–Ea, vamos a cuidarnos primeramente de aquel pobre señor anciano –dijo Gustavo.
Y se dirigió al viajero, que aún continuaba pegado a su Sitio detrás del chófer muerto. Era un señor con el cabello gris, tenía abiertos los inteligentes ojos grises claros; pero parecía estar gravemente herido, por lo menos le salía sangre de la boca y el cuello lo tenía horrorosamente torcido y rígido.
–Permita usted, anciano; mi nombre es Gustavo. Nos hemos tomado la libertad de pegar un tiro a su chófer. ¿Podemos preguntar con quién tenemos el honor...? El viejo miraba fría y tristemente con sus pequeños ojos grises.
–Soy el fiscal Loering –dijo lentamente–. Ustedes no han asesinado sólo a mi chófer, sino a mí también; siento que esto se acaba. ¿Se puede saber por qué han disparado contra nosotros?
–Por exceso de velocidad.
–Nosotros veníamos con velocidad normal.
–Lo que ayer era normal, ya no lo es hoy, señor fiscal. Hoy somos de opinión que cualquier velocidad a la que pueda marchar un auto es excesiva. Nosotros destrozamos ahora los autos todos, y las demás máquinas también.
—¿También sus escopetas?
–También a ellas ha de llegarles su turno, si aún nos queda tiempo. Probablemente mañana o pasado estaremos liquidados todos. Usted no ignora que nuestro continente estaba horrorosamente sobrepoblado. Ahora ya va a sobrar aire.
–¿Y tiran ustedes a todo el mundo, sin distinción? –Claro. Por algunos puede sin duda que sea una lástima. Por ejemplo, por la dama joven y bella lo hubiera sentido mucho. ¿Es seguramente su hija?
–No, es mi mecanógrafa.
–Tanto mejor. Y ahora haga usted el favor de apearse, o permita usted que lo saquemos del coche, pues el coche ha de ser destruido.
–Prefiero que me destruyan ustedes con él.
–Como guste. Permita todavía una pregunta: usted es fiscal. Nunca he llegado a comprender cómo un hombre puede ser fiscal. Usted vive de acusar y de condenar a otras personas, por lo general, pobres diablos. ¿No es así?
–Así es. Yo cumplía con mi deber. Era mi profesión. Lo mismo que la profesión de verdugo es matar a los condenados por mí. Usted mismo se ha encargado, a lo que se ve, de idéntico oficio. Usted mata también.
–Exacto. Sólo que nosotros no matamos por obligación, sino por gusto, o mejor dicho, por disgusto, por desesperación del mundo. Por eso, matar nos proporciona cierta diversión. ¿No le ha divertido a usted nunca matar?
–Me está usted fastidiando. Tenga la bondad de terminar su cometido. Si la noción del deber le es a usted desconocida...
Calló y contrajo los labios, como si quisiera escupir. Pero no salió más que un poco de sangre que se quedó pegada a su barbilla.
–Espere usted –dijo cortésmente Gustavo–. La noción del deber ciertamente que no la conozco; no la conozco ya. En otro tiempo me dio mucho que hacer por razón de mi oficio; yo era profesor de Teología. Además fui soldado y estuve en la guerra. Lo que me parecía que era el deber y lo que me fue ordenado en toda ocasión por las autoridades y los superiores, todo ello no era bueno de verdad; hubiera preferido hacer siempre lo contrario. Pero aun cuando no conozca ya el concepto del deber, conozco, sin embargo, el de la culpa; acaso son los dos la misma cosa. Por haberme traído al mundo una madre, ya soy culpable, ya estoy condenado a vivir, estoy obligado a pertenecer a un Estado, a ser soldado, a pagar impuestos para armamentos. Y ahora, en este momento, la culpa de vivir me ha llevado otra vez, como antaño en la guerra, a tener que matar. Y en esta ocasión no mato con repugnancia, me he rendido a la culpa, no tengo nada en contra de que este mundo sobrecargado y necio salte en pedazos; yo ayudo con gusto, y con gusto sucumbo yo mismo a la vez.
