El lobo estepario (10 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

BOOK: El lobo estepario
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Al despertar a mediodía, volví a encontrar dentro de mí la situación aclarada; el pequeño librito estaba sobre la mesa de noche, juntamente con mi poesía, y con amable frialdad, de entre el torbellino de los recientes sucesos de mi vida, se destacaba mirándome mi decisión, afirmada y redondeada durante el sueño, después de pasada la noche. No corría prisa; mi resolución de morir no era el capricho de una hora: era una fruta sana, madura, criada despacio y bien sazonada, sacudida suavemente por el viento del destino, cuyo próximo soplo había de hacerla caer del árbol.

En mi botiquín de viaje tenía yo un remedio excelente para acallar los dolores, un preparado de opio especialmente fuerte, cuyo goce no me permitía sino en muy pocas ocasiones, y a menudo durante meses enteros prescindía de él; tomaba este grave estupefaciente sólo cuando ya no podía aguantar los dolores materiales. Por desgracia, no era a propósito para el suicidio. Ya lo había experimentado una vez hacía varios años. Entonces, en una época en que también me envolvía la desesperación, hube de ingerir una bonita porción, lo suficiente para matar a seis hombres, y, sin embargo, no me había matado. Me quedé dormido y estuve algunas horas tendido en un completo letargo; pero luego, para mi tremendo desengaño, me medio despertaron violentas sacudidas del estómago, vomité todo el veneno sin haber vuelto por completo en mi, y me dormí otra vez para despertar definitivamente en el centro del día siguiente, con el cerebro hecho cenizas y vacío y casi sin memoria. Fuera de un período de insomnio y de molestos dolores de estómago, no quedó ningún efecto del veneno.

Con este remedio, por tanto, no había que contar. Entonces di a mi resolución la siguiente forma: tan pronto como volviera a encontrarme en un estado en que me fuera preciso echar mano de aquel preparado de opio, en ese momento había de serme permitido acudir, en lugar de a esta breve redención, a la grande, a la muerte; pero una muerte segura y positiva, con una bala o con la navaja de afeitar. Con esto quedó aclarada la situación: esperar hasta el día en que cumpliera los cincuenta años, según la chusca receta del librillo del lobo estepario, eso no me parecía demasiado dilatado; aún faltaban hasta entonces dos años. Podía ser dentro de un año, dentro de un mes; podía ser mañana mismo: la puerta estaba abierta.

* * *

No puedo decir que la «resolución» hubiese alterado grandemente mi vida. Me hizo un poco más indiferente para con los achaques, un poco más descuidado en el uso del opio y del vino, un poco más curioso por lo que se refiere al límite de lo soportable: esto fue todo. Con mayor intensidad siguieron actuando los otros sucesos de aquella noche.

Alguna vez volví a leer todavía el tratado del lobo estepario, ora con devoción y gratitud, como si supiera de un mago invisible que estaba dirigiendo sabiamente mi vida, ora con sarcasmo y desprecio contra la insulsez del tratado, que no me parecía entender en absoluto la tensión y el tono específicos de mi existencia. Lo que allí estaba escrito de lobos esteparios y de suicidas podía estar muy bien y atinado; se refería a la especie, al tipo, era una abstracción ingeniosa; a mi persona, en cambio, a mi verdadera alma, a mi sino propio y peculiar, se me antojaba, sin embargo, que no se podía encerrar en red tan burda.

Más hondamente que todo lo demás me preocupaba aquella visión o alucinación de la pared de la iglesia, el prometedor anuncio de aquella danzante escritura de luces, que coincidía con alusiones del tratado. Mucho se me había prometido allí, poderosamente habían aguijoneado mi curiosidad los ecos de aquel mundo extraño; con frecuencia medité horas enteras profundamente sobre esto. Y cada vez con mayor claridad me hablaba el aviso de aquellas inscripciones: «¡No para cualquiera!» y «¡Sólo para locos!» Loco, pues, tenía yo que estar y muy alejado de «cualquiera» si aquellas voces habían de llegar hasta mí y hablarme aquellos mundos. Dios mío, ¿no estaba yo hacía ya muchísimo tiempo bastante alejado de la vida de todos los hombres, de la existencia y del pensamiento de las personas normales, no estaba yo hacía muchísimo tiempo bastante apartado y loco? Y, sin embargo, en lo más íntimo de mi ser comprendía perfectamente la llamada, la invitación a estar loco, a arrojar lejos de mí la razón, el obstáculo, el sentido burgués, a entregarme al mundo hondamente agitado y sin leyes del espíritu y de la fantasía.

