–¿Me permite? –pregunté, y me senté junto a ella.
–Naturalmente que te permito –dijo–. ¿Quién eres tú que no te conozco? –Gracias –dije–; me es imposible ir a casa; no puedo, no puedo, quiero quedarme aquí, a su lado, si es usted tan amable. No, no puedo volver a casa.
Hizo un ademán como si me comprendiera, y al bajar la cabeza, observé su bucle que le caía de la frente hasta junto al oído, y vi que la flor marchita era una camelia. Del otro lado tronaba la música, delante del mostrador las camareras gritaban con precipitación sus pedidos.
–Quédate aquí –me dijo con una voz que me hizo bien–. ¿Por qué es por lo que no puedes volver a tu casa?
–No puedo. En casa me espera algo... No, no puedo; es demasiado terrible.
–Entonces déjalo estar y quédate aquí. Ven, límpiate primero las gafas, no es posible que veas nada. Así, dame tu pañuelo. ¿Qué vamos a beber? ¿Borgoña?
Me limpió las gafas; entonces pude verla claramente: la cara pálida bien perfilada, con la boca pintada de rojo desangre; los ojos, grises claros; la frente, lisa y serena; el bucle derecho, por delante de la oreja. Bondadosa y un poco burlona, se cuidó de mí, pidió vino, brindó conmigo y al propio tiempo miró hacia el suelo a mis zapatos.
–¡Dios mío! ¿De dónde vienes? Parece como si hubieras llegado a pie desde París. Así no se viene a un baile.
Dije que si y que no, reí un poco, la dejé hablar. Me gustaba mucho, y esto me causaba admiración, pues hasta ahora había evitado siempre a esta clase de muchachas y las había mirado más bien con desconfianza. Y ella era para conmigo precisamente como en este momento me convenía que fuera. ¡Oh, y así ha sido siempre conmigo desde aquella hora! Me trataba con tanto cuidado como yo necesitaba, y tan burlonamente como necesitaba también. Pidió un bocadillo y me ordenó que lo comiera. Me echó vino y me mandó también beber un trago, pero no muy de prisa. Luego alabó mi docilidad.
–Eres bueno –dijo tratando de animarme–. Le haces a una fácil el trabajo. Vamos a apostar a que hace mucho tiempo desde la última vez que tuviste que obedecer a alguien.
–Sí, usted ha ganado la apuesta. Pero, ¿de dónde sabe usted esto? –No tiene arte. Obedecer es como comer y beber. El que se pasa mucho tiempo prescindiendo de ello, a ése ya no le importa nada. ¿No es verdad que a mí vas a obedecerme tú con mucho gusto?
–Con muchísimo. Usted lo sabe todo.
–Tú facilitas a una el camino. Quizás, amigo, pudiera yo decirte también qué es lo que en tu casa te espera y de lo cual tienes tanto miedo. Pero tú lo sabes también, no tenemos necesidad de hablar de ello, ¿ no es eso? ¡Pamplinas! O uno se ahorca, bueno, entonces si se ahorca uno, desde luego será porque tenga motivo. O vive uno, y entonces no tiene que ocuparse más que de la vida. No hay nada más sencillo.
–¡Oh! –exclamé–. Si eso fuera tan sencillo... Yo me he ocupado bastante de la vid a, Dios lo sabe, y no ha servido de nada. Ahorcarse es tal vez difícil, no lo sé. Pero vivir es mucho, muchísimo más difícil. ¡Dios sabe lo difícil que es!
–Ya verás cómo es sumamente fácil. Por algo se empieza. Te has limpiado las gafas, has comido, has bebido. Ahora vamos y limpiamos tus pantalones y tus zapatos, lo necesitan. Y luego vas a bailar un shimmy conmigo.
—¿Ve usted –dije animado– cómo yo tenía razón? Nada me molesta más que no poder ejecutar una orden de usted. Pero ésta no puedo cumplirla. No puedo bailar un shimmy, ni un vals, ni una polca y como se llamen todas esas cosas, nunca en mi vida he aprendido a bailar. ¿Ve usted cómo no todo es tan sencillo como usted se figura?