El fiscal hizo un gran esfuerzo para sonreír un poco con sus labios llenos de sangre coagulada. No lo consiguió de un modo muy brillante; pero fue perceptible la buena intención.
–Está bien –dijo–; somos, pues, compañeros. Tenga la bondad de cumplir ahora con su deber, señor colega.
La linda muchacha se había sentado entretanto en el borde de la cuneta y estaba desmayada.
En este momento se oyó de nuevo la bocina de un coche que venía zumbando a toda marcha. Retiramos a la muchacha un poco a un lado, nos apretamos contra las rocas y dejamos al coche que llegaba chocar contra los restos del otro. Frenó violentamente y se encalabrinó hacia lo alto, pero se quedó parado indemne. Rápidamente cogimos nuestras escopetas y apuntamos a los recién llegados.
–¡Abajo del coche! –ordenó Gustavo–. ¡Manos arriba!
Tres hombres bajaron del auto y, obedientes, levantaron las manos.
–¿Es médico alguno de ustedes? –preguntó Gustavo.
Dijeron que no.
–Entonces tengan ustedes la bondad de sacar con cuidado de su asiento a este señor, está gravemente herido. Y luego llévenlo en el coche que han traído ustedes hasta la ciudad más próxima. ¡Vamos, manos a la obra!
Prontamente fue acomodado el viejo señor en el otro coche; Gustavo dio la orden y todos partieron precipitadamente.
Entretanto había vuelto en si nuestra mecanógrafa y había estado presenciando los acontecimientos. Me gustaba haber hecho este precioso botín.
–Señorita –dijo Gustavo–, ha perdido usted a su jefe. Es de suponer que por lo demás no tuviera mayores vínculos con usted. Queda usted contratada por mí. ¡Séanos un buen camarada! Ea, el tiempo apremia. Pronto se va a estar aquí poco confortablemente. ¿Sabe usted gatear, señorita? ¿Sí? Pues vamos allá. La cogeremos entre los dos y la ayudaremos.
Trepamos a nuestra cabaña del árbol los tres todo lo rápidamente posible. La señorita se puso mala arriba, pero tomó una copa de coñac y pronto estuvo tan repuesta que pudo apreciar la magnífica perspectiva sobre el lago y la montaña y hacernos saber que se llamaba Dora.
Al poco tiempo ya había llegado abajo un nuevo coche, el cual pasó con precaución junto al auto destrozado, sin pararse, y luego aceleró inmediatamente su velocidad.
–¡Pretencioso! –dijo riendo Gustavo, y echó abajo de un tiro al conductor. Bailó un poco el coche, dio un salto contra el muro, lo hundió en parte y se quedó pendiente, inclinado sobre el abismo.
–Dora –dije–, ¿sabe usted manejar escopetas?
No sabía, pero le enseñamos a cargar un fusil. Al principio estaba torpe y se hizo sangre en un dedo, lloró y pidió un tafetán. Pero Gustavo le explicó que estábamos en la guerra y que ella tenía que mostrar que era una muchacha valiente. Así se calmó.
–Pero ¿qué va a ser de nosotros? –preguntó ella luego.
–No lo sé –dijo Gustavo–. A mi amigo Harry le gustan las mujeres bonitas; él será su amigo de usted.
–Pero van a venir con policía y soldados y nos matarán.
–Ya no hay policía ni cosas de ésas. Nosotros podemos elegir, Dora. O nos quedamos aquí arriba tranquilamente y hacemos fuego contra todos los coches que quieran pasar, o tomamos a nuestra vez un coche, salimos corriendo y dejamos que otros nos tiroteen. Da igual tomar un partido u otro. Yo estoy porque nos quedemos aquí.
Abajo había ya otro coche, resonando hacia arriba su bocina.
Pronto se dio cuenta de él, y quedó tumbado, con las ruedas en alto.
