El lobo estepario (18 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

BOOK: El lobo estepario
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–Bien; pero, entonces, ¿de qué se trata?

–Se trata de hacer música, señor Haller, de hacer música tan bien, tanta y tan intensiva, como sea posible. Esto es, monsieur. Si yo tengo en la cabeza todas las obras de Bach y de Haydn y sé decir sobre ellas las cosas más juiciosas, con ello no se hace un servicio a nadie. Pero si yo cojo mi tubo y toco un shimmy de moda, lo mismo da que sea bueno o malo, ha de alegrar sin duda a la gente, se les entra en las piernas y en la sangre. De esto se trata nada más. Observe usted en un salón de baile las caras en el momento en que se desata la música después de un largo descanso; ¡cómo brillan entonces los ojos, se ponen a temblar las piernas, empiezan a reír los rostros! Para esto se toca la música.

–Muy bien, señor Pablo. Pero no hay sólo música sensual, la hay también espiritual. No hay sólo aquella que se toca precisamente para el momento, sino también música inmortal, que continúa viviendo, aun cuando no se toque. Cualquiera puede estar solo tendido en su cama y despertar en sus pensamientos una melodía de La Flauta encantada o de la Pasión de San Mateo; entonces se produce música sin que nadie sople en una flauta ni rasque un violín.

–Ciertamente, señor Haller. También el Yearning y el Valencia son reproducidos calladamente todas las noches por personas solitarias y soñadoras; hasta la más pobre mecanógrafa en su oficina tiene en la cabeza el último onestep y teclea en las letras llevando su compás. Usted tiene razón, todos estos seres solitarios, yo les concedo a todos la música muda, sea el Yearning o La Flauta encantada o el Valencia. Pero, ¿de dónde han sacado, sin embargo, estos hombres su música solitaria y silenciosa? La toman de nosotros, de los músicos, antes hay que tocarla y oírla y tiene que entrar en la sangre, para poder luego uno en su casa pensar en ella en su cámara y soñar con ella.

–Conformes –dije secamente–. Sin embargo, no es posible colocar en un mismo plano a Mozart y al último fox–trot. Y no es lo mismo que toque usted a la gente música divina y eterna, o barata música del día.

Cuando Pablo percibió la excitación en mi voz puso en seguida su rostro más delicioso, me pasó la mano por el brazo, acariciándome, y dio a su voz una dulzura increíble.

–Ah, caro señor; con los planos puede que tenga usted razón por completo. Yo no tengo ciertamente nada en contra de que usted coloque a Mozart y a Haydn y al Valencia en el plano que usted guste. A mí me es enteramente lo mismo; yo no soy quien ha de decidir en esto de los planos, a mí no han de preguntarme sobre el particular. A Mozart quizá lo toquen todavía dentro de cien años, y el Valencia acaso dentro de dos ya no se toque; creo que esto se lo podemos dejar tranquilamente al buen Dios, que es justo y tiene en su mano la duración de la vida de todos nosotros y la de todos los valses y todos los fox–trots y hará seguramente lo más adecuado. Pero nosotros los músicos tenemos que hacer lo nuestro, lo que constituye nuestro deber y nuestra obligación; hemos de tocar precisamente lo que la gente pide en cada momento, y lo hemos de tocar tan bien, tan bella y persuasivamente como sea posible.

Suspirando, hube de desistir. Con este hombre no se podían atar cabos.

* * *

En algunos instantes aparecía revuelto de una manera enteramente extraña lo antiguo y lo nuevo, el dolor y el placer, el temor y la alegría. Tan pronto estaba yo en el cielo como en el infierno, la mayoría de las veces en los dos sitios a un tiempo. El viejo Harry y el nuevo vivían juntos ora en paz, ora en la lucha encarnizada. De cuando en cuando el viejo Harry parecía estar totalmente inerte, muerto y sepultado, y surgir luego de pronto dando órdenes tiránicas y sabiéndolo todo mejor, y el Harry nuevo, pequeño y joven, se avergonzaba, callaba y se dejaba apretar contra la pared. En otras horas cogía el nuevo Harry al viejo por el cuello y le apretaba valientemente, había grandes alaridos, una lucha a muerte, mucho pensar en la navaja de afeitar.

