigua, que
ya en el Levítico se lee:
reverencia la persona del
anciano, y levántate a la presencia de los que tienen
canas.
Aun a los mismos paganos no se ocultó la justicia
de este respeto. Juvenal nos dice
que hubo tiempo en que se
tenía por un crimen digno de muerte, que no se levantara un
joven a la presencia de un viejo, o un niño a la de un hombre
barbado
[19]
. Entre los Lacedemonios se mandaba
que
los niños reverenciaran públicamente a los ancianos, y
les cedieran el lugar en todas ocasiones
.
¿Qué dijeran estos antiguos si vieran hoy a los
muchachos burlarse de los pobres viejos a merced de su cansada edad?
Cuarenta y dos muchachos perecieron en los brazos y dientes de dos
osos; ¿y por qué? Porque se burlaron del profeta Eliseo
gritándole
calvo
. ¡Oh, qué bueno fuera
que siempre hubiera un par de osos a la mano para que castigaran la
insolencia de tanto muchacho atrevido y mal criado que crecen entre
nosotros!
No digo a los viejos, pero ni a los asimplados o dementes se debe
burlar por ningún caso. El defecto espiritual de estos
infelices debe servir para dar gracias al Criador de que nos ha
librado de igual fatalidad; debe contener nuestra soberbia,
haciéndonos reflexionar que mañana u otro día
podemos padecer igual trastorno como que somos de la misma masa; y por
último, debe excitar nuestra compasión hacia ellos,
porque el miserable trae en su misma miseria una carta de
recomendación de Dios para sus semejantes. Ved, pues, y
qué crueldad no será el burlarse de cualquiera de estos
pobrecillos, en vez de compadecerlos y socorrerlos como debía
ser. Aprended todo esto para inspirarlo a vuestros hijos, y no
tengáis por importunas mis digresiones.
Volviendo a mis adelantamientos en la escuela, digo que fueron
ningunos, y así hubieran sido siempre, si un impensado
accidente no me hubiera librado de mi maestro. Fue el caso que un
día entró un padre clérigo con un niño a
encomendarlo a su dirección; después que hubo contestado
con él, al despedirse observó el versito que os he
dicho, lo miró atentamente, sacó un anteojito, lo
volvió a leer con él, procuró limpiar las
interrogaciones y la coma que tenía el
no
, creyendo
fuesen suciedades de moscas; y cuando se hubo satisfecho de que eran
caracteres muy bien pintados, preguntó: ¿quién
escribió esto? A lo que mi buen maestro respondió
diciendo que él mismo lo había escrito y que
aquélla era su letra. Indignose el eclesiástico, y le
dijo: y usted ¿qué quiso decir en esto que ha escrito?
Yo, padre, respondió mi maestro tartamudeando, lo que quise
decir, es que María Santísima, fue concebida en gracia
original, porque fue la hija querida de Dios Padre. Pues amigo, repuso
el clérigo, usted eso querría decir; mas aquí lo
que se lee es un disparate escandaloso; pero pues sólo es
efecto de su mala ortografía, tome usted el palo del tintero o
todos sus algodones juntos, y borre ahora mismo y antes que me vaya
este verso perversamente escrito, y si no sabe usar de los caracteres
ortográficos, no los pinte jamás; pues menos malo
será que sus cartas y todo lo que escriba lo fíe a la
discreción de los lectores, sin gota de puntuación, que
no que por hacer lo que no sabe, escriba injurias o blasfemias como la
presente.
El pobre de mi maestro todo corrido y lleno de
vergüenza borró el verso fatal, delante del padre y de
nosotros. Luego que concluyó su tácita
retractación, prosiguió el eclesiástico: me llevo
a mi sobrino porque él es un ciego por su edad; y usted otro
ciego por su ignorancia; y si un ciego es el lazarillo de otro ciego,
ya usted habrá oído decir que los dos van a dar al
precipicio. Usted tiene buen corazón y buena conducta; mas
estas cualidades de por sí no bastan para ser buenos padres,
buenos ayos ni buenos maestros de la juventud. Son necesarios
requisitos para desempeñar estos títulos,
ciencia
,
prudencia
,
virtud
y
disposición
. Usted no tiene más que virtud, y
esta sola lo hará bueno para mandadero de monjas o
sacristán, no para director de niños. Con que procure
usted solicitar otro destino, pues si vuelvo a ver esta escuela
abierta, avisaré al maestro mayor para que le recoja a usted
las licencias, si las tiene. A Dios. Consideren ustedes,
¿cómo quedaría mi maestro con semejante
panegírico? Luego que se fue el padre clérigo, se
sentó y reclinó la cabeza sobre sus brazos, lleno de
confusión y guardando un profundo silencio.