–Es cómico –dije– que divierta tanto el pegar tiros. Y eso que yo era antes enemigo de la guerra.
Gustavo sonreía.
—Sí, es que hay demasiadas personas en el mundo. Antes no se notaba tanto. Pero ahora, que cada uno no sólo quiere respirar el aire que le corresponde, sino hasta tener un auto, ahora es cuando lo notamos precisamente. Claro que lo que hacemos no es razonable, es una niñada, como también la guerra era una niñada monstruosa. Andando el tiempo, la humanidad tendrá que aprender alguna vez a contener su multiplicación por medios de razón. Por el momento, reaccionamos contra el insufrible estado de cosas de una manera bastante poco razonable, pero en el fondo hacemos lo justo: reducimos el número.
–Sí –dije–; lo que hacemos es acaso una locura y, sin embargo, es probablemente bueno y necesario. No está bien que la humanidad esfuerce excesivamente la inteligencia y trate, con la ayuda de la razón, de poner orden en las cosas, que aún están lejos de ser accesibles a la razón misma. De aquí que surjan esos ideales como el del americano o el del bolchevique, que los dos son extraordinariamente razonables y que, sin embargo, violentan y despojan a la vida de un modo tan terrible, porque la simplifican de una forma tan pueril. La imagen del hombre, en otro tiempo un alto ideal, está a punto de convertirse en un cliché. Nosotros los locos acaso la ennoblecemos otra vez.
Riendo, respondió Gustavo:
–Muchacho, hablas de un modo extraordinariamente sensato; es un placer y da gusto prestar atención a este pozo de ciencia. Y quizá tengas hasta un poquito de razón. Pero haz el favor de cargar de nuevo tu escopeta, me resultas algo soñador de más. A cada momento pueden aparecer corriendo otra vez un par de cervatillos; a éstos no podemos matarlos con filosofía, no hay más remedio que tener balas en el cañón.
Vino un auto y cayó en seguida. La carretera estaba interceptada. Un superviviente, un hombre gordo y con la cabeza colorada, gesticulaba fiero junto a las máquinas destrozadas, buscó por todas partes con los ojos muy abiertos, descubrió nuestra guarida, vino corriendo dando grandes voces y disparó contra nosotros muchas veces hacia lo alto con un revólver.
–Váyase usted ya o disparo –gritó Gustavo hacia abajo.
El hombre le apuntó y disparó aún otra vez. Entonces lo abatimos con dos tiros. Aún llegaron dos coches, que tendimos por tierra. Luego se quedó silenciosa y vacía la carretera; la noticia de su peligro parecía haberse extendido. Tuvimos tiempo de observar el hermoso panorama. Al otro lado del lago había en el fondo una pequeña ciudad; allí empezó a elevarse una columna de humo, y pronto vimos cómo el fuego se propagaba de uno a otro tejado. También se oían disparos. Dora lloraba un poco; yo acaricié sus húmedas mejillas.
–¿Es que vamos a perecer todos? –preguntó.
Nadie le dio respuesta. Entretanto pasaba por abajo un caminante, vio en el suelo los automóviles destrozados, anduvo rebuscando en ellos, metió la cabeza dentro de uno, sacó una sombrilla de colores, un bolso de señora y una botella de vino, se sentó apaciblemente en el muro, bebió en la botella, comió algo liado en platilla que había en el bolso, vació por completo la botella y continuó alegre su camino, con la sombrilla apretada debajo del brazo. Se marchó pacíficamente, y yo le dije a Gustavo:
–¿Te sería ahora posible disparar a este tipo simpático y hacerle un agujero en la cabeza? Dios sabe bien que yo no podría.
–Tampoco se nos exige –gruñó mi amigo.
