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En aquella corta temporada entre mi conocimiento con María y el gran baile de máscaras, era yo francamente feliz, pero no tenía por ello el presentimiento de que aquello fuera una redención, una lograda bienaventuranza, sino que me daba cuenta claramente de que todo era preludio y preparación, de que todo se afanaba con violencia hacia adelante y que lo verdadero venía ahora.
Del baile había aprendido ya tanto que me parecía posible concurrir a la fiesta, de la cual se hablaba más cada día. Armanda tenía un secreto, se empeñó en no revelarme con qué disfraz iba a presentarse. Pensaba que yo ya la reconocería, y si me equivocaba, entonces me ayudaría ella; pero que con anticipación, yo no debía saberlo. Así tampoco tenía ella curiosidad por mis planes de disfraz, y yo resolví no disfrazarme. María, cuando quise invitarla al baile, me declaró que para esta fiesta tenía ya un caballero, poseía ya en efecto una entrada, y yo me di cuenta un poco descorazonado de que iba a tener que ir solo a la fiesta. Era el baile de trajes más distinguido de la ciudad, que se organizaba todos los años por elementos artísticos en los salones del Globo.
En aquellos días veía poco a Armanda, pero la víspera del baile estuvo un rato en mi casa; vino para recoger su entrada, de la que yo me había encargado, y estuvo sentada conmigo pacíficamente en mi cuarto, y allí se llegó a un diálogo que me fue muy singular y me produjo una impresión profunda.
–Ahora estás realmente muy bien – dijo ella–; te prueba el baile. Quien no te haya visto desde hace un mes, apenas te reconocería.
– Sí – asentí–; desde hace años no me he encontrado tan perfectamente. Esto proviene todo de ti, Armanda.
–Oh, ¿no de tu hermosa María?
–No. Esa también es un regalo tuyo. Es maravilloso.
–Es la amiga que necesitabas, lobo estepario. Bonita, joven, alegre, muy inteligente en amor, y sin que puedas disponer de ella todos los días. Si no tuvieras que compartirla con otros, si no fuese para ti siempre un huésped fugitivo, no irían las cosas tan bien.
Sí; también esto tenía que concedérselo.
–Entonces, ¿tienes ahora, realmente, todo lo que necesitas?
–No, Armanda, no es así. Tengo algo muy bello y delicioso, una gran alegría, un amable consuelo. Soy verdaderamente feliz...
–Bien, entonces, ¿qué más quieres?
–Quiero más. No estoy contento con ser feliz, no he sido creado para ello, no es mi sino. Mi determinación es lo contrario.
–Entonces, ¿es ser desdichado? ¡Ah! Esto ya lo has sido con exceso antes, cuando a causa de la navaja de afeitar no podías ir a tu casa.
–No, Armanda; se trata de otra cosa. Entonces era yo muy desdichado, concedido. Pero era una desventura estúpida, estéril.
–¿Por qué?
–Porque de otro modo, no hubiese debido tener aquel miedo a la muerte, que, sin embargo, me estaba deseando. La desventura que necesito y anhelo, es otra; es de tal clase que me hiciera sufrir con afán y morir con voluptuosidad. Esa es la desventura o la felicidad que espero.
–Te comprendo. En esto somos hermanos. Pero ¿qué tienes contra la dicha que has encontrado ahora con María? ¿Por qué no estás contento?
–No tengo nada contra esta dicha, ¡oh, no!; la quiero, le estoy agradecido. Es hermosa como un día de sol en medio de una primavera lluviosa. Pero me doy cuenta de que no puede durar. También esta dicha es estéril. Satisface, pero la satisfacción no es alimento para mí. Adormece al lobo estepario, lo sacia. Pero no es felicidad para morir por ella.
–Entonces, ¿hay que morir, lobo estepario?
–¡Creo que sí! Yo estoy muy satisfecho de mi ventura, aún puedo soportarla durante una temporada. Pero cuando la dicha me deja alguna vez una hora de tiempo para estar despierto, para sentir anhelos íntimos, entonces todo mi anhelo no se cifra en conservar por siempre esta ventura, sino en volver a sufrir, aunque más bella y menos miserablemente que antes.
