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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

El lobo estepario (13 page)

BOOK: El lobo estepario
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Yo estaba sentado y esperaba en una antesala pasada de moda. En un principio sólo sabía que había sido anunciado a un excelentísimo señor, luego me di cuenta de que era el señor Goethe, por quien había de ser recibido. Desgraciadamente no estaba yo allí del todo como particular, sino como corresponsal de una revista; esto me molestaba mucho y no podía comprender qué diablo me había colocado en esta situación. Además me inquietaba un escorpión, que acababa de hacerse visible y había intentado gatear por mi pierna arriba. Yo me había defendido desde luego del pequeño y negro animalejo y me había sacudido, pero no sabía dónde se había metido después y no osaba echar mano a ninguna parte.

No estaba tampoco seguro de sí por equivocación, en lugar de a Goethe, no había sido anunciado a Matthisson, al cual, sin embargo, en el sueño confundía con Bürger, pues le atribuía las poesías a Molly. Por otra parte me hubiera sido muy a propósito un encuentro con Molly, yo me la imaginaba maravillosa, blanda, musical, occidental. ¡Si no hubiera estado yo allí sentado por encargo de aquella maldita redacción! Mi mal humor por esto aumentaba en cada instante y se fue trasladando poco a poco también a Goethe, contra el cual tuve de pronto toda clase de escrúpulos y censuras. ¡Podía resultar bonita la audiencia! El escorpión, en cambio, aun cuando peligroso y escondido quizá cerca de mí, acaso no fuera tan grave; pensé también ser presagio de algo agradable, me parecía muy posible que tuviera alguna relación con Molly, que fuera una especie de mensajero suyo o su escudo de armas, un bonito y peligroso animal heráldico de la feminidad y del pecado. ¿No se llamaría acaso Vulpius el animal heráldico? Pero en aquel instante abrió un criado la puerta, me levanté y entré.

Allí estaba el viejo Goethe, pequeño y muy tiesecillo, y tenía, en efecto, una gran placa de condecoración sobre su pecho clásico. Aún parecía que estaba gobernando, que seguía constantemente recibiendo audiencias y controlando el mundo desde su museo de Weimar. Pues apenas me hubo visto, me saludó con un rápido movimiento de cabeza, lo mismo que un viejo cuervo, y habló solemnemente: ¿De modo que vosotros la gente joven estáis bien poco conformes con nosotros y con nuestros afanes?

–Exactamente –dije, y me dejó helado su mirada de ministro–. Nosotros la gente joven no estamos, en efecto, conformes con usted, viejo señor. Usted nos resulta demasiado solemne, excelencia, demasiado vanidoso y presumido y demasiado poco sincero. Esto acaso sea lo esencial: demasiado poco sincero.

El hombre chiquitín, anciano, movió la severa cabeza un poco hacia adelante, y al distenderse en una pequeña sonrisa su boca dura y plegada a la manera oficial y al animarse de un modo encantador, me palpitó el corazón de repente, pues me acordé de pronto de la poesía «Bajó de arriba la tarde» y de que este hombre y esta boca eran de donde habían salido las palabras de aquella poesía. En realidad ya en aquel momento estaba yo totalmente desarmado y aplanado, y con el mayor gusto me hubiera arrodillado ante él. Pero me mantuve firme y oí de su boca sonriente estas palabras: ¡Ah! ¿Entonces ustedes me acusan de insinceridad? ¡Vaya qué palabras! ¿No querría usted explicarse un poco mejor?