Pero con frecuencia se agolpaban sobre mí en una misma oleada la dicha y el sufrimiento. Un momento así fue aquel en que, pocos días después de mi primer ensayo público de baile, al entrar una noche en mi alcoba, encontré, para mi inenarrable asombro y extrañeza, para mi temor y mi encanto, a la bella María acostada en mi cama.

De todas las sorpresas a las que les había expuesto Armanda hasta entonces, fue ésta la más violenta. Porque no dudé ni un instante de que era «ella» la que me había enviado este ave del paraíso. Por excepción aquella tarde no había estado con Armanda, sino que había ido a la catedral a oír una buena audición de música religiosa; había sido una bella excursión melancólica a mi vida de otro tiempo, a los campos de mi juventud, a las comarcas del Harry ideal. En el alto espacio gótico de la iglesia, cuyas hermosas bóvedas de redes oscilaban de un lado para otro como espectros vivos en el juego de las contadas luces, había oído piezas de Buxtehude, de Pachebel, de Bach y de Haydn, había marchado otra vez por los viejos senderos amados, había vuelto a oír la magnífica voz de una cantante de obras de Bach, que había sido amiga mía en otro tiempo y me había hecho vivir muchas audiciones extraordinarias. Los ecos de la vieja música, su infinita grandeza y santidad me habían despertado todas las sublimidades, delicias y entusiasmos de la juventud; triste y abismado estuve sentado en el elevado coro de la iglesia, huésped durante una hora de este mundo noble y bienaventurado que fue un día mi elemento. En un dúo de Haydn se me habían saltado de pronto las lágrimas, no esperé el fin del concierto, renuncié a volver a ver a la cantante (¡oh, cuántas noches radiantes había pasado yo en otro tiempo con los artistas después de conciertos así!), me escurrí de la catedral y anduve corriendo hasta cansarme por las oscuras callejas, en donde aquí y allá, tras las ventanas de los restaurantes tocaban orquestas de jazz las melodías de mi existencia presente. ¡Oh, en qué siniestro torbellino se había convertido mi vida...!

Mucho tiempo estuve reflexionando también durante aquel paseo nocturno acerca de mi extraña relación con la música, y reconocí una vez más que esta relación tan emotiva como fatal para con la música era el sino de toda la intelectualidad alemana. En el espíritu alemán domina el derecho materno, el sometimiento a la naturaleza en forma de una hegemonía de la música, como no lo ha conocido nunca ningún otro pueblo. Nosotros, las personas espirituales, en lugar de defendernos virilmente contra ellos y de prestar obediencia y procurar que se preste oídos al espíritu, al logos, al verbo, soñamos todos con un lenguaje sin palabras, que diga lo inexpresable, que refleje lo irrepresentable. En lugar de tocar su instrumento lo más fiel y honradamente posible, el alemán espiritual ha vituperado siempre a la palabra y a la razón y ha mariposeado con la música. Y en la música, en las maravillosas y benditas obras musicales, en los maravillosos y elevados sentimientos y estados de ánimo, que no fueron impelidos nunca a una realización, se ha consumido voluptuosamente el espíritu alemán, y ha descuidado la mayor parte de sus verdaderas obligaciones. Nosotros los hombres espirituales todos no nos hallábamos en nuestro elemento dentro de la realidad, le éramos extraños y hostiles; por eso también era tan deplorable el papel del espíritu en nuestra realidad alemana, en nuestra historia, en nuestra política, en nuestra opinión pública. Con frecuencia en otras ocasiones había yo meditado sobre estas ideas, no sin sentir a veces un violento deseo de producir realidad también en alguna ocasión, de actuar alguna vez seriamente y con responsabilidad, en lugar de dedicarme siempre sólo a la estética y a oficios artísticos espirituales. Pero siempre acababa en la resignación, en la sumisión a la fatalidad. Los señores generales y los grandes industriales tenían razón por completo: no servíamos para nada los «espirituales», éramos una gente inútil, extraña a la realidad, sin responsabilidad alguna, de ingeniosos charlatanes. ¡Ah, diablo! ¡La navaja de afeitar!