Un día, después de haber buscado en vano por calles y plazas al hombre del anuncio estandarte y de haber pasado varias veces en acecho por la tapia con la puerta invisible, me encontré en el suburbio de San Martín con un entierro. Al contemplar la cara de los deudos del muerto, que iban trotando detrás del coche fúnebre, tuve este pensamiento: ¿Dónde vive en esta ciudad, dónde vive en este mundo la persona cuya muerte me representara a mí una pérdida? ¿Y dónde la persona a la cual mi muerte pudiera significar algo? Ahí estaba Erica, mi querida, es verdad; pero desde hace mucho tiempo vivíamos en una relación muy desligada, nos veíamos rara vez, no nos peleábamos, y por aquel entonces hasta ignoraba yo en qué lugar estaría. Alguna vez me buscaba ella o iba a verla yo, y como los dos somos personas solitarias y dificultosas, afines en algún punto del alma y en la enfermedad espiritual, se conservaba a pesar de todo una relación entre ambos. Pero ¿no respiraría ella quizás y no se sentiría bien aligerada cuando supiera la noticia de mi muerte? No lo sabía, como tampoco sabía nada acerca de la autenticidad de mis propios sentimientos. Hay que vivir dentro de lo normal y de lo posible para poder saber algo acerca de estas cosas.

Entretanto, y siguiendo un capricho, me había agregado a la comitiva y fui caminando tras el duelo con dirección al cementerio, un cementerio moderno, de cemento, patentado, con crematorio y todos los aditamentos. Pero nuestro muerto no fue incinerado, sino que su caja fue descargada ante una sencilla fosa hecha en la tierra, y yo miraba al párroco y a los demás buitres de la muerte, empleados de una funeraria, en sus manipulaciones, a las cuales trataban todos de dar la apariencia de una alta ceremonia y de una gran tristeza, hasta el punto de acabar rendidos de tanta teatralidad y confusión e hipocresía y por hacer el ridículo. Vi cómo el negro uniforme de su oficio iba flotando de un lado para otro y cómo se afanaban por poner a tono al acompañamiento fúnebre y por obligarlo a rendirse ante la majestad de la muerte. Era trabajo perdido, no lloraba nadie; el muerto parecía ser innecesario a todos. Tampoco con la palabra se podía persuadir a ninguno de que se sintiera en un ambiente de piedad, y cuando el párroco hablaba a los circunstantes llamándolos una y otra vez «caros hermanos en Cristo», todos los callados rostros de estos comerciantes y panaderos y de sus mujeres miraban al suelo con forzada seriedad, hipócritas y confusos, y movidos únicamente por el deseo de que todo este acto desagradable acabara pronto. Por fin acabó; los dos primeros entre los hermanos en Cristo estrecharon la mano al orador, se limpiaron en el primer borde de césped los zapatos llenos del húmedo limo en el que habían colocado a su muerto, adquirieron al instante sus rostros otra vez el aspecto corriente y humano, y uno de ellos se me antojó de pronto conocido: era, a lo que me figuré, el hombre que aquella noche llevaba el anuncio y que me había dado el librito.

En el momento en que creí reconocerlo, daba media vuelta y se agachaba para arreglarse los pantalones, que acabó por doblárselos por encima de los zapatos, y se alejó rápidamente con un paraguas sujeto debajo del brazo. Corrí tras él, lo alcancé, lo saludé con la cabeza; pero él pareció no conocerme.

–¿No hay velada esta noche? –pregunté, y traté de hacerle un guiño, como hacen entre sí los que están en un secreto.

Pero hacía ya demasiado tiempo desde que tales ejercicios mímicos me eran corrientes. ¡Si en mi manera de vivir casi había olvidado yo ya el habla! Me di cuenta yo mismo de que sólo había hecho una mueca estúpida.

–¿Velada? – gruñó el individuo, y me miró extrañado a la cara–. Vaya usted al Águila Negra, hombre, si se lo pide el cuerpo.