Lo estaba deseando:

–Usted, señor de Goethe, como todos los grandes espíritus, ha conocido y ha sentido perfectamente el problema, la desconfianza de la vida humana: la grandiosidad del momento y su miserable marchitarse, la imposibilidad de corresponder a una elevada sublimidad del sentimiento de otro modo que con la cárcel de lo cotidiano, la aspiración ardiente hacia el reino del espíritu que está en eterna lucha a muerte con el amor también ardiente y también santo a la perdida inocencia de la naturaleza, todo este terrible flotar en el vacío y en la incertidumbre, este estar condenado a lo efímero, a lo incompleto, a lo eternamente en ensayo y diletantesco, en suma, la falta de horizontes y de comprensión y la desesperación agobiante de la naturaleza humana. Todo esto lo ha conocido usted y alguna vez se ha declarado partidario de ello, y, sin embargo, con toda su vida ha predicado lo contrario, ha expresado fe y optimismo, ha fingido a sí mismo y a los demás una perdurabilidad y un sentido a nuestros esfuerzos espirituales. Usted ha rechazado y oprimido a los que profesan una profundidad de pensamiento y a las voces de la desesperada verdad, lo mismo en usted que en Kleist y en Beethoven. Durante decenios enteros ha actuado como si el amontonamiento de ciencia y de colecciones, el escribir y conservar cartas y toda su dilatada existencia en Weimar fuera, en efecto, un camino para eternizar el momento, que en el fondo usted sólo lograba momificar, para espiritualizar a la naturaleza, a la que sólo conseguía estilizar en caricatura. Esta es la insinceridad que le echamos en cara.

Pensativo, me miró el viejo consejero a los ojos; su boca seguía sonriendo.

Luego, para mi asombro, me preguntó: « ¿Entonces La Flauta encantada de Mozart le tiene que ser a usted sin duda profundamente desagradable?»

Y antes de que yo pudiera protestar, continuó:

–La Flauta encantada representa a la vida como un canto delicioso, ensalza nuestros sentimientos, que son perecederos, como algo eterno y divino, no está de acuerdo ni con el señor de Kleist ni con el señor Beethoven, sino que predica optimismo y fe.

– ¡Ya lo sé, ya lo sé! – grité furioso–. ¡Sabe Dios por qué se le ha ocurrido a usted La Flauta encantada, que es para mí lo más excelso del mundo! Pero Mozart no llegó a los ochenta y dos años, y en su vida privada no tuvo estas pretensiones de perdurabilidad, orden y almidonada majestad que usted. No se dio nunca tanta importancia. Cantó sus divinas melodías, fue pobre y se murió pronto, en la miseria y mal conocido...

Me faltaba el aliento. Mil cosas se hubieran podido decir en diez palabras, empecé a sudar por la frente.

Pero Goethe me dijo con mucha amabilidad:

–El haber llegado yo a los ochenta y dos años puede que sea, desde luego, imperdonable. Pero el placer que yo en ello tuve, fue sin duda menor de lo que usted puede imaginarse. Tiene usted razón; me consumió siempre un gran deseo de perdurabilidad, siempre temí y combatí a la muerte. Creo que la lucha contra la muerte, el afán absoluto y terco de querer vivir es el estimulo por el cual han actuado y han vivido todos los hombres sobresalientes. Que al final hay, sin embargo, que morir, esto, en cambio, mi joven amigo, lo he demostrado a los ochenta y dos años de modo tan concluyente como si hubiera muerto siendo niño. Por si pudiera servir para mi justificación, aún habría que añadir una cosa: en mi naturaleza ha habido mucho de infantil, mucha curiosidad y afán de juego, mucho placer en perder el tiempo. Claro, y he tenido que necesitar un poco más hasta comprender que era ya hora de dar por terminado el juego.

Al decir esto, sonreía de un modo tremendo, retorciéndose de risa. Su figura se había agrandado, habían desaparecido la tiesura y la violenta majestad del rostro. Y el aire en torno nuestro estaba lleno ahora por completo de toda suerte de melodías, de toda clase de canciones de Goethe, oí claramente la Violeta, de Mozart, y el Llenas el bosque y el valle, de Schubert. Y la cara de Goethe era ahora rosada y joven, y reía y se parecía ya a Mozart ya a Schubert, como si fuera su hermano, y la placa sobre su pecho estaba formada sólo por flores campestres, una prímula amarilla se destacaba en el centro, alegre y plena.

Me molestaba que el anciano quisiera sustraerse a mis preguntas y a mis quejas de una manera tan bromista, y lo miré lleno de enojo. Entonces se inclinó un poco hacia adelante, puso su boca muy cerca de mi oreja, su boca ya enteramente infantil y me susurró quedo al oído: Hijo mío, tomas demasiado en serio al viejo Goethe. A los viejos, que ya se han muerto, no se les puede tomar en serio, eso sería no hacerles justicia. A nosotros los inmortales no nos gusta que se nos tome en serio, nos gusta la broma. La seriedad, joven, es cosa del tiempo; se produce, esto por lo menos quiero revelártelo, se produce por una hipertensión del tiempo. También yo estimé demasiado en mis días el valor del tiempo, por eso quería llegar a los cien años. En la eternidad, sin embargo, no hay tiempo, como ves: la eternidad es un instante, lo suficiente largo para una broma.

En efecto, ya no se podía hablar una palabra en serio con aquel hombre; bailoteaba para arriba y para abajo, alegre y ágil, y hacía salir a la prímula de su estrella como un cohete, o la iba escondiendo hasta hacerla desaparecer. Mientras daba sus pasos y figuras de baile, hube de pensar que este hombre por lo menos no había omitido aprender a bailar. Lo hacía maravillosamente. En aquel momento se me representó otra vez el escorpión, o mejor dicho, Molly, y dije a Goethe: «Diga usted, ¿no está Molly ahí?»

Goethe soltó una carcajada. Fue a su mesa, abrió un cajón, sacó un precioso estuche de piel o de terciopelo, lo abrió y me lo puso delante de los ojos. Allí estaba sobre el oscuro terciopelo, pequeña, impecable y reluciente, una minúscula pierna de mujer, una pierna encantadora, un poco doblada por la rodilla, con el pie estirado hacia abajo, terminando en punta en los más deliciosos dedos.

Alargué la mano queriendo coger la pequeña pierna que me enamoraba, pero al ir a tocarla con los dedos, pareció que el minúsculo juguete se movía con una pequeña contracción, y se me ocurrió de repente la sospecha de que éste podía ser el escorpión.

Goethe pareció comprenderlo, es más, parecía como si precisamente hubiese querido y provocado esta profunda inquietud, esta brusca lucha de deseo y temor. Me tuvo el encantador escorpioncillo delante de la cara, me vio desearlo con ansiedad, me vio echarme atrás con espanto ante él, y esto parecía proporcionarle un gran placer.

Mientras se burlaba de mí con la linda cosita peligrosa, se había vuelto otra vez enteramente viejo, viejísimo, milenario, con el cabello blanco como la nieve; y su marchito rostro de anciano reía tranquila y calladamente, por dentro, de un modo impetuoso, con el insondable humorismo de los viejos.

* * *

Cuando desperté, había olvidado el sueño; sólo más tarde volví a darme cuenta de él. Había dormido seguramente como cosa de una hora, en medio de la música y de la algarabía, en la mesa del restaurante; nunca lo hubiera creído posible. La bella muchacha estaba ante mí, con una mano sobre mi hombro.

–Dame dos o tres marcos –dijo–. Al otro lado he hecho algún consumo.

Le di mi portamonedas, se fue con él y volvió a poco.

–Bueno, ahora puedo estarme sentada contigo todavía un ratito; luego tengo que irme: tengo una cita.

Me asusté.

–¿Con quién, pues? –inquirí de prisa.

–Con un caballero, pequeño Harry. Me ha invitado al «Bar Odeón».

–¡Oh, pensé que no me dejarías solo!

–Para eso habrías tenido que ser tú el que me hubieras convidado. Se te ha adelantado uno. Nada, con eso ahorras algo. ¿Conoces el «Odeón»? A partir de media noche, sólo champaña, sillones, orquesta de negros, muy distinguido.

No contaba con esto.