Armanda me miró con ternura a los ojos, con la sombría mirada que tan repentinamente podía aparecer en ella. ¡Ojos magníficos, terribles! Lentamente, eligiendo una a una las palabras y colocándolas con cuidado, dijo... en voz tan baja, que tuve que esforzarme para oírlo:
–Voy a decirte hoy una cosa, algo que sé hace ya tiempo, y tú también lo sabes ya, pero quizá no te lo has dicho a ti mismo todavía. Ahora te digo lo que sé acerca de ti y de mi y de nuestra suerte. Tú, Harry, has sido un artista y un pensador, un hombre lleno de alegría y de fe, siempre tras la huella de lo grande y de lo eterno, nunca satisfecho con lo bonito y lo minúsculo. Pero cuanto más te ha despertado la vida y te ha conducido hacia ti mismo, más ha ido aumentando tu miseria y tanto más hondamente te has sumido hasta el cuello en pesares, temor y desesperanza, y todo lo que tú en otro tiempo has conocido, amado y venerado como hermoso y santo, toda tu antigua fe en los hombres y en nuestro alto destino, no ha podido ayudarte, ha perdido su valor y se ha hecho añicos. Tu fe ya no tenía aire para respirar. Y la asfixia es una muerte muy dura. ¿Es exacto Harry? ¿Es ésta tu suerte?
Yo asentía y asentía.
–Tú llevabas dentro de ti una imagen de la vida, estabas dispuesto a hechos, a sufrimientos y sacrificios, y entonces fuiste notando poco a poco que el mundo no exigía de ti hechos ningunos, ni sacrificios, ni nada de eso, que la vida no es una epopeya con figuras de héroes y cosas por el estilo, sino una buena habitación burguesa, en donde uno está perfectamente satisfecho con la comida y la bebida, con el café y la calceta, con el juego de tarot y la música de la radio. Y el que ama y lleva dentro de silo otro, lo heroico y bello, la veneración de los grandes poetas o la veneración de los santos, ése es un necio y un quijote. Bueno. ¡Y a mí me ha ocurrido exactamente lo mismo, amigo mío! Yo era una muchacha de buenas disposiciones y destinada a vivir con arreglo a un elevado modelo, a tener para conmigo grandes exigencias, a cumplir dignos cometidos. Podía tomar sobre mí un gran papel, ser la mujer de un rey, la querida de un revolucionario, la hermana de un genio, la madre de un mártir. Y la vida no me ha permitido más que llegar a ser una cortesana de mediano buen gusto; ¡ya esto solo se ha hecho bastante difícil! Así me ha sucedido. Estuve una temporada inconsolable, y durante mucho tiempo busqué en mí la culpa. La vida, pensé, ha de tener al fin razón siempre; y si la vida se burlaba de mis hermosos sueños, habrán sido necios mis sueños, decía yo, y no habrán tenido razón. Pero esta consideración no servía de nada absolutamente. Y como yo tenía buenos ojos, y buenos oídos y era además un tanto curiosa, me fijé con todo interés en la llamada vida, en mis vecinos y en mis amistades, medio centenar largo de personas y de destinos, y entonces vi, Harry, que mis sueños habían tenido razón, mil veces razón, lo mismo que los tuyos. Pero la vida, la realidad, no la tenía. Que una mujer de mi especie no tuviera otra opción que envejecer pobre y absurdamente junto a una máquina de escribir al servicio de un ganadineros, o casarse con uno de estos ganadineros por su posición, o si no, convertirse en una especie de meretriz, eso era tan poco justo como que un hombre como tú tenga, solitario, receloso y desesperado, que echar mano de la navaja de afeitar. En mí era la miseria quizá más material y moral; en ti, más espiritual; la senda era la misma. ¿Crees que no soy capaz de comprender tu terror ante el fox–trot, tu repugnancia hacia los bares y los locales de baile, tu resistencia contra la música de jazz y todas estas cosas? Demasiado bien lo comprendo, y lo mismo tu aversión a la política, tu tristeza por la palabrería y el irresponsable hacer que hacemos de los partidos y de la Prensa, tu desesperación por la guerra, por la pasada y por la venidera, por la manera cómo hoy se piensa, se lee, se construye, se hace música, se celebran fiestas, se promueve la cultura. Tienes razón, lobo estepario, mil veces razón, y, sin embargo, has de sucumbir. Para este mundo sencillo de hoy, cómodo y satisfecho con tan poco, eres tú demasiado exigente y hambriento; el mundo te rechaza, tienes para él una dimensión de mas. El que hoy quiera vivir y alegrarse de su vida, no ha de ser un hombre como tú ni como yo. El que en lugar de chinchín exija música, en lugar de placer alegría, en lugar de dinero alma, en vez de loca actividad verdadero trabajo, en vez de jugueteo pura pasión, para ése no es hogar este bonito mundo que padecemos...
