Otro era que había que clasificarlo entre los suicidas. Aquí debe decirse que es erróneo llamar suicidas sólo a las personas que se asesinan realmente. Entre éstas hay, sin embargo, muchas que se hacen suicidas en cierto modo por casualidad y de cuya esencia no forma parte el suicidismo. Entre los hombres sin personalidad, sin sello marcado, sin fuerte destino, entre los hombres adocenados y de rebaño hay muchos que perecen por suicidio, sin pertenecer por eso en toda su característica al tipo de los suicidas, en tanto que, por otra parte, de aquellos que por su naturaleza deben contarse entre los suicidas, muchos, quizá la mayoría, no ponen nunca mano sobre sí en la realidad. El «suicida» –y Harry era uno– no es absolutamente preciso que esté en una relación especialmente violenta con la muerte; esto puede darse también sin ser suicida. Pero es peculiar del suicida sentir su yo, lo mismo da con razón que sin ella, como un germen especialmente peligroso, incierto y comprometido, que se considera siempre muy expuesto y en peligro, como si estuviera sobre el pico estrechísimo de una roca, donde un pequeño empuje externo o una ligera debilidad interior bastarían para precipitarlo en el vacío. Esta clase de hombres se caracteriza en la trayectoria de su destino porque el suicidio es para ellos el modo más probable de morir, al menos según su propia idea. Este temperamento, que casi siempre se manifiesta ya en la primera juventud y no abandona a estos hombres durante toda su vida, no presupone de ninguna manera una fuerza vital especialmente debilitada; por el contrario, entre los «suicidas» se hallan naturalezas extraordinariamente duras, ambiciosas y hasta audaces. Pero así como hay naturalezas que a la menor indisposición propenden a la fiebre, así estas naturalezas, que llamamos «suicidas», y que son siempre muy delicadas y sensibles, propenden, a la más pequeña conmoción, a entregarse intensamente a la idea del suicidio. Si tuviéramos una ciencia con el valor y la fuerza de responsabilidad para ocuparse del hombre y no solamente de los mecanismos de los fenómenos vitales, si tuviéramos algo como lo que debiera ser una antropología, algo así como una psicología, serían conocidas estas realidades de todo el mundo.
Lo que hemos dicho aquí acerca de los suicidas se refiere todo, naturalmente, a la superficie, es psicología, esto es, un pedazo de física. Metafísicamente considerada, la cuestión está de otro modo y mucho más clara, pues en este sentido los «suicidas» se nos ofrecen como los atacados del sentimiento de la individuación, como aquellas almas para las cuales ya no es fin de su vida sus propias perfección y evolución, sino su disolución, tornando a la madre, a Dios, al todo. De estas naturalezas hay muchísimas perfectamente incapaces de cometer jamás el suicidio real, porque han reconocido profundamente su pecado. Para nosotros, son, sin embargo, suicidas, pues ven la redención en la muerte, no en la vida; están dispuestos a eliminarse y entregarse, a extinguirse y volver al principio.
Como toda fuerza puede también convertirse en una flaqueza (es más, en determinadas circunstancias se convierte necesariamente), así puede a la inversa el suicida típico hacer a menudo de su aparente debilidad una fuerza y un apoyo, lo hace en efecto con extraordinaria frecuencia. Entre estos casos cuenta también el de Harry, el lobo estepario. Como millares de su especie, de la idea de que en todo momento le estaba abierto el camino de la muerte no sólo se hacía una trama fantástica melancólico–infantil, sino que de la misma idea se forjaba un consuelo y un sostén. Ciertamente que en él, como en todos los individuos de su clase, toda conmoción, todo dolor, toda mala situación en la vida, despertaba al punto el deseo de sustraerse a ella por medio de la muerte. Pero poco a poco se creó de esta predisposición una filosofía útil para la vida. La familiaridad con la idea de que aquella salida extrema estaba constantemente abierta, le daba fuerza, lo hacía curioso para apurar los dolores y las situaciones desagradables, y cuando le iba muy mal, podía expresar su sentimiento con feroz alegría, con una especie de maligna alegría: «Tengo gran curiosidad por ver cuánto es realmente capaz de aguantar un hombre. En cuanto alcance el límite de lo soportable, no habrá más que abrir la puerta y ya estaré fuera.» Hay muchos suicidas que de esta idea logran extraer fuerzas extraordinarias.
