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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

El lobo estepario (11 page)

BOOK: El lobo estepario
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La noche se desarrolló, a su vez, de un modo magnífico, en armonía con todo esto. Ante la casa de mi conocido me quedé parado un momento, mirando hacia arriba a las ventanas. Aquí vive este hombre –pensé–, y va haciendo año tras año su labor, lee y comenta textos, busca las relaciones entre las mitologías del Asia Menor y de la India, y al propio tiempo, está contento, pues cree en el valor de su trabajo, cree en la ciencia cuyo siervo es, cree en el valor de la mera ciencia, del almacenamiento, pues tiene fe en el progreso, en la evolución. No estuvo en la guerra, no ha experimentado el estremecimiento debido a Einstein de los fundamentos del pensamiento humano hasta hoy (esto cree él que importa sólo a los matemáticos), no ve cómo por todas partes se está preparando la próxima conflagración; estima odiosos a los judíos y a los comunistas, es un niño bueno, falto de ideas, alegre, que se concede importancia a sí mismo, es muy envidiable. Me decidí de golpe y entré, fui recibido por la criada con delantal blanco, y me fijé, por no sé qué presentimiento, con toda exactitud dónde llevaba mi sombrero y mi abrigo. Fui conducido a una habitación clara y templada e invitado a esperar, y en vez de musitar una oración o dormitar un poco, seguí un impulso juguetón y cogí en las manos el objeto más próximo que se me ofrecía. Era un cuadro pequeño con su marco, que tenía su puesto encima de la mesa redonda, obligado a estar de pie con una ligera inclinación por un soporte de cartulina en la parte posterior. Era un grabado y representaba al poeta Goethe, un anciano lleno de carácter y caprichosamente peinado, con el rostro bellamente dibujado, en el cual no faltaban ni los célebres ojos de fuego, ni el rasgo de soledad con un ligero velo de cortesanía, ni el aspecto trágico, en los cuales el pintor había puesto tan especial esmero. Había conseguido dar a este viejo demoníaco, sin perjuicio de su profundidad, un tinte algo académico y a la vez teatral de autodominio y de probidad, y representarlo, dentro de todo, como un viejo señor verdaderamente hermoso, que podía servir de adorno en toda casa burguesa. Probablemente este cuadro no era más necio que todos los cuadros de esta clase, todos estos lindos redentores, apóstoles, héroes, genios y políticos producidos por aplicados artífices; quizá me excitaba de aquella manera sólo por una cierta pedantería virtuosa; sea de ello lo que quiera, me puso de todos modos los pelos de punta, a mí que ya estaba suficientemente excitado y cargado, esta reproducción vanidosa y complacida de sí misma del viejo Goethe como un desacorde fatal y me hizo ver que no me hallaba en el lugar apropiado. Aquí estaban en su elemento maestros antiguos bellamente estilizados y grandezas nacionales, pero no lobos esteparios.