Saturado así de pensamientos y del eco de la música, con el corazón agobiado por la tristeza y por el desesperado afán de vida, de realidad, de sentido y de las cosas irremisiblemente perdidas, había vuelto al fin a casa, había subido mis escaleras, había encendido la luz en mi gabinete e intentado en vano leer un poco, había pensado en la cita que me obligaba a ir al día siguiente por la noche al bar Cecil a tomar un whisky y a bailar, y había sentido rencor y amargura no sólo contra mí mismo, sino también contra Armanda. No hay duda de que su intención había sido buena y cordial, de que era una maravilla de criatura; pero hubiera sido preferible que aquel primer día me hubiese dejado sucumbir, en lugar de atraerme hacia el interior y hacia la profundidad de este mundo de la broma, confuso, raro y agitado, en el cual yo de todos modos habría de ser siempre un extraño y donde lo mejor de mi ser se derrumbaba y sufría horriblemente.

Y en este estado de ánimo apagué, lleno de tristeza, la luz de mi gabinete; lleno de tristeza, busqué la alcoba, empecé a desnudarme lleno de tristeza; entonces me llamó la atención un aroma desusado, olía ligeramente a perfume, y al volverme, vi acostada dentro de mi cama a la hermosa María, sonriendo algo asustada con sus grandes ojos azules.

–¡María! –dije.

Y mi primer pensamiento fue que mi casera me despediría cuando se enterara de esto.

–He venido –dijo ella en voz baja–. ¿Se ha enfadado usted conmigo?

–No, no. Ya sé que Armanda le ha dado a usted la llave. Bien esta.

–Oh, usted se ha enfadado. Me voy otra vez...

–No, hermosa María, quédese usted. Sólo que yo precisamente esta noche estoy muy triste, hoy no puedo estar alegre; acaso mañana pueda volver a estarlo.

Me había inclinado un poco hacia ella, entonces cogió mi cabeza con sus dos manos grandes y firmes, la atrajo hacia sí y me dio un beso largo. Luego me senté en la cama a su lado, cogí su mano, le rogué que hablara bajo, pues no debían oírnos, y le miré a la cara hermosa y plena. ¡Qué extraña y maravillosa descansaba allí sobre mi almohada, como una flor grande! Lentamente llevó mi mano a su boca, la metió debajo de la sábana y la puso sobre su cálido pecho, que respiraba tranquilamente.

–No es preciso que estés alegre –dijo–; ya me ha dicho Armanda que tienes penas. Ya puede una hacerse cargo. Oye, ¿te gusto todavía? La otra noche, al bailar, estabas muy entusiasmado.

La besé en los ojos, en la boca, en el cuello y en los pechos. Precisamente hacía poco había estado pensando en Armanda con amargura y en son de queja. Y ahora tenía en mis manos su presente y estaba agradecido. Las caricias de María no hacían daño a la música maravillosa que había escuchado yo aquella tarde, eran dignas de ella y como su realización. Lentamente fui levantando la sábana de la bella mujer, hasta llegar a sus pies con mis besos. Cuando me acosté a su lado, me sonreía omnisciente y bondadosa su cara de flor.