Ese día no hubo planas, ni lección, ni rezo, ni
doctrina, ni cosa que lo valiera. Nosotros participamos de su
pesadumbre e hicimos el duelo a su tristeza en el modo que pudimos,
pues arrinconamos las planas y los libros, y no osamos levantar la voz
para nada. Bien es, que por no perder la costumbre, retozamos y
charlamos en secreto hasta que dieron las doce, a cuya primera
campanada volvió mi maestro en sí; rezó con
nosotros, y luego que nos echó su bendición, nos dijo
con un tono bastante tierno: «Hijos míos, yo no trato de
proseguir en un destino que lejos de darme que comer, me da
disgusto. Ya habéis visto el lance que me acaba de pasar con
ese padre; Dios le perdone el mal rato que me ha dado; pero yo no me
expondré a otro igual, y así no vengáis a la
tarde; avisad a vuestros padres que estoy enfermo y ya no abro la
escuela. Con que hijos, vayan norabuena y encomiéndenme a
Dios.»
No dejamos de afligirnos algún tanto, ni dejaron nuestros
ojos de manifestar nuestro pesar, porque en efecto, sentíamos a
mi maestro como que maguer tontos, conocíamos que no
podíamos encontrar maestro más suave si lo
mandábamos hacer de mantequilla o mazapán; pero en fin,
nos fuimos.
Cada muchacho haría en su casa lo que yo en la mía,
que fue contar al pie de la letra todo el pasaje; y la
resolución de mi maestro de no volver a abrir la escuela.
Con esta noticia tuvo mi padre que solicitarme nuevo maestro, y lo
halló al cabo de cinco días. Llevome a su escuela y
entregome bajo su terrible férula.
¡Qué instable es la fortuna en esta vida! Apenas nos
muestra un día su rostro favorable para mirarnos con
ceño muchos meses. ¡Válgame Dios, y cómo
conocí esta verdad en la mudanza de mi escuela! En un instante
me vi pasar de un paraíso a un infierno, y del poder de un
ángel al de un diablo atormentador. El mundo se me
volvió de arriba abajo.
Este mi nuevo maestro era alto, seco, entrecano, bastante bilioso e
hipocondriaco, hombre de bien a toda prueba, arrogante lector, famoso
pendolista, aritmético diestro y muy regular estudiante; pero
todas estas prendas las deslucía su genio tétrico y
duro.
Era demasiado eficaz y escrupuloso. Tenía muy pocos
discípulos, y a cada uno consideraba como el único
objeto de su instituto. ¡Bello pensamiento si lo hubiera sabido
dirigir con prudencia! Pero unos pecan por uno y otros por otro
extremo donde falta aquella virtud. Mi primer maestro era nimiamente
compasivo y condescendiente; el segundo era nimiamente severo y
escrupuloso. El uno nos consentía mucho; y el otro no nos
disimulaba lo más mínimo. Aquél nos acariciaba
sin recato; y éste nos martirizaba sin caridad.
Tal era mi nuevo preceptor, de cuya boca se había desterrado
la risa para siempre, y en cuyo cetrino semblante se leía toda
la gravedad de un Areopagita. Era de aquellos que llevan como
infalible el cruel y vulgar axioma de que
la letra con sangre
entra
, y bajo este sistema era muy raro el día que no nos
atormentaba. La disciplina, la palmeta, las orejas de burro y todos
los instrumentos punitorios, estaban en continuo movimiento sobre
nosotros; y yo, que iba lleno de vicios, sufría más que
ninguno de mis condiscípulos los rigores del castigo.
Si mi primer maestro no era para el caso por indulgente,
éste lo era menos por tirano; si aquél era bueno para
mandadero de monjas, éste era mejor para cochero o
mandarín de obrajes.
Es un error muy grosero pensar que el temor puede hacernos
adelantar en la niñez si es excesivo. Con razón
decía Plinio que
el miedo es un maestro muy
infiel
. Por milagro acertará en alguna cosa el que la
emprenda prevenido del miedo y del terror; el ánimo conturbado,
decía Cicerón, no es a propósito para
desempeñar sus funciones. Así me sucedía, que
cuando iba o me llevaban a la escuela, ya entraba ocupado de un temor
imponderable, con esto mi mano trémula y mi lengua balbuciente
ni podía formar un renglón bueno, ni articular una
palabra en su lugar. Todo lo erraba, no por falta de
aplicación, sino por sobra de miedo. A mis yerros
seguían los azotes, a los azotes más miedo, y a
más miedo más torpeza en mi mano y en mi lengua, la que
me granjeaba más castigo.
En este círculo horroroso de yerros y castigo viví
dos meses bajo la dominación de aquel sátrapa
infernal. En este tiempo ¡qué diligencias no hizo mi
madre, obligada de mis quejas, para que mi padre me mudara de escuela!
¡Qué disgustos no tuvo! ¡Y qué
lágrimas no le costó! Pero mi padre estaba inexorable,
persuadido a que todo era efecto de su consentimiento, y no
quería en esto condescender con ella, hasta que por fortuna fue
un día a casa de visita un religioso que ya tenía
noticia del pan que amasaba el señor maestro susodicho, y
ofreciéndose hablar de sus crueldades, peroró mi madre
con tanto ahínco, y atestiguó el religioso con tanta
solidez a mi favor que, convencido mi padre, se resolvió a
ponerme en otra parte, como veréis en el capítulo que
sigue.