Por otra parte, a todos los suicidas les es familiar la lucha con la tentación del suicidio. Todos saben muy bien, en alguno de los rincones de su alma, que el suicidio es, en efecto, una salida, pero muy vergonzante e ilegal, que en el fondo, es más noble y más bello dejarse vencer y sucumbir por la vida misma que por la propia mano. Esta conciencia, esta mala conciencia, cuyo origen es el mismo que el de la mala conciencia de los llamados autosatisfechos, obliga a los suicidas a una lucha constante contra su tentación. Estos luchan, como lucha el cleptómano contra su vicio. También al lobo estepario le era perfectamente conocida esta lucha; con toda clase de armas la había sostenido. Finalmente, llegó, a la edad de unos cuarenta y siete años, a una ocurrencia feliz y no exenta de humorismo, que le producía gran alegría. Fijó la fecha en que cumpliera cincuenta años como el día en el cual había de poder permitirse el suicidio. En dicho día, así lo convino consigo mismo, habría de estar en libertad de utilizar la salida para caso de apuro, o no utilizarla, según el cariz del tiempo. Aunque le pasase lo que quisiera, aunque se pusiera enfermo, perdiese su dinero, experimentara sufrimientos y amarguras, ¡todo estaba emplazado, todo podía a lo sumo durar estos pocos años, meses, días, cuyo número iba disminuyendo constantemente! Y, en efecto, soportaba ahora con mucha más facilidad muchas incomodidades que antes lo martirizaban más y más tiempo, y acaso lo conmovían hasta los tuétanos. Cuando por cualquier motivo le iba particularmente mal, cuando a la desolación, al aislamiento y a la depravación de su vida se le agregaban además dolores o pérdidas especiales, entonces podía decirles a los dolores: «¡Esperad dos años no más y seré vuestro dueño!» Y luego se abismaba con cariño en la idea de que el día en que cumpliera los cincuenta años, llegarían por la mañana las cartas y las felicitaciones, mientras que él, seguro de su navaja de afeitar, se despedía de todos los dolores y cerraba la puerta tras sí. Entonces verían la gota en las articulaciones, la melancolía, el dolor de cabeza y el dolor de estómago dónde se quedaban.
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Aún resta explicar el fenómeno específico del lobo estepario y, sobre todo, su relación particular con la burguesía, refiriendo estos hechos a sus leyes fundamentales. Tomemos como punto de partida, puesto que ello se ofrece por sí mismo, aquella su relación con lo «burgués».
El lobo estepario estaba, según su propia apreciación, completamente fuera del mundo burgués, ya que no conocía ni vida familiar ni ambiciones sociales. Se sentía en absoluto como individualidad aislada, ya como ser extraño y enfermizo anacoreta, ya como hipernormal, como un individuo de disposiciones geniales y elevado sobre las pequeñas normas de la vida corriente. Consciente, despreciaba al hombre burgués y tenía a orgullo no serlo. Esto no obstante, vivía en muchos aspectos de un modo enteramente burgués; tenía dinero en el Banco y ayudaba a parientes pobres, es verdad que se vestía sin atildamiento, pero con decencia y para no llamar la atención; procuraba vivir en buena paz con la Policía, con el recaudador de contribuciones y otros poderes parecidos. Pero, además, lo atraía también un fuerte y secreto afán constante hacia el mundo de la pequeña burguesía, hacia las tranquilas y decentes casas de familia, con jardinillos limpios, escaleras relucientes y toda su modesta atmósfera de orden y de pulcritud. Le gustaba tener sus pequeños vicios y sus extravagancias, sentirse extraburgués, como ente raro o como genio, pero no habitaba ni vivía nunca, por decirlo así, en los suburbios de la vida, donde no hay burguesía ya. Ni estaba en su elemento entre los hombres violentos y de excepción, ni entre los criminales y mal avenidos con la ley, sino que se quedaba siempre viviendo en los dominios de la burguesía, con cuyos hábitos, normas y ambiente no dejaba de estar en relación, aunque fuera antagónica y rebelde. Además, se había criado en una educación de pequeña burguesía y había conservado desde entonces una multitud de conceptos y rutinas. Teóricamente no tenía nada contra la prostitución, pero hubiera sido incapaz de tomar en serio personalmente a una prostituta y de considerarla realmente como su igual. Al acusado de delitos políticos, al revolucionario o al inductor espiritual perseguido por el Estado y por la sociedad podía estimar como a un hermano, pero con un ladrón, salteador o asesino no hubiese sabido qué hacerse, como no fuera compadecerlos de un modo un tanto burgués.
De esta manera reconocía y afirmaba siempre con una mitad de su ser y de su actividad, lo que con la otra mitad negaba y combatía. Educado con severidad y buenas costumbres en una casa culta de la burguesía, estaba siempre apegado con parte de su alma a los órdenes de este mundo, aun después de haberse individualizado hacía mucho tiempo por encima de toda medida posible en un ambiente burgués y de haberse libertado del contenido ideal y del credo de la burguesía.
Lo «burgués», pues, como un estado siempre latente dentro de lo humano, no es otra cosa que el ensayo de una compensación, que el afán de un término medio de avenencia entre los numerosos extremos y dilemas contrapuestos de la humana conducta. Si tomamos como ejemplo cualquiera de estos dilemas de contraposición, a saber, el de un santo y un libertino, se comprenderá al punto nuestra alegría. El hombre tiene la facultad de entregarse por entero a lo espiritual, al intento de aproximación a lo divino, al ideal de los santos. Tiene también, por el contrario, la facultad de entregarse por completo a la vida del instinto, a los apetitos sensuales y de dirigir todo su afán a la obtención de placeres del momento. Uno de los caminos acaba en el santo, en el mártir del espíritu, en la propia renunciación y sacrificio por amor a Dios. El otro camino acaba en el libertino, en el mártir de los instintos, en el propio sacrificio en aras de la descomposición y el aniquilamiento. Ahora bien, el burgués trata de vivir en un término medio confortable entre ambas sendas. Nunca habrá de sacrificarse o de entregarse ni a la embriaguez ni al ascetismo, nunca será mártir ni consentirá en su aniquilamiento. Al contrario, su ideal no es sacrificio, sino conservación del yo, su afán no se dirige ni a la santidad ni a lo contrario; la incondicionalidad le es insoportable; sí quiere servir a Dios, pero también a los placeres del mundo; sí quiere ser virtuoso, pero al mismo tiempo pasarlo en la tierra un poquito bien y con comodidad. En resumen, trata de colocarse en el centro, entre los extremos, en una zona templada y agradable, sin violentas tempestades ni tormentas, y esto lo consigue, desde luego, aun a costa de aquella intensidad de vida y de sensaciones que proporciona una existencia enfocada hacia lo incondicional y extremo. Intensivamente no se puede vivir más que a costa del yo. Pero el burgués no estima nada tanto como al yo (claro que un yo desarrollado sólo rudimentariamente). A costa de la intensidad alcanza seguridad y conservación; en vez de posesión de Dios, no cosecha sino tranquilidad de conciencia; en lugar de placer, bienestar; en vez de libertad, comodidad; en vez de fuego abrasador, una temperatura agradable. El burgués es consiguientemente por naturaleza una criatura de débil impulso vital, miedoso, temiendo la entrega de sí mismo, fácil de gobernar. Por eso ha sustituido el poder por el régimen de mayorías, la fuerza por la ley, la responsabilidad por el sistema de votación.
Es evidente que este ser débil y asustadizo, aun existiendo en cantidad tan considerable, no puede sostenerse, que por razón de sus cualidades no podría representar en el mundo otro papel que el de rebaño de corderos entre lobos errantes. Sin embargo, vemos que, aunque en tiempos de los gobiernos de naturalezas muy vigorosas el ciudadano burgués es inmediatamente aplastado contra la pared, no perece nunca, y a veces hasta se nos antoja que domina en el mundo. ¿Cómo es esto posible? Ni el gran número de sus rebaños, ni la virtud, ni el
common sense
, ni la organización serían lo bastante fuertes para salvarlo de la derrota. No hay medicina en el mundo que pueda sostener a quien tiene la intensidad vital tan debilitada desde el principio. Y sin embargo, la burguesía vive, es poderosa y próspera. ¿Por qué?