Aquella noche, junto a María, no dormí mucho tiempo, pero dormí profundamente y bien, como un niño. Y entre los ratos de sueño sorbí su hermosa y alegre juventud y aprendí en la conversación a media voz una multitud de cosas dignas de saberse acerca de su vida y de la de Armanda. Sabía muy poco de esta clase de criaturas y de vidas; sólo en el teatro había encontrado antes alguna vez existencias semejantes, hombres y mujeres, semiartistas, semimundanos. Ahora por vez primera miraba yo un poco en estas vidas extrañas, inocentes de una manera rara y de un modo raro pervertidas. Estas muchachas, pobres la mayor parte por su casa, demasiado inteligentes y demasiado bellas para estar toda su vida entregadas a cualquier ocupación mal pagada y sin alegría, vivían todas ellas unas veces de trabajos ocasionales, otras de sus gracias y de su amabilidad. En ocasiones se pasaban un par de meses tras una máquina de escribir, alguna temporada eran las entretenidas de hombres de mundo con dinero, recibían propinas y regalos, a veces vivían con abrigos de pieles en hoteles lujosos y con autos, en otras épocas en buhardillas, y para el matrimonio podía alguna vez ganárselas por medio de algún gran ofrecimiento, pero en general no llevaban esa idea. Algunas de ellas no ponían en el amor grandes afanes y sólo daban sus favores de mala gana y regateando el elevado precio. Otras, y a ellas pertenecía María, estaban extraordinariamente dotadas para lo erótico y necesitadas de cariño, la mayoría experimentadas también en el trato con los dos sexos; vivían exclusivamente para el amor, y al lado del amigo oficial, que pagaba, sostenían florecientes aún otras relaciones amorosas. Afanosas y ocupadas, llenas de preocupaciones y al mismo tiempo ligeras, inteligentes y a la vez inconscientes, vivían estas mariposas su vida tan pueril como refinada, con independencia, no en venta para cualquiera, esperando lo suyo de la suerte y del buen tiempo, enamoradas de la vida, y, sin embargo, mucho menos apegadas a ella que los burgueses, dispuestas siempre a seguir a su castillo a un príncipe de hadas y ciertas siempre de manera semiconsciente de un fin triste y difícil.

María me enseñó –en aquella primera noche singular y en los días siguientes– muchas cosas, no sólo lindos jugueteos desconocidos para mí y arrobamientos de los sentidos, sino también nueva comprensión, nuevos horizontes, amor nuevo. El mundo de los locales de baile y de placer, de los cines, de los bares y de las rotondas de los hoteles, que para mí, solitario y estético, seguía teniendo siempre algo de inferior, prohibido y degradante, era para María, Armanda y sus compañeras, sencillamente el mundo, ni bueno ni malo, ni odiado ni apetecible; en este mundo florecía su vida breve y llena de deseos; en él estaban ellas en su elemento y tenían experiencia. Les gustaba un champaña o un plato especial en el grill–room, como a uno de nosotros puede gustarnos un compositor o un poeta, y en un nuevo baile de moda o en la canción sentimental y pegajosa de un cantante de jazz ponían y derrochaban ellas el mismo entusiasmo, la misma emoción y ternura que uno de nosotros en Nietzsche o en Hamsun. María me hablaba de aquel guapo tocador de saxofón, Pablo, y de su song americano, que él les había cantado alguna vez, y hablaba de esto con un arrobamiento, una admiración y un cariño, que me emocionaba y conmovía mucho más que los éxtasis de cualquier gran erudito sobre goces artísticos elegidos con exquisito gusto. Yo estaba dispuesto a entusiasmarme con ella, fuese como quisiera el song; las frases amorosas de María, su mirada voluptuosamente radiante abrían amplias brechas en mi estética. Ciertamente que había algo bello, poco y escogido, que me parecía por encima de toda duda y discusión, a la cabeza de todo Mozart, pero ¿dónde estaba el límite? ¿No habíamos ensalzado de jóvenes todos nosotros, los conocedores y críticos, a obras de arte y artistas, que nos resultaban hoy muy dudosas y absurdas? ¿No nos había ocurrido esto con Liszt, con Wagner, a muchos hasta con Beethoven? ¿No era la floreciente emoción infantil de María por el song de América una impresión artística tan pura, tan hermosa, tan fuera de toda duda como la emoción de cualquier profesor por el Tristán o el éxtasis de un director de orquesta ante la Novena Sinfonía? ¿Y no se acomodaba todo esto a los puntos de vista del señor Pablo y le daba la razón?

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