El lobo estepario (26 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

BOOK: El lobo estepario
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–La idea equivocada y funesta de que el hombre sea una unidad permanente, le es a usted conocida. También sabe que el hombre consta de una multitud de almas, de muchísimos yos. Descomponer en estas numerosas figuras la aparente unidad de la persona se tiene por locura, la ciencia ha inventado para ello el nombre de esquizofrenia. La ciencia tiene en esto razón en cuanto es natural que ninguna multiplicidad puede dominarse sin dirección, sin un cierto orden y agrupamiento. En cambio, no tiene razón en creer que sólo es posible un orden único, férreo y para toda la vida, de los muchos sub–yos. Este error de la ciencia trae no pocas consecuencias desagradables; su valor está exclusivamente en que los maestros y educadores puestos por el Estado ven su trabajo simplificado y se evitan el pensar y la experimentación. Como consecuencia de aquel error pasan muchos hombres por «normales», y hasta por representar un gran valor social, que están irremisiblemente locos, y a la inversa, tienen a muchos por locos, que son genios. Nosotros completamos por eso la psicología defectuosa de la ciencia con el concepto de lo que llamamos arte reconstructivo. Al que ha experimentado la descomposición de su yo> le enseñamos que los trozos pueden acoplarse siempre en el orden que se quiera, y que con ellos se logra una ilimitada diversidad del juego de la vida. Lo mismo que los poetas crean un drama con un puñado de figuras, así construimos nosotros con las figuras de nuestros yos separados constantemente grupos nuevos, con distintos juegos y perspectivas, con situaciones eternamente renovadas. ¡Vea usted!

Con los dedos silenciosos e inteligentes, cogió mis figuras, todos los ancianos, jóvenes, niños y mujeres, todas las piececillas alegres y las tristes, las vigorosas y las débiles, las ágiles y las pesadas; las ordenó con rapidez sobre el tablero formando una combinación, en la que aquéllas se reunían al punto en grupos y familias, en juegos y en luchas, en amistades y en bandos enemigos, reflejando al mundo en miniatura. Ante mis ojos arrobados hizo moverse un rato al pequeño mundo lleno de agitación, y al mismo tiempo tan en orden; lo hizo jugar y luchar, concertar alianzas y librar batallas, comprometerse entre si, casarse, multiplicarse; era en efecto un drama de muchos personajes, interesante y movido.

Luego pasó la mano con un gesto sereno por el tablero, tumbó suavemente todas las figuras, las juntó en un montón y fue construyendo, artista complicado, con las mismas figuras un juego completamente nuevo, con grupos, relaciones y nexos diferentes en absoluto. El segundo juego se parecía al primero; era el mismo mundo, estaba compuesto del mismo material, pero la tonalidad había variado, el compás era distinto, los motivos estaban subrayados de otra manera, las situaciones, colocadas de otro modo.

Y así construyendo el inteligente artífice con las figuras, cada una de las cuales era un pedazo de mí mismo, numerosos juegos, todos parecidos entre sí desde cierta distancia, todos como pertenecientes al mismo mundo, como comprometidos al mismo origen, cada uno, sin embargo, enteramente nuevo.

–Esto es arte de vivir –dijo doctoralmente–; usted mismo puede ya de aquí en adelante seguir conformando y animando, complicando y enriqueciendo a su capricho el juego de su vida; está en su mano. Así como la locura, en un grado superior, es el principio de toda ciencia, así es la esquizofrenia el principio de todo arte, de toda fantasía. Hay sabios que se han dado cuenta ya de esto a medias, como puede comprobarse, por ejemplo, en
El cuerno maravilloso del príncipe
, aquel libro encantador, en el cual el trabajo penoso y aplicado de un sabio es ennoblecido por la cooperación genial de una multitud de artistas locos y encerrados en manicomios. Tome, guarde usted para sí sus figuritas; el juego le proporcionará placer aún muchas veces. La figura que hoy, haciendo de coco insoportable, le eche a perder el juego, mañana podrá usted degradarla, convirtiéndola en un comparsa insignificante. Usted, al juego siguiente, puede hacer una princesa de la pobre y simpática figurilla que durante toda una combinación parecía condenada a irremediable desventura. Le deseo que se divierta mucho, caballero.

Me incliné profundamente y, agradecido ante este inteligente jugador de ajedrez, guardé las figuritas en mi bolsillo y me retiré por la puerta angosta.

En realidad me había figurado que al momento me sentaría en el suelo en el corredor para jugar con las figuras horas enteras, toda una eternidad; pero apenas estuve otra vez en el pasillo luminoso y redondo del teatro, cuando nuevas corrientes, más fuertes que yo, me apartaron de esto. Un anuncio flameaba llamativo ante mis ojos:

M
ARAVILLOSA DOMA DEL
L
OBO
E
STEPARIO
.