La hermosa muchacha sonrió con sus labios rojos como la sangre y movió la cabeza atusada y peinada a lo
garçon
. Al mirarla, se me antojó que se parecía a Rosa Kreisler, la primera muchacha de la que yo me había enamorado siendo un mozalbete, pero aquélla era morena y con el pelo oscuro. No, realmente no sabía yo a quién me recordaba esta extraña muchacha; sólo sabía que era algo de la lejana juventud, de la época de niño.
–Despacio –gritó ella–, vamos por partes. ¿De modo que no sabes bailar? ¿Ni siquiera un
onestep
? Y al propio tiempo aseguras que la vida te ha costado sabe Dios cuánto trabajo. Eso es una trola, amigo, y a tu edad ya no está bien. Sí, ¿cómo puedes decir que te ha costado tanto trabajo la vida, si ni siquiera quieres bailar?
–Si es que no sé. No he aprendido nunca.
Ella se echó a reír.
–Pero a leer y a escribir sí has aprendido, vamos, y cuentas y probablemente también latín y francés y toda clase de cosas de esta naturaleza. Apuesto a que has estado diez o doce años en el colegio y además has estudiado en alguna otra parte y hasta tienes el título de doctor y sabes chino o español. ¿O no? ¡Ah! ¿Ves? Pero no has podido disponer del poquito de tiempo y de dinero para unas cuantas clases de baile. ¿No es eso?
–Fueron mis padres –me justifiqué–. Ellos me hicieron aprender latín y griego y todas esas cosas. Pero no me hicieron aprender a bailar, no era moda entre nosotros; mis padres mismos no bailaron nunca.
Me miró fría y despreciativa, y de nuevo vi en su cara algo que me hizo recordar la época de mi primera juventud.
–¡Ah, vamos, van a tener la culpa tus padres! ¿Les has preguntado también si esta noche podías venir al Águila Negra? ¿Lo has hecho? ¿Que se han muerto hace mucho tiempo, dices? ¡Ah, vamos! Si tú por obediencia tan sólo no has querido aprender a bailar en tu juventud, está bien. Aunque no creo que entonces fueras un muchacho modelo. Pero después.. ¿qué has estado haciendo luego tantos años?
–¡Ah –confesé–, ya no lo sé yo mismo! He estudiado, hecho música, he leído libros, he escrito libros, he viajado...
–¡Vaya ideas raras que tienes de la vida! De modo que has hecho siempre cosas difíciles y complicadas y las más sencillas ni las has aprendido. ¿No has tenido tiempo? ¿No has tenido ganas? Bueno, por mí... Gracias a Dios no soy tu madre. Pero hacer como si hubieses gustado la vida por completo sin encontrar nada en ella, no, a eso no hay derecho.
–No me riña usted –supliqué–. Ya sé que estoy loco.
–Anda ya; no me vengas con historias. ¡Qué vas a estar loco, señor profesor! Lo que me resultas es demasiado cuerdo. Se me antoja que eres prudente de un modo estúpido, justo como un profesor. Ven, cómete ahora otro panecillo. Después sigues hablando.
Me pidió otra vez un bocadillo, le echó un poco de sal, le puso un poco de mostaza, se cortó un trocito para sí misma y me mandó comer. Comí. Hubiese hecho todo lo que me hubiera mandado, todo menos bailar. Era muy bueno obedecer a alguien, estar sentado junto a alguien que lo interrogara a uno, le mandara y le riñera. Si el profesor o su mujer hubiesen hecho esto hace un par de horas, se me habría ahorrado mucho. Pero no; estaba bien así, hubiese perdido mucho.
–¿Cómo te llamas? –me preguntó de repente.
–Harry
–¿Harry? ¡Un nombre de muchacho! Y un muchacho eres realmente, Harry, a pesar de las manchas grises en el pelo. Eres un muchacho y deberías tener a alguien que se ocupara un poco de ti. Del baile no digo nada más. ¡Pero cómo vas peinado! ¿Es que no tienes mujer, ni siquiera una amiga?
–No tengo mujer ya; estamos divorciados. Una amiga sí tengo, pero no vive aquí; la veo de tarde en tarde, no nos llevamos muy bien.
Ella siseó un poco por lo bajo.
–Parece que has de ser un caballero bien difícil, ya que ninguna para a tu lado. Pero dime ahora: ¿qué pasaba esta noche tan extraordinario, que has andado correteando por el mundo como un alma en pena? ¿Te has arruinado? ¿Has perdido en el juego?
Verdaderamente era difícil decirlo.
–Verá usted –empecé–. Ha sido en realidad una futesa. Yo estaba convidado, en casa de un profesor –yo por mi parte no lo soy–, y en verdad no hubiera debido ir, ya no estoy acostumbrado a estar sentado así con la gente y charlar; he olvidado esto. Entré ya en la casa con la sensación de que no iba a salir bien la cosa. Cuando colgué mi sombrero pensé que acaso muy pronto tendría que volver a necesitarlo. Bueno, y en casa de este profesor había allí sobre la mesa un cuadro... necio, que me puso de mal humor...
–¿Qué cuadro era ése? ¿Por qué te puso de mal humor? –me interrumpió ella.
–Sí, era un retrato que representaba a Goethe, ¿sabe usted?, al poeta Goethe. Pero allí no estaba como en realidad era. Claro que esto, a decir verdad, no lo sabe nadie con exactitud, murió hace cien años. Sino que cualquier pintor moderno había representado allí a Goethe tan almibarado y peinadito como él se lo había figurado, y este retrato me exasperó y me fue horrorosamente antipático. No sé si comprende usted esto.
–Puedo comprenderlo muy bien, no se preocupe. ¡Siga!
–Ya antes había estado en desacuerdo con el profesor; es éste, como casi todos los profesores, un gran patriota y ayudó bravamente durante la guerra a engañar al pueblo, con la mejor fe, naturalmente. Yo, en cambio, soy contrario a la guerra. Bueno, da lo mismo. Sigamos. Claro que yo no hubiese tenido necesidad de mirar el retrato...
–Desde luego que no habías tenido ninguna necesidad.
–Pero en primer lugar me molestaba por el propio Goethe, a quien yo, en verdad, quiero mucho, y luego que tuve que pensar –pensé o sentí sobre poco más o menos esto–: aquí estoy sentado con personas a las que considero mis iguales y de las que yo pienso que también ellos han de amar a Goethe como yo y se habrán forjado de él un retrato semejante al que yo me he forjado, y ahora resulta que tienen ahí de pie este retrato sin gusto, falseado y dulzón y lo encuentran magnífico y no se dan cuenta de que el espíritu de este cuadro es precisamente lo contrario del espíritu de Goethe. Hallan maravilloso el retrato, y por mí pueden hacerlo si quieren, pero para mí se acabó de una vez toda confianza en estas personas, toda amistad con ellas y todo sentimiento de afinidad y de solidaridad. Por lo demás, la amistad no era grande tampoco. Me puse, pues, furioso y triste, y vi que estaba solo y que nadie me entendía. ¿Comprende usted?
–Es bien fácil de comprender, Harry. ¿Y luego? ¿Les tiraste el retrato a la cabeza?
–No; empecé a lanzar improperios y eché a correr, quería ir a casa, pero...
–Pero allí no te hubieras encontrado a la mamá que consolara o reprendiera al hijo incauto. Está bien, Harry; casi me das lástima; eres un espíritu infantil sin igual.
Y verdaderamente me pareció comprenderlo así.
Ella me dio a beber un vaso de vino. Me trataba, en efecto, como una verdadera madre. Pero entretanto iba viendo yo por instantes qué hermosa y joven era.
–Vamos a ver –empezó ella de nuevo–. Resulta que Goethe se murió hace cien años y Harry lo quiere mucho y se ha hecho una maravillosa idea de él y del aspecto que tendría, y a esto tiene Harry perfecto derecho, ¿no es eso? Pero el pintor, que también siente su entusiasmo por Goethe y se ha forjado de él una imagen, ése no tiene derecho, y el profesor tampoco; y en realidad nadie, porque eso no le gusta a Harry, no lo tolera, porque tiene que vociferar y echar a correr. Si fuese prudente se reina sencillamente del pintor y del profesor. Si fuese un loco, les tiraría su Goethe a la cara. Pero como no es más que un niño pequeño, se va corriendo a su casa y quiere ahorcarse. He comprendido muy bien tu historia. Es una historia cómica. Me hace reír. Aguarda, no bebas tan de prisa. El borgoña se bebe despacio, da mucho calor si no. Pero a ti hay que decírtelo todo, niñito.