La respuesta es la siguiente: por los lobos esteparios. En efecto, la fuerza vital de la burguesía no descansa en modo alguno sobre las cualidades de sus miembros normales, sino sobre las de los extraordinariamente numerosos outsiders que puede contener aquélla gracias a lo desdibujado y a la elasticidad de sus ideales. Viven siempre dentro de la burguesía una gran cantidad de temperamentos vigorosos y fieros. Nuestro lobo estepario, Harry, es un ejemplo característico. Él, que se ha individualizado mucho más allá de la medida posible a un hombre burgués, que conoce las delicias de la meditación, igual que las tenebrosas alegrías del odio a todo y a sí mismo, que desprecia la ley, la virtud y el common sense es un adepto forzoso de la burguesía y no puede sustraerse a ella. Y así acampan en torno de la masa burguesa, verdadera y auténtica, grandes sectores de la humanidad, muchos millares de vidas y de inteligencias, cada una de las cuales, aunque se sale del marco de la burguesía y estaría llamada a una vida de incondicionalidades, es, sin embargo, atraída por sentimientos infantiles hacia las formas burguesas y contagiada un tanto de su debilitación en la intensidad vital, se aferra de cierta manera a la burguesía, quedando de algún modo sujeta, sometida y obligada a ella. Pues a ésta le cuadra, a la inversa, el principio de los poderosos: «Quien no está contra mí, está conmigo.»
Si examinamos en este aspecto el alma del lobo estepario, se nos manifiesta éste como un hombre al cual su grado elevado de individuación lo clasifica ya entre los no burgueses, pues toda individuación superior se orienta hacia el yo y propende luego a su aniquilamiento. Vemos cómo siente dentro de sí fuertes estímulos, tanto hacia la santidad como hacia el libertinaje, pero a causa de alguna debilitación o pereza no pudo dar el salto en el insondable espacio vacío, quedando ligado al pesado astro materno de la burguesía. Esta es su situación en el Universo, éste su atadero. La inmensa mayoría de los intelectuales, la mayor parte de los artistas pertenecen a este tipo. Únicamente los más vigorosos de ellos traspasan la atmósfera de la tierra burguesa y llegan al cosmos, todos los demás se resignan o transigen, desprecian la burguesía y pertenecen a ella sin embargo, la robustecen y glorifican, al tener que acabar por afirmarla para poder seguir viviendo. Estas numerosas existencias no llegan a lo trágico, pero sí a un infortunio y a una desventura muy considerables, en cuyo infierno han de cocerse y fructificar sus talentos. Los pocos que consiguen desgarrarse con violencia, logran lo absoluto y sucumben de manera admirable; son los trágicos, su número es reducido. Pero a los otros, a los que permanecen sometidos, cuyos talentos son con frecuencia objeto de grandes honores por parte de la burguesía, a éstos les está abierto un tercer imperio, un mundo imaginario, pero soberano: estos mártires perpetuos, a los cuales les es negada la potencia necesaria para lo trágico, para abrirse camino hasta los espacios siderales, que se sienten llamados hacia lo absoluto y, sin embargo, no pueden vivir en él: a ellos se les ofrece, cuando su espíritu se ha fortalecido y se ha hecho elástico en el sufrimiento, la salida acomodaticia al humorismo. El humorismo es siempre un poco burgués, aun cuando el verdadero burgués es incapaz de comprenderlo. En su esfera imaginaria encuentra realización el ideal enmarañado y complicado de todos los lobos esteparios: aquí es posible no sólo afirmar a la vez al santo y al libertino, plegando los polos hasta juntarlos, sino comprender además en la afirmación al propio burgués. Al poseído de Dios le es, sin duda, muy posible afirmar al criminal, y viceversa; pero a ambos, y a todos los otros seres absolutos, les es imposible afirmar aquel término tibio y neutral, lo burgués. Sólo el humorismo, el magnífico invento de los detenidos en su llamamiento hacia lo más grande, de los casi trágicos, de los infelices de la máxima capacidad, sólo el humorismo (quizás el producto más característico y más genial de la humanidad) lleva a cabo este imposible, cubre y combina todos los círculos de la naturaleza humana con las irradiaciones de sus prismas. Vivir en el mundo, como si no fuera el mundo, respetar la ley y al propio tiempo estar por encima de ella, poseer, «como si no se poseyera», renunciar, como si no se tratara de una renunciación –tan sólo el humorismo está en condiciones de realizar todas estas exigencias, favoritas y formuladas con frecuencia, de una sabiduría superior de la vida.