Una pluralidad de sentimientos excitó dentro de mí esta inscripción; toda clase de angustias y de violencias de mi vida anterior, de la abandonada realidad, me oprimieron el corazón. Con mano temblorosa abrí la puerta y entré en una barraca de feria, allí vi una verja de hierro que me separaba del mísero escenario. Y en éste estaba un domador, un hombre de aspecto algo charlatán y pretencioso, el cual, a pesar del bigote grande, los brazos de abultados músculos y del traje de circo, se me parecía a mí mismo de un modo muy ladino y antipático. Este hombre forzudo conducía –espectáculo deplorable– de una cadena como a un perro a un lobo grande, hermoso, pero terriblemente demacrado y con una mirada de esclava timidez. Y resultaba tan repulsivo como interesante, tan feo y a la vez tan íntimamente divertido, ver a este hombre brutal presentar a la fiera tan noble, y al propio tiempo tan ignominiosamente sumisa, en una serie de trucos y escenas sensacionales.

El hombre aquel, mi maldita caricatura, había amaestrado a su lobo ciertamente de una manera portentosa. El animal obedecía atentamente a toda orden, reaccionaba como un perro a todo grito y zumbido de látigo, caía de rodillas, se hacía el muerto, imitaba a las personas, llevaba en sus fauces, obediente y gracioso, un panecillo, un huevo, un pedazo de carne, una cestita; es más, tenía que cogerle del suelo al domador el látigo que aquél había dejado caer y llevárselo en la boca, moviendo el rabo a la par con una zalamería insoportable. Le pusieron delante un conejo y luego un cordero blanco, y aunque es verdad que enseñaba los dientes y se le caía la baba con ávido temblor, no osó, sin embargo, tocar a ninguno de los animales, sino que a la voz de mando saltaba con elegante destreza por encima de ellos, que temblorosos estaban agazapados en el suelo, y hasta se echó entre el conejo y el cordero, abrazó a ambos con las patas de delante, formando con ellos un tierno grupo de familia. Y, además, comía de la mano del hombre una tableta de chocolate. Era un tormento presenciar hasta qué grado tan fantástico había aprendido este lobo a renegar de su naturaleza, y con todo ello, a mí se me ponían los pelos de punta.

De este tormento fue, sin embargo, compensado el agitado espectador en la segunda parte de la representación. En efecto, después de desarrollar aquel refinado programa de doma, y una vez que el domador se hubo inclinado triunfante con dulce sonrisa sobre el grupo del cordero y el lobo, se tornaron los papeles. El domador, parecido a Harry, puso de pronto su látigo con una reverencia a los pies del lobo y empezó a temblar, a encogerse y a adquirir un aspecto miserable, igual que antes la bestia. Pero el lobo se relamía riendo, el espasmo y la hipocresía se esfumaron, su mirada brillaba, todo su cuerpo adquirió vigor y floreció en su recuperada fiereza.

Y ahora era el lobo el que mandaba, y el hombre tenía que obedecer. A una orden cayó el hombre de rodillas; hacia el lobo, dejaba caer la lengua colgando; con los dientes empastados se arrancaba los vestidos del cuerpo. Iba marchando con dos o con cuatro pies, según lo ordenaba el domador; imitaba al hombre, se hacía el muerto, dejaba al lobo que cabalgara encima de él, iba detrás llevándole el látigo. Servil, inteligente, acomodaba su fantasía a toda humillación y a toda perversidad. Una bella muchacha vino a la escena, se acercó al hombre domesticado, acarició su barbilla, puso su cara junto a la de él, pero éste continuaba a cuatro patas, seguía siendo bestia, movió la cabeza y empezó a enseñarle los dientes a la hermosa muchacha, al final tan amenazador y lobuno, que ella huyó. Le trajeron chocolate, que despectivamente olisqueó y tiró a un lado. Y, por último, volvieron a sacar al cordero blanco y al conejo gordo y con manchas albas, y el dócil hombre dio de sí todo lo que sabía y representó el papel de lobo que era un encanto. Con los dedos y con los dientes agarró a los animalitos que no cesaban de chillar, les sacó tiras de pellejo y de carne, masticó, haciendo muecas, su carne viva, y bebió con delectación, ebrio y cerrando los ojos de gusto, su sangre caliente. Espantado, salí huyendo por la puerta. Vi que este teatro mágico no era un puro paraíso, todos los infiernos se ocultaban bajo su linda superficie. Oh, Dios, ¿es que aquí tampoco había redención?

Atemorizado, corrí de un lado para otro; notaba en la boca el gusto a sangre y el gusto a chocolate, lo uno tan repugnante como lo otro; deseaba ardientemente escapar de este turbulento oleaje; luché con fervor dentro de mí mismo por imágenes más agradables y más llevaderas. «¡Oh, amigos; no estos acordes!», resonaba dentro de mí, y con espanto me acordé de aquellas tremendas fotografías del frente, que se habían visto a veces durante la guerra, de aquellos montones de cadáveres apelotonados unos contra otros, cuyos rostros estaban transformados en sarcásticas muecas infernales por efecto de las caretas contra los gases. Cuán necio e infantil había sido yo entonces, yo, un enemigo de la guerra, con ideas filantrópicas, al indignarme por aquellos cuadros. Hoy sabía que ningún domador, ningún ministro, ningún general, ningún loco era capaz de incubar en su cerebro ideas e imágenes, que no vivieran tan espantosas, tan salvajes y perversas, tan bárbaras y tan insensatas dentro de mí mismo.