En realidad yo no sabía si era él. Desilusionado, seguí mi camino, no sabía adónde, para mí no había objetivos, ni aspiraciones, ni deberes. La vida sabía horriblemente amarga; yo sentía cómo el asco creciente desde hace tiempo alcanzaba su máxima altura, como la vida me repelía y me arrojaba fuera. Furioso, corrí a través de la ciudad gris, todo me parecía oler a tierra húmeda y a enterramiento. No; junto a mi fosa no había de estar ninguno de estos cuervos, con su traje talar y su sermoneo sentimental y de hermano en Cristo. Ah, dondequiera que mirara, dondequiera que enviase mis pensamientos, en parte alguna me aguardaba una alegría ni un atractivo, en parte alguna atisbaba una seducción, todo hedía a corrupción manida, a putrefacta medioconformidad, todo era viejo, marchito, pardo, macilento, agotado. Santo Dios, ¿cómo era posible? ¿Cómo había podido yo llegar a tal extremo, yo, el joven lleno de entusiasmo, el poeta, el amigo de las musas, el infatigable viajero, el ardoroso idealista? ¿Cómo había venido esto tan lenta y solapadamente sobre mí, esta paralización, este odio contra la propia persona y contra los demás, esta cerrazón de todos los sentimientos, este maligno y profundo fastidio, este infierno miserable de la falta de corazón y de la desesperanza?

Cuando pasaba por la Biblioteca, me encontré con un joven profesor, con quien yo en otro tiempo hablaba alguna vez, al cual, en mi última estancia en esta ciudad hace algunos años, había llegado hasta a visitar en su casa para conversar con él acerca de mitologías orientales, materia a la que me dedicaba entonces bastante. El erudito venía en dirección opuesta, tieso y algo miope, y sólo me conoció cuando ya estaba a punto de pasar a mi lado. Se lanzó hacia mí con gran efusión, y yo, en mi estado deplorable, se lo agradecí casi. Se había alegrado y se animó, me recordó detalles de aquellas nuestras conversaciones, aseguró que debía mucho a mis estímulos y que había pensado con frecuencia en mí; rara vez había vuelto a tener desde entonces controversias tan emotivas y fecundas con colegas. Me preguntó desde cuándo estaba en la ciudad (mentí: desde hacia pocos días) y por qué no lo había buscado. Miré al hombre amable a su buena cara de sabio, hallaba la escena verdaderamente ridícula, pero saboreé la migaja de calor, el sorbo de afecto, el bocado de reconocimiento. Emocionado abría la boca el lobo estepario Harry, en el seco gaznate le fluía la baba; se apoderó de él, en contra de su voluntad, el sentimentalismo. Sí; salí del paso, pues, engañándolo bonitamente y diciéndole que sólo estaba aquí por una corta temporada, y que no me encontraba muy bien; de otro modo ya lo hubiera visitado, naturalmente. Y cuando entonces me invitó, afectuosamente, a pasar aquella velada con él, acepté agradecido, le rogué que saludara a su señora, y a todo esto, por la vivacidad de las palabras y sonrisas, me dolían las mejillas que ya no estaban acostumbradas a estos esfuerzos. Y en tanto que yo, Harry Haller, estaba allí en medio de la calle, sorprendido y adulado, azorado y cortés, sonriendo al hombre amable y mirando su rostro bueno y miope, a mi lado el otro Harry abría la boca también, estaba haciendo muecas y pensando qué clase de compañero tan particular, absurdo e hipócrita era yo, que aun dos minutos antes había estado furioso y rechinando los dientes contra todo el maldito mundo, y ahora, a la primera excitación, al primer cándido saludo de un honrado hombre de bien, asentía a todo y me revolcaba como un lechón en el goce de un poquito de afecto, consideración y amabilidad. De este modo se hallaban allí, frente al profesor, los dos Harrys, ambas figuras extraordinariamente antipáticas, burlándose uno de otro, observándose mutuamente y escupiéndose al rostro y planteándose, como siempre en tales situaciones, una vez más la cuestión: si esto era sencillamente estulticia y flaqueza humanas, determinación general de la humanidad, o si este egoísmo sentimental, esta falta de carácter, esta impureza y contradicción de los sentimientos era solamente una especialidad personal y loboestepariesca. Si la vileza era genérica de la humanidad, ¡ah!, entonces mi desprecio del mundo podía desatarse con pujanza renovada; si era solamente flaqueza personal mía, se me presentaba motivo para una orgía del autodesprecio.

