El lobo estepario (29 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

BOOK: El lobo estepario
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–¿Justo? ¡Oh, no! –grité desesperado–. ¡Dios mío, si todo es tan falso, tan endiabladamente tonto y malo! Yo soy una bestia, Mozart, una bestia necia y malvada, enferma y echada a perder; en eso tiene usted mil veces razón. Pero, por lo que atañe a esta muchacha, ella misma lo ha querido así; yo sólo he cumplido su propio deseo.

Mozart reía en silencio, pero, en cambio, tuvo ahora la excelsa bondad de desenchufar la radio.

Mi defensa me sonó a mí mismo, de pronto, bien estúpida; a mí, que hacía un momento nada más había creído sinceramente en ella. Cuando en una ocasión Armanda –así volví a acordarme de repente– me había hablado del tiempo y de la eternidad, entonces había estado yo dispuesto inmediatamente a considerar a sus pensamientos como reflejos de los míos propios. Pero que la idea de dejarse matar por mí era el capricho y el deseo más íntimo de Armanda y no estaba influido por mí en lo más mínimo, me había parecido indudable. ¿Por qué entonces no sólo había aceptado y creído esta idea tan terrible y tan extraña, sino que hasta la había adivinado de antemano? ¿Acaso porque era mi propio pensamiento? ¿Y por qué había asesinado a Armanda precisamente en el momento de encontrarla desnuda en los brazos de otro? Omnisciente y llena de sarcasmo, resonaba la risa callada de Mozart.

–Harry –dijo–, es usted un farsante. ¿No había de haber deseado de usted realmente esta pobre muchacha otra cosa que una puñalada? ¡Eso, cuénteselo usted a otro! Vaya, y, por lo menos, ha tenido usted buen tino; la pobre criatura está bien muerta. Acaso sería ya hora de que se diese usted cuenta de las consecuencias de su galantería hacia esta dama. ¿ O querría usted esquivar las consecuencias?

–¡No! –grité–. ¿Es que no comprende usted nada? ¡Yo esquivar las consecuencias! No anhelo otra cosa más que expiar, expiar, expiar, poner la cabeza debajo de la guillotina y dejarme castigar y destruir.

Insoportablemente burlón, me miraba Mozart.

–¡Qué patético se pone usted siempre! Pero aún ha de aprender usted humorismo, Harry. El humorismo siempre es algo patibulario, y si es preciso, lo aprenderá usted en el patíbulo. ¿Está usted dispuesto a ello? ¿Sí? Bien, entonces acuda usted al juez y sufra con paciencia todo el aparato poco divertido de los agentes de la Justicia, hasta la fría decapitación una mañana temprano en el patio de la cárcel. ¿Está usted realmente dispuesto a ello?

Una inscripción brilló, de repente, ante mí:

E
JECUCIÓN DE
H
ARRY

y yo di con la cabeza mi asentimiento. Un patio desmantelado entre cuatro paredes, con ventanas pequeñas de rejas; una guillotina automática bien cuidada; una docena de caballeros en trajes talares y de levita, y en medio, yo, tiritando en un ambiente gris de madrugada, con el corazón oprimido por un miedo que daba compasión, pero dispuesto y conforme. A una voz de mando avancé; a una voz de mando me puse de rodillas. El juez se quitó el birrete y carraspeó; también los otros señores carraspearon. Aquél desenrolló un papel solemne y leyó:

–Señores, ante ustedes está Harry Haller, acusado y responsable del abuso temerario de nuestro teatro mágico. Haller no sólo ha ofendido el arte sublime, al confundir nuestra hermosa galería de imágenes con la llamada realidad, y apuñalar a una muchacha fantástica con un fantástico puñal; ha tenido, además, intención de servirse de nuestro teatro, sin la menor pizca de humorismo, como de una máquina de suicidio. Nosotros, por ello, condenamos a Haller al castigo de vida eterna y a la pérdida por doce horas del permiso de entrada en nuestro teatro. Tampoco puede remitírsele al acusado la pena de ser objeto por una vez de nuestra risa. Señores, atención: A la una, a las dos, ¡a las tres!

Y a las tres prorrumpieron todos los presentes con impecable precisión, en una carcajada sonora y a coro, una carcajada del otro mundo, terrible y apenas soportable para los hombres.

