Quiso levantarse, pero le costó trabajo y no me rechazó cuando traté de ayudarle un poco. Permanecí en silencio; pero había sucumbido, lo mismo que antes le había pasado a mi tía, a algún encanto que a veces pedía ejercer este hombre extraño. Despacio subimos juntos la escalera, y delante de su puerta, ya con la llave en la mano, me miró de nuevo expresivo y muy amable a la cara y dijo:
—
¿Viene usted de su despacho? Vaya, de eso no entiendo una palabra; yo vivo como apartado, un poco al margen, ¿sabe usted? Pero creo que a usted le interesan también los libros y cosas parecidas; su tía me ha dicho alguna vez que usted ha terminado bien sus estudios del Gimnasio y que ha sido un buen conocedor del griego. Esta mañana, leyendo a Novalis, he encontrado una frase. ¿Me permite usted que se la enseñe? Le gustará mucho.
Me hizo entrar con él en su habitación, donde olía fuertemente a tabaco; sacó un libro de un montón de ellos, hojeó, buscó...
—
Esta también está bien, muy bien —dijo—; escuche usted la frase: "Hay que estar orgulloso del dolor; todo dolor es un recuerdo de nuestra condición elevada." ¡Magnifico! ¡Ochenta años antes que Nietzsche! Pero no es ésta la sentencia a que yo me refería; espere usted, aquí la tengo. Vea: "La mayor parte de los hombres no quieren nadar antes de saber." ¿No es esto espiritual? ¡No quieren nadar, naturalmente! Han nacido para la tierra, no, para el agua. Y, naturalmente, no "quieren pensar: como que han sido creados para la vida, ¡no para pensar! Claro, y el que piensa, el que hace del pensar lo principal, ese podrá acaso llegar muy lejos en esto; pero ese precisamente ha confundido la tierra con el agua, y un día u otro se ahogará.
Ya estaba yo fascinado y lleno de interés, y me quedé con él un momento, y a partir de aquel día no era raro que en la escalera o en la calle, cuando nos encontrábamos, hablásemos un poco. Al principio, en aquellas ocasiones, lo mismo que ante la araucaria, no dejaba yo de tener un poco la sensación de que se burlaba de mí. Pero no era así. A mí, lo mismo que a la araucaria, nos tenía verdadero respeto, estaba tan conscientemente convencido de su aislamiento, de su natación en el agua, de su desarraigo, que sin pizca de sarcasmo podía llegar a veces a entusiasmarse ante cualquier acto corriente de la vida burguesa cotidiana; por ejemplo, la puntualidad con que yo iba a mi oficina, o la expresión proferida por un criado o por un conductor de tranvía. En un principio me parecía esto bastante ridículo y exagerado, una especie de extravagancia señoril o bohemia, un sentimentalismo artificioso. Pero cada vez más hube de ver que desde su espacio vacío, desde su modo de ser extraño y su lobuznez esteparia, le admiraba nuestro pequeño mundo burgués y lo amaba, como a lo firme y seguro, como a lo lejano e inasequible, como al hogar y a la paz, hacia los cuales no había camino alguno para él. Ante nuestra asistenta, una buena y pobre mujer, se quitaba siempre el sombrero con no fingido respeto, y cuando mi tía hablaba alguna vez con él, o le llamaba la atención acerca de la necesidad de alguna reparación en su ropa o de algún botón que se le caía a su abrigo, entonces escuchaba con una atenta y extraña consideración como si se afanara indecible y desesperadamente por penetrar, por una rendija cualquiera, en este pequeño mundo pacífico y aclimatarse a él, aunque no fuera más que por una hora.
Ya en la primera conversación, ante la araucaria, se llamó a sí mismo lobo estepario, y también esto me sorprendió y me molestó bastante. ¿A qué venían esas expresiones? Pero acabé por dejar valer la palabra no sólo por costumbre, sino que pronto yo entre mí, en mis pensamientos, no nombraba a aquel hombre de otra manera más que lobo estepario, y aun hoy no sabría un apelativo más a propósito para este fenómeno. Un lobo estepario perdido entre nosotros, dentro de las ciudades, en medio de los rebaños
—
más convincente no podría presentarlo otra metáfora, ni a su misántropo aislamiento, a su rudeza e inquietud, a su nostalgia por un hogar de que carecía.
Una vez pude observarlo toda una velada en un concierto sinfónico, en donde, para mi sorpresa, lo vi sentado cerca de mí, sin que él se diera cuenta. Primero, tocaron algo de Händel, una música noble y bella; pero el lobo estepario estaba en su butaca abismado en sí mismo, sin conexión ni con la música ni con cuanto lo rodeaba. Ausente, solitario y extraño, estaba sentado con una expresión fría, pero llena de preocupaciones, y mirando en el vacío. Luego vino otra pieza, una pequeña sinfonía de Friedemann Bach, y entonces vi con asombro, cómo a los pocos compases mi forastero empezaba a sonreír y a entregarse, se reconcentró dentro de sí y durante diez minutos apareció tan dichosamente abstraído y entregado a ensueños tan venturosos, que yo atendía más a él que a la música. Cuando la pieza hubo terminado, despertó, se sentó más derecho, hizo ademán de levantarse y parecía que quería irse; pero permaneció sentado y escuchó aún la última parte; eran unas variaciones de Negar, una música que por muchos es considerada como algo lánguida y fatigante. Y también el lobo estepario, que al principio todavía había escuchado atentamente y con buena voluntad, volvió a extraviarse, metió las manos en los bolsillos y se reconcentró de nuevo dentro de sí; pero ahora no feliz y en ensueños, sino triste y al final irritado; su cara estaba otra vez lejos, con un tinte gris y apagada; daba la impresión de viejo y enfermo y descontento.