Si en aquel instante hubiera entrado el dueño de la casa, quizás hubiese tenido la suerte de poder llevar a cabo mi retirada con pretextos aceptables. Pero fue su mujer quien entró y yo me entregué a mi destino, aunque presintiendo la catástrofe. Nos saludamos, y a la primera disarmonía fueron siguiendo otras nuevas. La señora me felicitó por mi buen aspecto, y, sin embargo, yo tenía perfecta conciencia de cómo había envejecido en los años desde nuestro último encuentro; ya al darme ella la mano, me había hecho recordarlo fatalmente el dolor en los dedos atacados de gota. Sí, y a continuación me preguntó cómo estaba mi buena mujer, y hube de decirle que mi mujer me había abandonado y que nuestro matrimonio estaba disuelto. Respiramos cuando el profesor entró. También él me saludó cordialmente, y la tiesura y comicidad de la situación encontraron entonces la expresión más deliciosa que puede imaginarse. Traía un periódico en la mano, el diario a que estaba suscrito, un periódico del partido militarista e instigador de la guerra, y después de haberme dado la mano, señaló el periódico y refirió que allí se decía algo de un tocayo mío, un publicista Haller, que tenía que ser un mal bicho y un socio sin patria, que se había burlado del káiser y había expuesto su opinión de que su patria no era en nada menos culpable que los países enemigos en el desencadenamiento de la guerra. ¡Vaya un tipo que tenía que ser! Ah, pero aquí llevaba el mozo lo suyo, la redacción había dado buena cuenta del mal bicho y lo había puesto en la picota. Pasamos a otra cosa, cuando vio que este tema no me interesaba, pero los dos no pudieron pensar ni por asomo en la posibilidad de que aquel energúmeno estuviera sentado ante ellos, y, sin embargo, así era, el energúmeno era yo mismo. Bien, ¿a qué armar un escándalo e inquietar a la gente? Me reí en mi fuero interno, pero di ya por perdida la esperanza de gozar esta noche de nada agradable. Precisamente en aquel momento, cuando el profesor hablaba del traidor a la patria, Haller, se condensaba en mi el maligno sentimiento de depresión y desesperanza que se había ido amontonando en mi interior desde la escena del cementerio, y no había dejado de aumentar hasta convertirse en una tremenda opresión, en un malestar corporal (en el bajo vientre), en una sensación sofocante y angustiosa de fatalidad. Yo sentía que algo estaba en acecho contra mí, que un peligro me amenazaba por detrás. Afortunadamente llegó el aviso de que la comida estaba dispuesta. Fuimos al comedor, y en tanto que yo me esforzaba por decir una y otra vez, o por preguntar cosas indiferentes, iba comiendo más de lo que tenía por costumbre y me sentía más deplorable por momentos. ¡Dios mío! –pensaba–. ¿Por qué nos atormentamos de este modo? Me daba cuenta perfectamente de que mis anfitriones tampoco se sentían bien y de que su animación les costaba trabajo, ya porque yo produjera un efecto tan deplorable, ya porque hubiera acaso algún disgusto en la casa. Me preguntaron una multitud de cosas, a las cuales no se podía dar una respuesta sincera; pronto me hallé envuelto en una porción de verdaderos embustes y a cada palabra tenía que luchar con una sensación de asco. Por último, y para variar de rumbo, empecé a referir el entierro cuyo espectador había sido. Pero no lograba encontrar el tono, mis incursiones por el campo del humorismo producían un efecto desconcertante, cada vez nos íbamos apartando más; dentro de mí el lobo estepario se reía a mandíbula batiente, y a los postres estábamos todos, los tres, bien silenciosos.

Volvimos a aquella primera habitación para tomar café y licor, quizás esto viniera un poco en nuestro auxilio. Pero entonces me fijé de nuevo en el príncipe de los poetas, aunque había sido colocado a un lado sobre una cómoda. No podía desentenderme de él, y, no sin oír dentro de mí voces que me anunciaban el peligro, volví a tomarlo en la mano y empecé a habérmelas con él. Yo estaba como poseído del sentimiento de que la situación era insoportable, de que ahora había de lograr entusiasmar a mis huéspedes, arrebatarlos y templarlos a mi tono, o por el contrario, provocar de una vez la explosión.

–Es de suponer –dije– que Goethe en la realidad no haya tenido este aspecto. Esta vanidad y esta noble actitud, esta majestad lanzando amables miradas a los distinguidos circunstantes y bajo la máscara varonil de este mundo, de la más encantadora sentimentalidad. Mucho se puede tener ciertamente contra él, también yo tengo a veces muchas cosas contra el viejo lleno de suficiencia, pero representarlo así, no, eso es ya demasiado.

La señora de la casa acabó de servir el café con una cara de profundo sufrimiento, luego salió precipitadamente de la habitación, y su marido me confesó medio turbado, medio lleno de censura, que este retrato de Goethe pertenecía a su mujer, la cual sentía por él una predilección especial. «Y aunque objetivamente estuviera usted en lo cierto, lo que yo, por lo demás, pongo en tela de juicio, no tiene usted derecho a expresarse tan crudamente.»

–Tiene usted razón en esto –concedí–. Por desgracia, es una costumbre, un vicio en mí decidirme siempre por la expresión más cruda posible. Lo que por otra parte hacía también Goethe en sus buenos momentos. Es verdad que este melifluo y almibarado Goethe de salón no hubiese empleado nunca una expresión cruda, franca, inmediata. Pido a usted y a su señora mil perdones, tenga la bondad de decirle que soy esquizofrénico. Y, al propio tiempo, pido permiso para despedirme.

El caballero, lleno de azoramiento, no dejó de oponer algunas objeciones; volvió otra vez a decir, qué hermosos y llenos de estímulo habían sido en otro tiempo nuestros diálogos, más aún, que mis hipótesis acerca de Mitra y de Krichna le habían hecho profunda impresión, y que también hoy esperaba otra vez..., etc. Le di las gracias y le dije que estas eran palabras muy amables, pero que desgraciadamente mi interés por Krichna, lo mismo que mi complacencia en diálogos científicos habían desaparecido por completo y definitivamente, que hoy le había mentido una porción de veces, por ejemplo, que no llevaba en la ciudad algunos días, sino muchos meses, pero que hacía una vida para mí solo y que no estaba ya en condiciones de visitar casas distinguidas, porque en primer lugar siempre estoy de muy mal humor y atacado de gota, y en segundo término, borracho la mayor parte de las veces. Además, para dejar las cosas en su punto y por lo menos no quedar como un embustero, tenía que confesar al estimado señor que me había ofendido muy gravemente. Él había hecho suya la posición estúpida y obstinada digna de un militar sin ocupación, pero no de hombre de ciencia, en que se colocaba un periódico reaccionario con respecto a las opiniones de Haller. Que este «mozo» y socio sin patria Haller era yo mismo, y mejor le iría a nuestro país y al mundo, si al menos los contados hombres capaces de pensar se declararan partidarios de la razón y del amor a la paz, en vez de instigar ciegos y fanáticos a una nueva guerra. Esto es, y con ello, adiós.

Me levanté, me despedí de Goethe y del profesor, agarré mis cosas del perchero y salí corriendo. Con estrépito aullaba dentro de mi alma el lobo dañino. Una formidable escena se desarrolló entre los dos Harrys. Pues al punto comprendí claramente que esta hora vespertina poco reconfortante tenía para mí mucha más importancia que para el indignado profesor; para él era un desengaño y un pequeño disgusto; pero para mí, era un último fracaso y un echar a correr, era mi despedida del mundo burgués, moral y erudito, era una victoria completa del lobo estepario. Y era un despedirse vencido y huyendo, una propia declaración de quiebra, una despedida inconsolable, irreflexiva y sin humor. Me despedí de mi mundo anterior y de mi patria, de la burguesía, la moral y la erudición, no de otro modo que el hombre que tiene una úlcera de estómago se despide de la carne de cerdo. Furioso, corrí a la luz de los faroles, furioso y lleno de mortal tristeza. ¡Qué día tan sin consuelo había sido, tan vergonzante, tan siniestro, desde la mañana hasta la noche, desde el cementerio a la escena en casa del profesor! ¿Para qué? ¿Había alguna razón para seguir echando sobre sí más días como éste? ¡No! Y por eso había que poner fin esta noche a la comedia. ¡Vete a casa, Harry, y córtate el cuello! Bastante tiempo has esperado ya.

De un lado para otro corrí por las calles, en miserable estado. Naturalmente, había sido necio por mi parte manchar a la buena gente el adorno de su salón, era necio y grosero, pero yo no podía y no pude de ninguna manera otra cosa, ya no podía soportar esta vida dócil, de fingimiento y corrección. Y ya que por lo visto tampoco podía aguantar la soledad, ya que la compañía de mí mismo se me había vuelto tan indeciblemente odiada y me producía tal asco, ya que en el vacío de mi infierno me ahogaba dando vueltas, ¿qué salida podía haber todavía? No había ninguna. ¡Oh, padre y madre míos! ¡Oh, fuego sagrado lejano de mi juventud, oh vosotros, miles de alegrías, de trabajos y de afanes de mi vida! Nada de todo ello me quedaba, ni siquiera arrepentimiento, sólo asco y dolor. Nunca como en esta hora me parece que me había hecho tanto daño el mero tener que vivir.