Cuando volví en mí, estaba Mozart sentado a mi lado como antes; me dio un golpe en el hombro y dijo:

–Ya ha escuchado usted su sentencia. No tendrá más remedio que acostumbrarse a seguir oyendo la música de radio de la vida. Le sentará bien. Tiene usted poquísimo talento, querido y estúpido amigo; pero así, poco a poco, habrá ido comprendiendo ya lo que se exige de usted. Ha de hacerse cargo del humorismo de la vida, del humor patibulario de esta vida. Claro que usted está dispuesto en este mundo a todo menos a lo que se le exige. Está dispuesto a asesinar muchachas, está dispuesto a dejarse ejecutar solemnemente. Estaría dispuesto también con seguridad a martirizarse y a flagelarse durante cien años. ¿O no?

–¡Oh, sí con toda mi alma! –exclamé en mi estado miserable.

–¡Naturalmente! Para todo espectáculo necio y falto de humor se puede contar con usted, señor de altos vuelos, para todo lo patético y sin gracia. Sí; pero a mí eso no me gusta; por toda su romántica penitencia no le doy a usted ni cinco céntimos. Usted quiere ser ajusticiado, quiere que le corten la cabeza, sanguinario. Por este ideal idiota sería usted capaz de cometer diez asesinatos. Usted quiere morir, cobarde; pero no vivir. Al diablo, si precisamente lo que tiene usted que hacer es vivir. Merecería usted ser condenado a la pena más grave de todas.

–¡Oh! ¿Y qué pena sería esa?

–Podríamos, por ejemplo, hacer revivir a la muchacha y casar a usted con ella.

–No; a eso no estaría dispuesto. Habría una desgracia.

–Como si no fuese ya bastante desgracia todo lo que ha hecho usted. Pero con lo patético y con los asesinatos hay que acabar ya. Sea usted razonable por una vez. Usted ha de acostumbrarse a la vida y ha de aprender a reír. Ha de escuchar la maldita música de la radio de este mundo y venerar el espíritu que lleva dentro y reírse de la demás murga. Listo, otra cosa no se le exige.

En voz baja, y como entre dientes, pregunté:

–¿Y si yo me opusiera? ¿Y si yo le negara a usted, señor Mozart, el derecho de disponer del lobo estepario y de intervenir en su destino?

–Entonces –dijo apaciblemente Mozart– te propondría que fumaras aún uno de mis preciosos cigarrillos.

Y al decir esto y sacar del bolsillo del chaleco por arte de magia un cigarrillo y ofrecérmelo, de pronto ya no era Mozart, sino que miraba expresivo, con sus oscuros ojos exóticos, y era mi amigo Pablo, y se parecía como un hermano gemelo al hombre que me había enseñado el juego de ajedrez con las figuritas.

–¡Pablo! –grité dando un salto–. Pablo, ¿dónde estamos?

–Estamos –sonrió– en mi teatro mágico, y si por caso quieres aprender el tango, o llegar a general, o tener una conversación con Alejandro Magno, todo esto está la vez próxima a tu disposición. Pero he de confesarte, Harry, que me has decepcionado un poco. Te has olvidado malamente, has quebrado el humor de mí pequeño teatro y has cometido una felonía; has andado pinchando con puñales y has ensuciado nuestro bonito mundo alegórico con manchas de realidad. Esto no ha estado bien en ti. Es de esperar que lo hayas hecho al menos por celos, cuando nos viste tendidos a Armanda y a mí. A esta figura, desgraciadamente, no has sabido manejarla; creí que habías aprendido mejor el juego. En fin, podrá corregirse.

Cogió a Armanda, la cual, entre sus dedos, se achicó al punto hasta convertirse en una figurita del juego, y la guardó en aquel mismo bolsillo del chaleco del que había sacado antes el cigarrillo.

Aroma agradable exhalaba el humo dulce y denso; me sentí aligerado y dispuesto a dormir un año entero.

Oh, lo comprendí todo; comprendí a Pablo, comprendí a Mozart, oí en alguna parte detrás de mí su risa terrible; sabía que estaban en mi bolsillo todas las cien mil figuras del juego de la vida: aniquilado, barruntaba su significación; tenía el propósito de empezar otra vez el juego, de gustar sus tormentos otra vez, de estremecerme de nuevo y recorrer una y muchas veces más el infierno de mi interior.

Alguna vez llegaría a saber jugar mejor el juego de las figuras. Alguna vez aprendería a reír. Pablo me estaba esperando. Mozart me estaba esperando.

FIN

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