Ella miraba al suelo meditando.
–¡Armanda –exclamé conmovido–, hermana! ¡Qué ojos tan buenos tienes! Y, sin embargo, tú me enseñaste el fox–trot. ¿ Cómo te explicas esto, que hombres como nosotros, hombres con una dimensión de más, no podamos vivir aquí? ¿En qué consiste? ¿No pasa esto más que en nuestra época actual? ¿O fue siempre lo mismo?
–No sé. Quiero admitir en honor del mundo, que sólo sea nuestra época, que sólo sea una enfermedad, una desdicha momentánea. Los jefes trabajan con ahínco y con resultado preparando la próxima guerra, los demás bailamos fox–trots entretanto, ganamos dinero y comemos pralinés; en una época así ha de presentar el mundo un aspecto bien modesto. Esperamos que otros tiempos hayan sido y vuelvan a ser mejores, más ricos, más amplios, más profundos. Pero con eso no vamos ganando nada nosotros. Y acaso haya sido siempre igual...
–¿Siempre así como hoy? ¿Siempre sólo un mundo para políticos, arrivistas, camareros y vividores, y sin aire para las personas?
–No lo sé, nadie lo sabe. Además, da lo mismo. Pero yo pienso ahora en tu favorito, amigo mío, del cual me has referido a veces muchas cosas y hasta que has leído sus cartas: de Mozart. ¿Qué ocurriría con él? ¿Quién gobernó el mundo en su época, quién se llevó la espuma, quién daba el tono y representaba algo: Mozart o los negociantes, Mozart o los hombres adocenados y superficiales? ¿Y cómo murió y fue enterrado? Y así, pienso yo que ha sido acaso siempre y que siempre será lo mismo, y lo que en los colegios se llama «Historia Universal» y allí hay que aprendérselo de memoria para la cultura, con todos los héroes, genios, grandes acciones y sentimientos, eso es sencillamente una superchería, inventada por los maestros de escuela, para fines de ilustración y para que los niños durante los años prescritos tengan algo en qué ocuparse. Siempre ha sido así y siempre será igual, que el tiempo y el mundo, el dinero y el poder, pertenecen a los mediocres y superficiales, y a los otros, a los verdaderos hombres, no les pertenece nada. Nada más que la muerte.
–¿Fuera de eso, nada en absoluto?
–Si, la eternidad.
–¿Quieres decir el nombre, la fama para edades futuras?
–No, lobito; la fama, no. ¿Tiene ésta, acaso, algún valor? ¿Y crees tú por ventura que todos los hombres realmente verdaderos y completos han alcanzado la celebridad y son conocidos de las generaciones posteriores?
–No; naturalmente que no.