Pero también a él le había entrado en el ánimo cierta desazón. Apenas nos hubimos echado a la cara a una persona que se conducía todavía cándida, pacífica e infantilmente, que aún vivía en el estado de inocencia, al punto nos pareció tonta y repulsiva toda nuestra conducta, tan laudable y necesaria. ¡Ah, diablo, tanta sangre! Nos avergonzamos. Pero es fama que en la guerra alguna vez los mismos generales han tenido una sensación así.
–No permanezcamos más tiempo aquí –gimió Dora–; vamos a bajarnos. Con seguridad encontraremos en los coches algo que comer. ¿Es que vosotros no tenéis hambre, bolcheviques?
Allá abajo, al otro lado, en la ciudad ardiendo, empezaron a tocar las campanas a rebato y con angustia. Nos dispusimos al descenso. Cuando ayudé a Dora a trepar por encima del parapeto, le di un beso en la rodilla. Ella se echó a reír. En aquel momento cedieron las estacas y los dos nos precipitamos en el vacío...
* * *
De nuevo me encontré en el pasillo circular, excitado por la aventura cinegética. Y por doquiera, en las innumerables puertas, atraían las inscripciones:
M
UTABOR.
T
RANSFORMACIÓN EN LOS ANIMALES
Y PLANTAS QUE SE DESEE
.
K
AMASUTRAM
.
L
ECCIONES DE ARTE AMATORIO INDIO
.
C
URSO PARA PRINCIPIANTES
. C
UARENTA Y DOS
MÉTODOS DIFERENTES DE EJERCICIOS AMATORIOS
.
¡S
UICIDIO DELEITOSO
!
T
E MUERES DE RISA
.
¿Q
UIERE USTED ESPIRITUALIZARSE
?
S
ABIDURÍA ORIENTAL
.
¡Q
UIÉN TUVIERA MIL LENGUAS
!
S
ÓLO PARA CABALLEROS
.
D
ECADENCIA DE
O
CCIDENTE
.
P
RECIOS REDUCIDOS
. T
ODAVÍA INSUPERADA
.
Q
UINTAESENCIA DEL ARTE
.
L
A TRANSFORMACIÓN DEL TIEMPO EN ESPACIO
POR MEDIO DE LA MÚSICA
.
L
A LÁGRIMA RIENTE
.
G
ABINETE DE HUMORISMO
.
J
UEGOS DE ANACORETA
.
P
LENA COMPENSACIÓN PARA TODO SENTIDO DE SOCIABILIDAD
.
La serie de inscripciones continuaba ilimitada. Una decía:
I
NSTRUCCIONES PARA LA RECONSTRUCCIÓN
DE LA PERSONALIDAD
.
R
ESULTADO GARANTIZADO
.
Esto se me antojó interesante y entré en aquella puerta.
Me acogió una estancia a media luz y en silencio; allí estaba sentado en el suelo, sin silla, al uso oriental, un hombre que tenía ante sí una cosa parecida a un tablero grande de ajedrez. En el primer momento me pareció que era el amigo Pablo, por lo menos llevaba el hombre un batín de seda multicolor por el estilo y tenía los mismos ojos radiantes oscuros.
–¿Es usted Pablo? –pregunté.
–No soy nadie –declaró amablemente–. Aquí no tenemos nombres, aquí no somos personas. Yo soy un jugador de ajedrez. ¿Desea usted una lección acerca de la reconstrucción de la personalidad?
–Sí, se lo suplico.
–Entonces tenga la bondad de poner a mi disposición un par de docenas de sus figuras.
–¿De mis figuras?…
–Las figuras en las que ha visto usted descomponerse su llamada personalidad. Sin figuras no me es posible jugar.
Me puso un espejo delante de la cara, otra vez vi allí la unidad de mi persona descompuesta en muchos yos, su número parecía haber aumentado más. Pero las figuras eran ahora muy pequeñas, aproximadamente como figuras manejables de ajedrez, y el jugador, con sus dedos silenciosos y seguros, cogió unas docenas de ellas y las puso en el suelo junto al tablero. Luego habló como el hombre que repite un discurso o una lección dicha muchas veces: