Read El Periquillo Sarniento Online
Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi
Tags: #clásico, humor, aventuras
Es costumbre amortajar a los difuntos con el humilde sayal de San
Francisco; pero si en su origen fue piadosa, en el día ha
venido a degenerar en corruptela.
Estoy muy lejos de murmurar la verdadera piedad y devoción,
y el objeto de mi presente crítica recae únicamente
sobre el simoniaco comercio
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que se hace con las
mortajas, y los perjuicios que resienten las gentes vulgares por
vestir a sus muertos de azul y a tanta costa.
Las mortajas se venden a un precio excesivamente caro, cual es el
de doce pesos y medio, si es para hombre, y seis pesos dos reales para
mujer. Los pobres, apenas muere el enfermo, tratan de solicitarle la
mortaja, ¿y si no tienen dinero? Se empeñan, se
endrogan, y aun piden limosna para ello, haciendo falta para pan a las
criaturas lo que gastan en un trapo inútil y asqueroso, pues no
pasa de ahí la mejor mortaja cuando se pone a un muerto, quien
está en el caso de no poder ganar ninguna indulgencia; y como
para gozar estas gracias espirituales se necesita estar en el estado
de merecer, se sigue que en no vistiendo al enfermo la mortaja en
vida, después de muerto le valdrá tanto como el
capisallo del gran Chino.
Vosotros, si tenéis en el discurso de vuestra vida algunos
deudos, y sus fallecimientos acaecen en medio de vuestra indigencia,
no os aflijáis por el entierro, ni por la mortaja. El entierro
se facilita con tres pesos cuatro reales, que distribuiréis en
esta forma. Doce reales de un cajón; un peso para los
cargadores, y otro para el sepulturero que les abre la casa en el
campo santo.
La mortaja será más barata si os conformáis
con vuestra pobreza. Los judíos acostumbraban liar a sus
muertos con unas vendas que llamaban
Sudarios
, y
después los envolvían en una sábana
limpia. Así podéis hacerlo y quedarán los
vuestros tan amortajados como el mejor. Por cierto que no fue otra la
mortaja de Jesucristo.
Acabados los entierros, siguen los pésames. Para recibir
éstos, se cierran las puertas, se colocan las señoras
mujeres en los estrados, y los señores hombres en las sillas,
todos enlutados y guardando un profundo silencio durante esta
ceremonia, o cuando más, hablando en voz baja porque no les
dé alferecía a los dolientes, cuya moderación y
respeto acaso no se observó tan escrupulosamente en la
enfermedad del finado.
También he notado como abuso en estos lances, que las
conversaciones que se tienen con los dolientes se dirigen a celebrar y
ponderar las virtudes del difunto, a traer a la memoria las causas que
produjeron su enfermedad, lo que padeció en ella, los remedios
que le ministraron, lo que tardó en la agonía, y otras
impertinencias semejantes, con cuya relación atormentan
más los afligidos espíritus de sus parientes.
Esta costumbre de dar pésames se contrae a dos cosas. La
primera, a manifestar que tomamos parte en el sentimiento de aquellas
personas a quienes los damos, ya por razón de parentesco, o ya
por la amistad que teníamos con el difunto. La segunda, para
consolar en lo posible a sus dolientes, ofreciéndoles nuestros
arbitrios temporales, y asegurándoles que con los suyos
uniremos nuestros votos para que se aumenten los sufragios de que
consideramos a su alma necesitada.
Ya se ve que todo este ceremonial es casi siempre un embuste
solemne, un cumplimiento de rutina, y una de las costumbres más
bien recibidas.
No parecerá muy avanzada esta proposición a quien
advierta que, no digo los parientes remotos y los amigos, pero los
más inmediatos y aun los más favorecidos del difunto,
pasado poco tiempo, no se vuelven a acordar de él; porque con
el discurso de los días el corazón se serena, las
lágrimas se enjugan, la falta se suple, los beneficios se
olvidan y todo se borra, a pesar de cuantos gritos, alharacas,
lágrimas, pataletas y faramallas se prodigaron en la escena
triste de su muerte.
Y si este olvido se nota en el hijo, en la esposa, y en el hermano,
¿qué esperanza podrán tener los pobres muertos en
los sufragios tan prometidos por los que sólo van al velorio
por beber el chocolate, y a dar el pésame porque les llevaron
el convite, por más que al despedirse digan
que no los
olvidarán en sus oraciones, aunque malos
?