Con la lucha entre los dos Harrys quedó casi olvidado el profesor; de repente volvió a serme molesto, y me apresuré a librarme de él. Mucho tiempo estuve mirando cómo desaparecía por entre los árboles sin hojas del paseo, con el paso bonachón y algo cómico de un idealista, de un creyente. Violenta, se libraba la batalla en mi interior, y mientras yo cerraba y volvía a estirar los dedos agarrotados, en la lucha con la gota que iba trabajando secretamente, hube de confesarme que me había dejado atrapar, que había cargado con una invitación para comer a las siete y media, con la obligación de cortesías, charla científica y contemplación de dicha extraña. Encolerizado, me fui a casa, mezclé agua con coñac, me tragué con ella mis píldoras para la gota, me tumbé en el diván e intenté leer. Cuando, por fin, conseguí leer un rato en el Viaje de Sofía, de Memel a Sajonia, un delicioso novelón del siglo XVIII, volví a acordarme de pronto de la invitación y de que no estaba afeitado y tenía que vestirme. ¡Sabe Dios por qué se me habría ocurrido aceptar! En fin, Harry, ¡levántate, pon a un lado tu libro, enjabónate, ráscate la barba hasta hacerte sangre, vístete y ten una complacencia en tus semejantes! Y mientras me enjabonaba, pensé en el sucio hoyo de barro del cementerio, y en las caras contraídas de los aburridos hermanos en Cristo, y ni siquiera podía reírme de todo ello. Me parecía que allí acababa, en aquel hoyo sucio de barro, con las estúpidas palabras confusas del predicador, con los estúpidos rostros confusos de la comitiva fúnebre, a la vista desconsoladora de todas la cruces y lápidas de mármol y latón, con todas estas flores falsas de alambre y de vidrio, no sólo el desconocido, y acabaría un día u otro también yo mismo, enterrado en el lodo ante la confusión y la hipocresía de los asistentes, no, sino que así acababa todo, todos nuestros afanes, toda nuestra cultura, toda nuestra fe, toda nuestra alegría y nuestro placer de vivir, que estaba tan enfermo y pronto habría de ser enterrado allí también. Un cementerio era nuestro mundo cultural, aquí era Jesucristo y Sócrates, eran Mozart y Haydn, Dante y Goethe, nombres borrosos sobre lápidas de hojalata llenas de orín, rodeados de hipócritas y confusos circunstantes, que hubieran dado cualquier cosa por haber podido creer todavía en las lápidas de latón que en otro tiempo les habían sido sagradas, y cualquier cosa por poder decir aunque sólo fuera una palabra seria y honrada de tristeza y desesperanza acerca de este mundo desaparecido, y a los cuales, en lugar de todo, no les quedaba otra cosa que el confuso y ridículo estar dando vueltas alrededor de una tumba. Furioso, acabé por cortarme la barba en el sitio de costumbre y estuve un rato tratando de arreglarme la herida; pero hube, sin embargo, de volver a cambiarme el cuello que acababa de ponerme limpio y no podía explicarme por qué hacía todas estas cosas, pues no tenía la menor gana de acudir a aquella invitación. Pero uno de los trozos de Harry estaba representando una comedia otra vez, llamaba al profesor un hombre simpático, suspiraba por un poco de aroma de humanidad, de sociedad y de charla, se acordó de la bella señora del profesor, encontró en el fondo muy agradable la idea de pasar una velada junto a amables anfitriones y me ayudó a pegarme a la barbilla un tafetán, me ayudó a vestirme y a ponerme una corbata a propósito, y suavemente me desvió de seguir mi verdadero deseo y quedarme en casa. Al propio tiempo estaba pensando: lo mismo que yo ahora me visto y salgo a la calle, voy a visitar al profesor y cambio con él galanterías, todo ello realmente sin querer, así hacen, viven y actúan un día y otro, a todas horas, la mayor parte de los hombres; a la fuerza y, en realidad, sin quererlo, hacen visitas, sostienen una conversación, están horas enteras sentados en sus negociados y oficinas, todo a la fuerza, mecánicamente, sin apetecerlo: todo podía ser realizado lo mismo por máquinas o dejar de realizarse. Y esta mecánica eternamente ininterrumpida es lo que les impide, igual que a mí, ejercer la crítica sobre la propia vida, reconocer y sentir su estupidez y ligereza, su insignificancia horrorosamente ridícula, su tristeza y su irremediable vanidad. ¡Oh, y tienen razón, infinita razón, los hombres en vivir así, en jugar sus jueguecitos, en afanarse por esas sus cosas importantes, en lugar de defenderse contra la entristecedora mecánica y mirar desesperados en el vacío, como hago yo, hombre descarriado! Cuando en estas hojas desprecio a veces y hasta ridiculizo a los hombres, ¡no crea por eso nadie que les achaco la culpa, que los acuso, que quisiera hacer responsables a otros de mi propia miseria! ¡Pero yo, que ya he llegado tan allá que estoy al borde de la vida, donde se cae en la oscuridad sin fondo, cometo una injusticia y miento si trato de engañarme a mí mismo y a los demás, de que esta mecánica aún sigue funcionando para mí, como si yo también perteneciera todavía a aquel lindo mundo infantil del eterno Jugueteo!

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