–¡Ah –dije suplicante–, deja que yo te invite! Me pareció que esto se sobreentendía; ¿no nos hemos hecho amigos? Déjate invitar adonde tú quieras, te lo ruego.

–Eso está muy bien por tu parte. Pero mira, una palabra es una palabra; he aceptado y tengo que ir. ¡No te preocupes más! Ven, toma todavía un trago, aún tenemos vino en la botella. Te lo acabas de beber y te vas luego bonitamente a casa y duermes. Prométemelo.

–No, oye; a casa no puedo ir.

–¡Ah, vamos, tus historias! ¿Aún no has terminado con Goethe? (En este momento se me presentó nuevamente el sueño de Goethe). Pero si verdaderamente no quieres ir a tu casa, quédate aquí. Hay habitaciones para forasteros. ¿Quieres que te pida una?

Me pareció bien y le pregunté dónde podría volver a verla. ¿Dónde vivía? Esto no me lo dijo. Que no tenía más que buscarla un poco y ya la encontraría.

–¿No me permites que te invite?

–¿Adónde?

–Adonde te plazca y cuando quieras.

–Bien. El martes, a cenar en el «Viejo Franciscano», en el primer piso. Adiós.

Me dio la mano, y ahora fue cuando me fijé en esta mano, una mano en perfecta armonía con su voz, linda y plena, inteligente y bondadosa. Cuando le besé la mano, se reía burlona.

Y todavía en el último momento se volvió de nuevo hacia mí y dijo:

–Aún tengo que decirte una cosa, a propósito de Goethe. Mira, lo mismo que te ha pasado a ti con Goethe, que no has podido soportar su retrato, así me pasa a mí algunas veces con los santos.

–¿Con los santos? ¿Eres tan devota?

–No, no soy devota, por desgracia; pero lo he sido ya una vez y volveré a serlo. No hay tiempo para ser devota.

–¿No hay tiempo? ¿Es que se necesita tiempo para eso?

–Oh, ya lo creo; para ser devoto se necesita tiempo, mejor dicho, se necesita algo más: independencia del tiempo. No puedes ser seriamente devoto y a la vez vivir en la realidad y, además, tomarla en serio; el tiempo, el dinero, el «Bar Odeón» y todas estas cosas.

–Comprendo. Pero, ¿qué era eso de los santos?

–Si, hay algunos santos a los que quiero especialmente: San Esteban, San Francisco y otros. De ellos veo algunas veces cuadros, y también del Redentor y de la Virgen, cuadros hipócritas, falsos y condenados, y los puedo sufrir tan poco como tú a aquel cuadro de Goethe. Cuando veo uno de estos Redentores o San Franciscos dulzones y necios y me doy cuenta de que otras personas hallan bellos y edificantes estos cuadros, entonces siento como una ofensa del verdadero Redentor, y pienso: ¡Ah! ¿Para qué ha vivido y sufrido tan tremendamente, si a la gente le basta de él un estúpido cuadro así? Pero yo sé, a pesar de esto, que también mi imagen del Redentor o de San Francisco es hechura humana y no alcanza al original, que al propio Redentor mi imagen suya habría de resultarle tan necia y tan insuficiente como a mí aquellas imitaciones dulzonas. No te digo esto para darte la razón en tu mal humor y furia contra el retrato de Goethe, no; en eso tienes razón. Lo digo solamente para demostrarte que puedo entretenerte. Vosotros los sabios y artistas tenéis toda clase de cosas raras dentro de la cabeza, pero sois hombres como los demás, y también nosotros tenemos nuestros sueños y nuestros juegos en el magín. Porque observé, señor sabio, que te apurabas un poquito al ir a contarme tu historia de Goethe, tenias que esforzarte por hacer comprensibles tus cosas ideales a una muchacha tan sencilla. Y por eso he querido hacerte ver que no necesitas esforzarte. Yo te entiendo ya. Bueno, ¡y ahora, punto! Te está esperando la cama.

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