Este asunto es muy serio. Lo suspenderemos mientras acabamos
de refutar el abuso de hablar de los difuntos al tiempo de dar los
pésames, porque si como hemos dicho, uno de los objetos de
estos
pesamenteros
es aliviar el sentimiento de los
dolientes, parece que es un error que puede calificarse de
impolítico el renovar los motivos de dolor a los deudos al
tiempo mismo que pretendemos consolarlos.
No puede menos que atormentarse el corazón de la mujer o
hijo del difunto al oír decir:
¡qué bueno era
don Fulano! ¡Qué atento! ¡Qué afable!
¡Ay, mi alma!
, dice otra,
tiene usted mil razones de
llorarlo; no hallará otro marido como el que
perdió
; y otras sandeces de éstas, que son otros
tantos tornillos con que están apretando el corazón que
quieren consolar. De modo que estas políticas lisonjas son unos
indiscretos torcedores de los espíritus afligidos.
¿Cuánto mejor no fuera sustituir a esta
fórmula imprudente de dar pésames, otra opuesta, en la
que o se trataran asuntos festivos e indiferentes, o más bien
se redujera sólo esta etiqueta a ofrecer con sinceridad sus
haberes y proporciones a la voluntad de los dolientes, en caso de
haberlos menester? Pues, pero con verdad, no con faramalla, y cuando
los dichos dolientes estuvieran satisfechos de esta verdad,
seguramente quedarían más bien consolados que con todos
los panegíricos que hoy dedican los
pesamenteros
a sus
muertos.
Pero volviendo a éstos, digo que pobre del que se muere si
no ha procurado en vida facilitarse el camino de su salvación,
ateniéndose a los hijos, a los amigos y albaceas.
Vemos (y muy frecuentemente) que muchos, que tal vez tienen
proporciones, mientras viven, ni dan limosna, ni se hacen decir una
misa, ni pagan sus deudas, ni restituyen lo mal habido, ni practican
ninguna obligación de aquellas que nos impone la
religión y nuestro mismo interés; pero llega la hora en
que nuestros oídos no pueden menos que escuchar la verdad. Les
intima el médico la sentencia de su muerte; conocen ellos
que puede no errar el pronóstico, porque su naturaleza se
debilita por instantes más y más; se apodera de sus
corazones el temor de la eternidad que los espera; se llama al
confesor y al escribano; vienen los dos casi juntos; se hace la
confesión de prisa y Dios sabe cómo; se sigue el
testamento; se dispone todo; se declaran las deudas; se manda pagar;
se nombran albaceas para el efecto; se ordena hacer las limosnas que
llaman mandas forzosas, algunas a los pobres; decir algunas misas por
su alma; y hecho todo esto, se recibe el sagrado Viático, los
santos Óleos, y muere el enfermo muy consolado; pero
¡ah!… ¡Cuánto hay que desconfiar de estas buenas
disposiciones cuando se hacen a la orilla misma del sepulcro!
Se dan limosnas y se mandan hacer restituciones (si se mandan
hacer) en aquella hora, porque no se pueden llevar los caudales a la
sepultura. Se mueren muy confiados en que los albaceas
cumplirán el testamento, ¿y cuántas veces se
engañan los testadores? ¿Cuántas veces se
trasforman los albaceas en herederos, y los curadores
ad bona
en tenedores de bienes? Innumerables. No, no son raras las quejas que
se oyen todos los días a los pobres menores a quienes ha dejado
por puertas o la mala fe, o la mala administración de
aquéllos.
Todo lo dicho os enseña a no esperar, como dicen, a la hora
de los gestos para disponer de vuestras cosas, porque entonces el
susto y la precipitación rebajan mucha parte del acierto.
Llegamos a los lutos en los que, como visteis con mi madre, caben
también los abusos. El luto no es más que una costumbre
de vestirse de negro para manifestar nuestro sentimiento en la muerte
de los deudos o amigos; pero este color a merced de la dicha
costumbre, es sólo señal, mas no prueba del
sentimiento. ¿Cuántos infelices no se visten luto en la
muerte de las personas que más aman, porque no lo tienen? Y su
dolor es innegable. Al contrario, ¿cuántas viuditas
jóvenes, cuántos hijos y sobrinos malos e
interesables, que desearon la muerte del difunto por entrar en la
posesión de sus bienes, no se vestirán unos lutos muy
rigurosos así por seguir la costumbre, como por persuadirnos
que están penetrados del sentimiento que no conocen?