En una desventurada taberna de las afueras descansé un momento, bebí agua con coñac, volví a seguir correteando, perseguido por el diablo, y a subir y a bajar las callejas empinadas y retorcidas de la parte antigua de la ciudad y ambular por los paseos, por la plaza de la estación. ¡Tomar un tren!, pensé. Entré en la estación, me quedé mirando fijamente a los itinerarios pegados en las paredes, bebí un poco de vino, traté de reflexionar. Cada vez más cerca, cada vez más distintamente comencé a ver el fantasma que tanto miedo me producía. Era la vuelta a mi casa, el retorno a mi cuarto, el tener que pararme ante la desesperación. A esto no podía escapar, aun cuando estuviera corriendo todavía horas enteras: al regreso hasta mi puerta, hasta la mesa con los libros, hasta el diván con el retrato de mi querida colgado encima; no podía escapar al momento en que tuviera que abrir la navaja de afeitar y darme un tajo en el cuello. Cada vez con mayor claridad se presentaba ante mí este cuadro, cada vez más distintamente; con violentos latidos del corazón, sentía yo la angustia de todas las angustias: el miedo a la muerte. Sí; tenía un horrible miedo a la muerte. Aun cuando no veía otra salida, aun cuando en torno se amontonaban el asco, el dolor y la desesperación, aun cuando ya nada estaba en condiciones de seducirme, ni de proporcionarme una alegría o una esperanza, me horrorizaba sin embargo de un modo indecible la ejecución, el último momento, el corte tajante y frío en la propia carne.

No veía medio alguno de sustraerme a lo temido. Si en la lucha entre la desesperación y la cobardía venciera hoy aun acaso la cobardía, mañana y todos los días habría de tener ante mí de nuevo a la desesperación, aumentada con el desprecio de mí mismo. Volvería a coger en la mano la navaja tantas veces y a dejarla después, hasta que al fin alguna vez estuviera desde luego consumado. Por eso, mejor hoy que mañana. Razonablemente, trataba de persuadirme a mí mismo como a un niño miedoso, pero el niño no escuchaba, se escapaba, quería vivir. Bruscamente seguí siendo arrastrado a través de la ciudad, en amplios círculos estuve dando vueltas en torno a mi vivienda, siempre con el regreso en la mente, siempre retardándolo. Acá y allá me entretenía en una taberna, para tomar una copa, para tomar dos copas; luego seguía mi correría, en amplio círculo alrededor del objeto, de la navaja de afeitar, de la muerte. Muerto de cansancio, estuve sentado varias veces en algún banco, en el borde de alguna fuente, en un guardacantón, oía palpitar el corazón, me secaba el sudor de la frente, volvía a correr, lleno de mortal angustia, lleno de ardiente deseo de vivir.

Así fui a dar, a la hora ya muy avanzada de la noche y por un suburbio extraviado y para mí casi desconocido, en un restaurante, detrás de cuyas ventanas resonaba violenta música de baile. Sobre la puerta leí al entrar un viejo letrero: «Al Águila Negra.» Dentro había ambiente de juerga, algarabía de muchedumbre, humo, vaho de vino y gritería; en el segundo salón se bailaba, allí se debatía furiosa la música de danza. Me quedé en el primer salón, lleno de gente sencilla, en parte vestida pobremente, en tanto que detrás, en la sala de baile, se divisaban también figuras elegantes. Empujado por la multitud de un lado a otro por el salón, fui apretado contra una mesa cerca del mostrador; en el diván junto a la pared estaba sentada una bonita muchacha pálida, con un ligero vestidito de baile, con gran escote, en el cabello una flor marchita. La muchacha me miró con atención y amablemente cuando me vio llegar; sonriendo, se hizo un poco a un lado y me dejó sitio.

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