Al tomar aire para respirar me acordé de aquella inscripción, tras de la cual había visto antes, al empezar el teatro, correr tan impetuosamente al lindo mozalbete, de aquella inscripción que decía:

T
ODAS LAS MUCHACHAS SON TUYAS

Y me pareció que en fin de cuentas no había realmente nada tan codiciable como esto. Contento por poder abandonar de nuevo al maldito mundo lobuno, entré.

Extraño –tan encantador y a la vez tan hondamente familiar, que me horrorizó– me salió al paso aquí el aroma de mi juventud, la atmósfera de mis años de niño y de adolescente, y por mi corazón volvió a correr la sangre de entonces. Lo que acababa de hacer y de pensar y de ser, se derrumbó detrás de mí, y volví a ser joven. Hacía una hora todavía, hacía unos momentos, había creído saber muy bien lo que era amor, lo que eran deseos y anhelos; pero todo ello habían sido amor y anhelos de un viejo. Ahora era joven otra vez, y lo que sentía dentro de mí, este ardiente fuego vivo, este afán atrayente y poderoso, esta pasión disolvente como el viento de deshielo en el mes de marzo, era joven, nuevo y puro. ¡ Oh, cómo se inflamaban otra vez los fuegos olvidados, cómo resonaban hinchados y graves los tonos de antaño, cómo flameaba hirviente en la sangre, cómo gritaba y cantaba dentro de mi alma! Yo era un muchacho, de quince o dieciséis años; mi cabeza estaba llena de latín y griego y de hermosos versos; mis pensamientos, llenos de afán y de ambición; mis fantasías, llenas de ensueños artísticos; pero mucho más hondo, más fuerte y más terrible que todos estos fuegos abrasadores ardía y se agitaba dentro de mí el fuego del amor, el hambre sexual, el presentimiento devorador de la voluptuosidad.

Me encontré en pie sobre una roca dominando a mi pequeña ciudad natal; olía a viento de primavera y a las violetas tempranas; desde allí arriba se podía ver el reflejo del río al salir de la ciudad, y se veían también las ventanas de mi casa paterna, y todo ello miraba, resonaba y olía tan armoniosamente, tan nuevo y tan extasiado ante la creación, irradiaba con colores tan acusados y ondeaba al viento primaveral de modo tan sublime y transfigurado, como yo había visto al mundo en otro tiempo durante las horas más plenas y poéticas de mi primera juventud. En pie sobre la colina, sentía al viento acariciarme el largo cabello; con mano vacilante, perdido en amoroso anhelo soñador, arranqué del arbusto que empezaba a verdear un capullo nuevo medio abierto, lo estuve examinando, lo olí (y ya al olerlo se me volvió a aparecer ardiente todo lo de antes), después cogí jugando la pequeña florecilla verde entre mis labios, que aún no habían besado a ninguna muchacha, y empecé a mordisquearla. Y a este sabor fuerte y de amargo aroma me di cuenta de pronto con exactitud de lo que pasaba por mí: todo estaba allí otra vez. Volví a vivir una hora de mis últimos años de adolescente, un domingo por la tarde de la temprana primavera, aquel día en el cual en mi paseo solitario encontré a Rosa Kreisler y la saludé tan tímidamente y me enamoré de ella sin remedio...

En aquella ocasión había estado yo contemplando lleno de expectación temerosa a la hermosa muchacha que venía subiendo la montaña, sola y ensoñadora, y aún no me había visto; había mirado su cabello recogido en grandes trenzas y que, sin embargo, tenía a ambos lados de la cara bucles sueltos que jugueteaban y ondeaban al viento.

Había visto, por vez primera en mi vida, qué hermosa era esta muchacha, qué hermoso y fantástico este jugueteo del viento en su cabello delicado, qué hermosa e incitante la caída de su fino vestido azul sobre los miembros juveniles, y lo mismo que me había saturado el dulce y tímido placer y la angustia de la primavera con el sabor a especies amargas del capullo masticado, así también a la vista de la muchacha se apoderó de mí toda la concepción mortal del amor, la intuición de lo femenino, el presentimiento arrollador y emotivo de posibilidades y promesas enormes, de indecibles delicias, de turbaciones, temores y sufrimientos imaginables, de la más íntima redención y del más hondo sentido de la culpa. ¡Oh, cómo me quemaba la lengua el acre sabor de la primavera! ¡Oh, cómo soplaba el viento juguetón por entre el cabello suelto junto a sus mejillas encarnadas! Luego llegó muy cerca de mí, levantó los ojos y me reconoció, enrojeció suavemente un instante y volvió la vista; después la saludé yo con mi primer sombrero de hombre, y Rosa, repuesta en seguida, saludó un poco señoril y circunspecta, con la cara levantada, y pasó lentamente, serena y con aire de superioridad, envuelta en los miles deseos amorosos, anhelos y homenajes que yo le enviaba.

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