Su mirada era severa y reprensiva como de una aya de sesenta años.
–Oh, sí –supliqué complacido–. No deje de decírmelo todo.
–¿Qué he de decirte yo?
–Todo lo que usted quiera.
–Bueno, voy a decirte una cosa. Desde hace una hora estás oyendo que yo te hablo de tú, y tú sigues diciéndome a mide usted. Siempre latín y griego, siempre lo más complicado posible. Cuando una muchacha te llama de tú y no te es antipática, entonces debes llamarla de tú a ella también. ¿Ves? Ya has aprendido algo nuevo. Y segundo: desde hace media hora sé que te llamas Harry. Lo sé porque te lo he preguntado. Tú, en cambio, no quieres saber cómo me llamo yo.
–¡Oh, ya lo creo, con mucho gusto querría saberlo!
–¡Es tarde, amigo! Cuando nos volvamos a ver, me lo preguntas de nuevo. Hoy no te lo digo ya. Bueno, y ahora, voy a bailar.
Al hacer ademán de levantarse, se deprimió profundamente mi ánimo, tuve miedo de que se fuera y me dejara solo, y entonces volvería todo a ser como antes había sido. Como un dolor de muelas, desaparecido por un instante, se presenta otra vez de pronto y quema como el fuego, así se me presentaron al punto otra vez el miedo y el terror.
¡Oh, Dios! ¿Había podido yo olvidar lo que estaba aguardándome? ¿Es que había cambiado alguna cosa?
–¡Alto! –grité, suplicante–. No se vaya usted. No te vayas. Claro que puedes bailar cuanto quieras, pero no estés mucho tiempo por ahí; vuelve pronto.
Se levantó riendo. Me la había figurado más alta, era esbelta, pero no alta. De nuevo volvió a recordarme a alguien. ¿A quién? No podía acordarme.
– ¿Vuelves?
–Vuelvo, pero puedo tardar un rato, media hora, o acaso una entera. Voy a decirte una cosa: cierra los ojos y duerme un poco; eso es lo que necesitas.
Le hice sitio y salió; su vestido rozó mi rodilla, al salir se miró en un pequeñísimo espejo redondo de bolsillo, levantó las cejas, se pasó por la barbilla una minúscula borla de polvos y desapareció en el salón de baile. Miré en torno mío; caras extrañas, hombres fumando, cerveza derramada sobre las mesas de mármol, algazara y griterío por doquiera, al lado la música de baile. Había dicho que me durmiera. Ah, buena niña, vaya una idea que tienes de mi sueño, que es más tímido que una gacela. ¡Dormir en esta feria, aquí sentado, entre los tarros de cerveza con sus tapaderas ruidosas! Bebí un sorbo de vino, saqué del bolsillo un cigarro, busqué las cerillas, pero en realidad no sentía ganas de fumar, dejé el cigarro delante de mí sobre la mesa. «Cierra los ojos», me había dicho. Dios sabe de dónde tenía la muchacha esta voz, esta voz buena, algo profunda, una voz maternal. Era bueno obedecer a esta voz, ya lo había experimentado. Obediente, cerré los ojos, apoyé la cabeza en la mano, oí zumbar a mi alrededor cien ruidos violentos, me hizo sonreír la idea de dormir en este lugar, decidí ir a la puerta del salón y echar una mirada furtiva por el baile –tenía que ver bailar a mi bella muchacha–, moví los pies debajo del asiento y hasta entonces no sentí cuán tremendamente cansado estaba del ambular errante horas enteras, y me quedé sentado. Y entonces me dormí en efecto, fiel a la orden maternal, dormí ávido y agradecido y soñé, soñé más clara y agradablemente que había soñado desde hacia mucho tiempo. Soñé.