–Por consiguiente, la fama no es. La fama sólo existe también para la ilustración, es un asunto de los maestros de escuela. La fama no lo es, ¡oh, no! Lo es lo que yo llamo la eternidad. Los místicos lo llaman el reino de Dios. Yo me imagino que nosotros los hombres todos, los de mayores exigencias, nosotros los de los anhelos, los de la dimensión de más, no podríamos vivir en absoluto si para respirar, además del aire de este mundo, no hubiese también otro aire, si además del tiempo no existiese también la eternidad, y ésta es el reino de lo puro. A él pertenecen la música de Mozart y las poesías de los grandes poetas; a él pertenecen también los santos, que hicieron milagros y sufrieron el martirio y dieron un gran ejemplo a los hombres. Pero también pertenece del mismo modo a la eternidad la imagen de cualquier acción noble, la fuerza de todo sentimiento puro, aun cuando nadie sepa nada de ello, ni lo vea, ni lo escriba, ni lo conserve para la posteridad. En lo eterno no hay futuro, no hay más que presente.
–Tienes razón –dije.
–Los místicos –continuó ella con aire pensativo– son los que han sabido más de estas cosas. Por eso han establecido los santos y lo que ellos llaman la «comunión de los santos». Los santos son los hombres verdaderos, los hermanos menores del Salvador. Hacia ellos vamos de camino nosotros durante toda nuestra vida, con toda buena acción, con todo pensamiento audaz, con todo amor. La comunión de los santos, que en otro tiempo era representada por los pintores dentro de un cielo de oro, radiante, hermosa y apacible, no es otra cosa que lo que yo antes he llamado la «eternidad». Es el reino más allá del tiempo y de la apariencia. Allá pertenecemos nosotros, allí está nuestra patria, hacia ella tiende nuestro corazón, lobo estepario, y por eso anhelamos la muerte. Allí volverás a encontrar a tu Goethe y a tu Novalis y a Mozart, y yo a mis santos, a San Cristóbal, a Felipe Neri y a todos. Hay muchos santos que en un principio fueron graves pecadores; también el pecado puede ser un camino para la santidad, el pecado y el vicio, Te vas a reír, pero yo me imagino con frecuencia que acaso también mi amigo Pablo pudiera ser un santo. ¡Ah, Harry, nos vemos precisados a taconear por tanta basura y por tanta idiotez para poder llegar a nuestra casa! Y no tenemos a nadie que nos lleve; nuestro único guía es nuestro anhelo nostálgico.
Sus últimas palabras las pronunció otra vez en voz muy queda, y luego hubo un silencio apacible en la estancia; el sol estaba en el ocaso y hacía brillar las letras doradas en el lomo de los muchos libros de mi biblioteca. Cogí en mis manos la cabeza de Armanda, la besé en la frente y puse fraternal su mejilla junto a la mía; así nos quedamos un momento. Así hubiera deseado quedarme y no salir aquel día a la calle. Pero para esta noche, la última antes del gran baile, se me había prometido María.
Pero en el camino no iba pensando en María, sino en lo que Armanda había dicho. Me pareció que todos estos no eran tal vez sus propios pensamientos, sino los míos, que la clarividente había leído y aspirado y me devolvía, haciendo que ahora se concretaran y surgieran nuevos ante mí. Por haber expresado la idea de la eternidad le estaba especial y profundamente agradecido. La necesitaba; sin esa idea no podía vivir, ni morir tampoco. El sagrado más allá, lo que está fuera del tiempo, el mundo del valor imperecedero, de la sustancia divina me había sido regalado hoy por mi amiga y profesora de baile. Hube de pensar en mi sueño de Goethe, en la imagen del viejo sabio, que se había reído de un modo tan sobrehumano y me había hecho objeto de su broma inmortal. Ahora es cuando comprendí la risa de Goethe, la risa de los inmortales. No tenía objetivo esta risa, no era más que luz y claridad; era lo que queda cuando un hombre verdadero ha atravesado 105 sufrimientos, los vicios, los errores, las pasiones y las equivocaciones del género humano y penetra en lo eterno, en el espacio universal. Y la «eternidad» no era otra cosa que la liberación del tiempo, era en cierto modo su vuelta a la inocencia, su retransformación en espacio.