Después del concierto volví a verlo en la calle y fui siguiéndolo; embutido en su gabán, caminaba como cansado y sin gana en dirección a nuestro barrio; pero se quedó parado ante un pequeño restaurante pasado de moda, miró indeciso al reloj y acabó por entrar. Yo seguí un impulso del momento y entré tras él. Allí estaba sentado, en una mesa modestita del café; la encargada y la camarera lo saludaron como a parroquiano conocido, yo saludé también y fui a sentarme a su lado. Una hora estuvimos allí, y mientras yo tomé dos vasos de agua mineral, se hizo servir él medio litro, y luego un cuarto más, de vino tinto. Yo dije que había estado en el concierto; pero él no quiso abordar el tema. Leyó la etiqueta de mi botella y me preguntó si no quería beber vino, a lo que me invitaba. Cuando oyó que yo no bebía vino nunca, puso una vez más su cara irremediable y dijo:
—
Sí, tiene usted razón. Yo también he vivido en continencia durante muchos años y he ayunado mucho tiempo; pero actualmente estoy otra vez bajo el signo de Acuario, un signo oscuro y húmedo.
Y cuando yo, en broma, recogí esta alusión e indiqué cuán poco probable me resultaba que precisamente él creyera en la Astrología, volvió a adoptar el tono demasiado cortés, que a menudo me molestaba, y dijo:
—
Muy exacto; tampoco en esta ciencia puedo creer, por desgracia.
Me despedí y salí, y él no volvió a casa hasta muy tarde por la noche; pero su paso era el de costumbre, y, como siempre, no se fue a la cama en seguida (yo oía esto perfectamente desde mi cuarto vecino), sino que aún se entretuvo en su gabinete como una hora entera con la luz encendida.
Tampoco he podido olvidar otra tarde. Estaba yo solo en casa; mi tía había salido y llamaron a la puerta, y cuando abrí me hallé ante una señora joven y muy guapa, y al preguntarme ella por el señor Haller, la reconocí: era la de la fotografía de su cuarto. Le mostré la puerta y me retiré; ella permaneció arriba un rato, pero pronto los oí bajar la escalera los dos juntos y salir animados y muy contentos conversando de buen humor. Me extrañó mucho que el anacoreta tuviese una querida, y tan joven, guapa y elegante, y todas mis suposiciones sobre él y su vida se me volvieron otra vez confusas. Pero antes de una hora tornó él a casa, solo, con su paso pesado y triste, subió penosamente la escalera y estuvo largas horas en su gabinete, paseando despacio de un lado a otro, exactamente lo mismo que un lobo en su jaula; toda la noche, casi hasta por la mañana, hubo luz en su cuarto.
Sobre estas relaciones no sé nada, y sólo he de agregar: otra vez lo vi junto con aquella señora en una calle de la ciudad. Iban del brazo, y él parecía feliz; volvió a admirarme cuánta gracia y hasta ingenuidad podía tener en ocasiones su rostro solitario y preocupado, y comprendí a aquella mujer y comprendí la simpatía de mi tía por este hombre. Pero también aquel día regresó por la noche triste y digno de lástima; me lo encontré en la puerta de la calle; llevaba consigo debajo del abrigo, como más de cuatro veces, la botella de vino italiano, y con ella estuvo sentado media noche arriba en su madriguera. Me daba mucha lástima. Pero ¿qué vida tan impotente, desolada y perdida era la suya?
Bien, ya se ha hablado bastante. No se necesitan más informes ni narraciones para indicar que el lobo estepario llevaba la vida de un suicida. Y, sin embargo, no creo que se quitara la vida en aquella ocasión en que inopinadamente y sin despedirse, pero después de abonar todo lo que tenía pendiente, abandonó un buen día nuestra ciudad y desapareció. No hemos vuelto a oír nada más de él, y aún conservamos algunas cartas que llegaron a su dirección. No se dejó otra cosa más que un manuscrito, compuesto durante su estancia en ésta, y que con pocos renglones me dedicó a mí, con la observación de que podía hacer de él lo que se me antojara.