En el que Periquillo describe su tercera escuela,
y la disputa de sus padres sobre ponerlo a oficio
Llegó el aplazado día en que
mi padre acompañado del buen religioso determinó ponerme
en la tercera escuela. Iba yo cabizbajo, lloroso y lleno de temor,
creyendo encontrarme con el segundo tomo del viejo cruel, de cuyo
poder me acababan de sacar; sin embargo de que mi padre y el reverendo
me ensanchaban el ánimo a cada paso.
Entramos por fin a la nueva escuela; pero ¡cuál fue mi
sorpresa cuando vi lo que no esperaba ni estaba acostumbrado a ver!
Era una sala muy espaciosa y aseada, llena de luz y
ventilación, que no embarazaban sus hermosas vidrieras; las
pautas y muestras colocadas a trechos, eran sostenidas por unos genios
muy graciosos que en la siniestra mano tenían un festón
de rosas de la más halagüeña y exquisita
pintura. No parece sino que mi maestro había leído, al
sabio Blanchard en su
escuela de las costumbres
, y que
pretendió realizar los proyectos que apunta dicho sabio en esta
parte, porque la sala de la enseñanza rebozaba luz, limpieza,
curiosidad y alegría.
Al primer golpe de vista, que recibí con el agradable
exterior de la escuela, se rebajó notablemente el pavor con que
había entrado, y me serené del todo cuando vi pintada la
alegría en los semblantes de los otros niños, de quienes
iba a ser compañero.
Mi nuevo maestro no era un viejo adusto y saturnino, según
yo me lo había figurado; todo lo contrario; era un semijoven
como de treinta y dos a treinta y tres años, de un cuerpo
delgado y de regular estatura; vestía decente, al uso del
día y con mucha limpieza; su cara manifestaba la dulzura de su
corazón; su boca era el depósito de una prudente
sonrisa; sus ojos vivos y penetrantes inspiraban la confianza y el
respeto; en una palabra, este hombre amable parece que había
nacido para dirigir la juventud en sus primeros años.
Luego que mi padre y el religioso se retiraron, me llevó mi
maestro al corredor; comenzó a enseñarme las macetas, a
preguntarme por las flores que conocía, a hacerme reflexionar
sobre la varia hermosura de sus colores, la suavidad de sus aromas, y
el artificioso mecanismo con que la naturaleza repartía los
jugos de la tierra por las ramificaciones de las plantas.
Después me hizo escuchar el dulce canto de varios pintados
pajarillos que estaban pendientes en sus jaulitas como los de la sala,
y me decía: ¿ves hijo, qué primores encierra la
naturaleza, aun en cuatro yerbecitas y unos animalitos que aquí
tenemos? Pues esta naturaleza es la ministra del Dios que creemos y
adoramos. La mayor maravilla de la naturaleza que te sorprenda, la
hizo el Criador con un acto simple de su suprema voluntad. Ese globo
de fuego que está sobre nuestras cabezas, que arde sin
consumirse muchos miles de años hace, que mantiene sus llamas
sin saberse con qué pábulo, que no sólo alegra,
sino que da vida al hombre, al bruto, a la planta y a la piedra; ese
sol, hijo mío, esa antorcha del día, ese ojo del cielo,
esa alma de la naturaleza que con sus benéficos resplandores ha
deslumbrado a muchos pueblos, granjeándose adoraciones de
deidad, no es otra cosa, para que me entiendas, que un juguete de la
soberana Omnipotencia. Considera ahora cuál será el
poder, la sabiduría y el amor de este tu gran Dios, pues ese
sol que te admira, esos cielos que te alegran, estos pajarillos que te
divierten, estas flores que te halagan, este hombre que te
enseña, y todo cuanto te rodea en la naturaleza, salió
de sus divinas manos sin el menor trabajo, con toda perfección
y destinado a tu servicio. Y qué, ¿tú
serás tan para poco que no lo conozcas? O ya que lo conozcas,
¿serás tan indigno que no agradezcas tantos favores al
Dios que te los ha hecho sin merecerlos? Yo no lo puedo creer de
ti. Pues mira, el mejor modo de mostrarse agradecida una persona a su
bienhechor, es servirlo en cuanto pueda, no darle ningún
disgusto y hacer cuanto le mande. Esto debes practicar con tu Dios,
pues es tan bueno. Él te manda que lo ames y que observes sus
mandamientos. En el cuarto de ellos te ordena que obedezcas y respetes
a tus padres, y después de ellos a tus superiores, entre los
que tienen un lugar muy distinguido tus maestros. Ahora me toca serlo
tuyo, y a ti te toca obedecerme como buen discípulo. Yo te debo
amar como hijo y enseñarte con dulzura, y tú debes
amarme, respetarme y obedecerme lo mismo que a tu padre.