El color, dicen los físicos que es un accidente que no
altera la sustancia de las cosas; y así, el buen hijo
sentirá a su padre, la buena esposa a su marido y los buenos
amigos a sus amigos, ora se vistan de negro, ora de azul, ora de
verde, encarnado o cualquier color. Y al contrario, el deudo que no
amaba a su pariente, o que quizá deseaba que expirara por
heredarlo, no lo sentirá mas que se eche encima cuantas bayetas
negras hay en todas las luterías del mundo.
En algunas provincias del Asia, el color blanco es el que han
adaptado para luto; y entre nosotros, que se acostumbra vestirse de
negro el Viernes Santo y el día de Finados, se observa que no
es por sentimiento, sino por lujo.
Después de todo, no tengo por abuso el traje negro en
semejantes casos; pero sí califico por tal, aquel determinado
número de días que se traen los lutos para denotar
nuestro mayor o menor sentimiento, según las graduaciones de
parentesco que se tiene con los difuntos.
Ya habéis visto que en el tiempo de mi madre, un año
era el prefijado para llevar el luto por los padres, hijos y
consortes
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, seis meses por los hermanos, tres por los
sobrinos, etc. Ésta no puede menos que ser una bobera, porque
si se amaba a los difuntos verdaderamente, y el luto es la prueba del
sentimiento, en ningún tiempo se debía quitar, porque en
ningún tiempo debía cesar el motivo; y si no se amaban,
era indiferente el llevarlo pocos o muchos meses, pues que no prueba
sentimiento el traje negro.
Algunas de estas reflexiones hice a mi madre, hasta que la
desentusiasmé de su capricho, y me ofreció que nos
quitaríamos el luto para el día de San Pedro, que era
cuanto yo deseaba para quitarme también la máscara de la
virtud que había fingido, y correr a rienda suelta por toda la
carrera de los vicios, disfrutando de mi libertad enteramente, y
tirando con mis amigos los pocos mediecillos que mi padre había
economizado para la subsistencia de mi pobre madre.
Según esta determinación, se me hizo un vestido de
petimetre para ese día, y se dispuso su almuerzo, comida, y
bailecito para la noche.
Llegó el tan deseado para mí 29 de Junio; me
quité los trapos negros, que hasta entonces habían sido
escolares, y me planté de gala a lo secular. Parece que con
campana llamaron a todos los parientes y conocidos ese día,
muchos que no habían vuelto a casa desde el entierro de mi
padre, y otros que ni aun el pésame habían ido a dar a
mi madre, se encajaron entonces con la mayor confianza y poca
vergüenza.
Ya se deja entender que en primer lugar fueron mis íntimos
amigos Januario, Pelayo, y otros como ellos, que también
llevaron al baile a sus madamas tituladas que lo eran también
mías. En una palabra, el olor del guajolote y del pulque de
piña, acarreó ese día a mi casa una
porción de amigos míos, parientes y conocidos de mi
madre, que fueron a cumplimentarme. Dios se los pague.
Se lamieron el almuerzo, consumieron la comida, y a su tiempo
alegraron el baile grandemente, porque cantaron, bailaron, retozaron,
se embriagaron, ensuciaron toda la casa, y al fin, al fin, salieron
unos murmurando el almuerzo, otros la comida, otros el baile, y todos
alguna cosa de lo mismo que habían disfrutado.
¡Qué necedad es tener una
diversión pública! Se gasta el dinero, se sufren mil
incomodidades, se pierden algunas cosas, y siempre se queda mal con
los mismos a quienes se pretende obsequiar; y se recibe en
murmuración y habladurías lo que se pretende recibir en
agradecimiento.
Sin embargo de todo esto, como entonces yo no pensaba así,
nada me daba cuidado, ni en nada pensé sino en divertirme y
holgarme a costa del dinero, aunque es verdad que en aquella hora me
adularon bastante, especialmente las coquetas, con cuyos elogios di
por bien empleado el dinero que se gastó y las incomodidades
que sufrió mi madre.
Critica Periquillo los bailes, y hace una larga y
útil digresión hablando de la mala educación que
dan muchos padres a sus hijos, y de los malos hijos que apesadumbran a
sus padres
Cansados de bailar y de beber, se
acabó el baile como todos se acaban. A las doce poco más
de la noche se fueron yendo los más prudentes, o los menos
tontos que no trataban de desvelarse. Los demás que se
quedaron, fuérase porque extrañaban el bullicio de los
que se habían ido, o porque se habían cansado ya, apenas
se levantaban a bailar. Las velas estaban muy bajas y pidiendo su
relevo, y los músicos (que no descuidan en empinar la copa en
tales ocasiones) ya no atinaban a tocar bien el son que le
pedían, y aun había alguno de ellos que rascaba su
bandolón abajo de la puente.