No me ha sido posible comprobar, en cuanto a su contenido de realidad, los sucesos que refiere el manuscrito de Haller. No dudo de que en su mayor parte son ficciones; pero no en el sentido de invenciones arbitrarias, sino a modo de un ensayo de expresión para representar procesos anímicos hondamente vividos con el ropaje de sucesos visibles. Los incidentes, en gran parte fantásticos, en el trabajo de Haller proceden probablemente de la última época de su permanencia entre nosotros, y yo no dudo de que les sirve de base un trozo de vida real externa. En aquel tiempo mostraba, en efecto, nuestro huésped una conducta y un aspecto cambiados; estaba muchas horas fuera de casa, hasta noches enteras, y sus libros permanecían sin que les hiciera caso. Las pocas veces en que por entonces lo encontré, parecía sorprendentemente animado y rejuvenecido, algunas verdaderamente alegre. Claro que inmediatamente después seguía una nueva y grave depresión, se quedaba los días enteros en la cama sin sentir necesidad de comer, y por aquella época cae también una pelotera extraordinariamente violenta, puede decirse que brutal, con su querida recién surgida de nuevo, escándalo que puso en revolución a toda la casa y por el cual Haller, al día siguiente, fue a pedir perdón a mi tía.
No, estoy persuadido de que no se ha quitado la vida. Vive todavía; por cualquier parte va subiendo y bajando, sobre sus piernas cansadas, las escaleras de casa extrañas; en cualquier parte está mirando fijamente suelos relucientes de parquet y araucarias pulcramente cuidadas; pasa los días en las bibliotecas y las noches en los colmados, o está tendido sobre un sofá alquilado; desde sus ventanas oye vivir al mundo y a los hombres y se sabe excluido, pero no se mata, pues un resto de fe le dice que tiene que apurar hasta el fin dentro de su corazón este sufrimiento, este tremendo sufrimiento, que es de lo que, a la postre, habrá de morir. Yo pienso con frecuencia en él; no me ha hecho la vida más fácil, no tuvo el don de apoyar y fomentar en mi lo fuerte y alegre, ¡oh, al contrario! Pero yo no soy él, y yo no llevo su clase de vida, sino la mía: una vida minúscula y burguesa, pero asegurada y llena de deberes. Y de este modo podemos pensar en él con calma y amistad yo y mi tía, la cual sabría contar de él más que yo; pero eso queda guardado en su corazón bondadoso.
* * *
Por lo que atañe a las anotaciones de Haller, estas fantasías maravillosas, en parte enfermizas, en parte bellas y llenas de ideas, he de decir que seguramente hubiera tirado con indignación estas hojas, si hubiesen caído en mis manos y su autor no me hubiera sido conocido. Pero por mi trato con Haller me ha sido posible comprenderlas en parte y hasta aprobarlas. Tendría escrúpulos de comunicarlas a los demás, si viera en ellas únicamente las fantasías patológicas de un pobre melancólico aislado. Pero en ellas veo algo más: un documento de la época, pues la enfermedad síquica de Haller es —hoy lo sé— no la quimera de un sólo individuo, sino la enfermedad del siglo mismo, la neurosis de aquella generación a la que Haller pertenece, enfermedad de la cual no son atacadas sólo las personas débiles e inferiores, sino precisamente las fuertes, las espirituales, las de más talento.
Estas anotaciones —y da lo mismo que tengan, por base mucho o poco de sucesos reales —son un intento de vencer la gran enfermedad de la época no con medios indirectos ni paliativos, sino procurando hacer a la misma enfermedad el objeto de la exposición. Significan literalmente un paseo por el infierno, un paseo, ora lleno de angustia, ora animoso, a través del caos de un mundo síquico en tinieblas, emprendido con la voluntad de atravesar el infierno, mirar frente a frente al caos, soportar el mal hasta el fin.
Unas palabras de Haller me han dado la clave para comprenderlo así. Una vez, después de una conversación acerca de las llamadas crueldades en la Edad Media, me dijo:
—
Esas crueldades no lo son en realidad. Un hombre de la Edad Media execraría todo el estilo de nuestra vida actual no ya como cruel, sino como atroz y bárbaro. Cada época, cada cultura, cada costumbre y tradición tienen su estilo, tienen sus ternuras y durezas peculiares, sus crueldades y bellezas; consideran ciertos sufrimientos como naturales; aceptan ciertos males con paciencia. La vida humana se convierte en verdadero dolor, en verdadero infierno sólo allí donde dos épocas, dos culturas o religiones se entrecruzan. Un hombre de la antigüedad que hubiese tenido que vivir en la Edad Media se habría asfixiado tristemente, lo mismo que un salvaje tendría que asfixiarse en medio de nuestra civilización. Hay momentos en los que toda una generación se encuentra extraviada entre dos épocas, entre dos estilos de la vida, de tal suerte, que tiene que perder toda naturalidad, toda norma, toda seguridad e inocencia. Es claro que no todos perciben esto con la misma intensidad. Una naturaleza como Nietzsche hubo de sufrir la miseria actual con más de una generación por anticipado; lo que él, solitario e incomprendido, hubo de gustar hasta la saciedad, lo están soportando hoy millares de seres.
Muchas veces he tenido que recordar estas palabras al leer las anotaciones. Haller pertenece a aquellos que se han enzarzado entre dos épocas, que se han salido de toda seguridad e inocencia, a aquellos cuyo sino es vivir todos los enigmas de la vida humana sublimados como infierno y tormento en su propia persona