Pero, en fin, nuestro lobo estepario ha descubierto dentro de sí, al menos, la duplicidad fáustica; ha logrado hallar que a la unidad de su cuerpo no le es inherente una unidad espiritual, sino que, en el mejor de los casos, sólo se encuentra en camino, con una larga peregrinación por delante, hacia el ideal de esta armonía. Quisiera o vencer dentro de sí al lobo y vivir enteramente como hombre o, por el contrario, renunciar al hombre y vivir, al menos, como lobo, una vida uniforme, sin desgarramientos. Probablemente no ha observado nunca con atención a un lobo auténtico; hubiese visto entonces quizá que tampoco los animales tienen un alma unitaria, que también en ellos, detrás de la bella y austera forma del cuerpo, viven una multiplicidad de afanes y de estados; que también el lobo tiene abismos en su interior, que también el lobo sufre. No, con la «¡Vuelta a la naturaleza!» va siempre el hombre por un falso camino, lleno de penalidades y sin esperanzas. Harry no puede volver a convertirse enteramente en lobo, y silo pudiera, vería que tampoco el lobo es a su vez nada sencillo y originario, sino algo ya muy complicado y complejo. También el lobo tiene dos y más de dos almas dentro de su pecho de lobo, y quien desea ser un lobo incurre en el mismo olvido que el hombre de aquella canción: «¡Feliz quien volviera a ser niño!» El hombre simpático, pero sentimental, que canta la canción del niño dichoso, quisiera volver también a la naturaleza, a la inocencia, a los principios, y ha olvidado por completo que los niños no son felices en absoluto, que son capaces de muchos conflictos, de muchas desarmonías, de todos los sufrimientos.
Hacia atrás no conduce, en suma, ninguna senda, ni hacia el lobo ni hacia el niño. En el principio de las cosas no hay sencillez ni inocencia; todo lo creado, hasta lo que parece más simple, es ya culpable, es ya complejo, ha sido arrojado al sucio torbellino del desarrollo y no puede ya, no puede nunca más nadar contra corriente. El camino hacia la inocencia, hacia lo increado, hacia Dios, no va para atrás, sino hacia delante; no hacia el lobo o el niño, sino cada vez más hacia la culpa, cada vez más hondamente dentro de la encarnación humana. Tampoco con el suicidio, pobre lobo estepario, se te saca de apuro realmente; tienes que recorrer el camino más largo, más penoso y más difícil de la humana encarnación; habrás de multiplicar todavía con frecuencia tu duplicidad; tendrás que complicar aún más tu complicación. En lugar de estrechar tu mundo, de simplificar tu alma, tendrás que acoger cada vez más mundo, tendrás que acoger a la postre al mundo entero en tu alma dolorosamente ensanchada, para llegar acaso algún día al fin, al descanso. Por este camino marcharon Buda y todos los grandes hombres, unos a sabiendas, otros inconscientemente, mientras la aventura les salía bien. Nacimiento significa desunión del todo, significa limitación, apartamiento de Dios, penosa reencarnación. Vuelta al todo, anulación de la dolorosa individualidad, llegar a ser Dios quiere decir: haber ensanchado tanto el alma que pueda volver a comprender nuevamente al todo.
No se trata aquí del hombre que conoce la escuela, la economía política ni la estadística, ni del hombre que a millones anda por la calle y que no tiene más importancia que la arena o que la espuma de los mares: da lo mismo un par de millones más o menos; son material nada más. No, nosotros hablamos aquí del hombre en sentido elevado, del término del largo camino de la encarnación humana, del hombre verdaderamente regio, de los inmortales. El genio no es tan raro como quiere antojársenos con frecuencia; claro que tampoco es tan frecuente, como se figuran las historias literarias y la historia universal y hasta los periódicos. El lobo estepario Harry, a nuestro juicio, sería genio bastante para intentar la aventura de la encarnación humana, en lugar de sacar a colación lastimeramente a cada dificultad su estúpido lobo estepario.
Que hombres de tales posibilidades salgan del paso con lobos esteparios y «hay viviendo dos almas en mi pecho», es tan extraño y entristecedor como que muestren con frecuencia aquella afición cobarde a lo burgués. Un hombre capaz de comprender a Buda, un hombre que tiene noción de los cielos y abismos de la naturaleza humana, no debería vivir en un mundo en el que dominan el common sense, la democracia y la educación burguesa. Sólo por cobardía sigue viviendo en él, y cuando sus dimensiones lo oprimen, cuando la angosta celda de burgués le resulta demasiado estrecha, entonces se lo apunta a la cuenta del «lobo» y no quiere enterarse de que a veces el lobo es su parte mejor. A todo lo fiero dentro de silo llama lobo y lo tiene por malo, por peligroso, por terror de los burgueses; pero él, que cree, sin embargo, ser un artista y tener sentidos delicados, no es capaz de ver que fuera del lobo, detrás del lobo, viven otras muchas cosas en su interior; que no es lobo todo lo que muerde; que allí habitan además zorro, dragón, tigre, mono y ave del paraíso. Y que todo este mundo, este completo edén de miles de seres, terribles y lindos, grandes y pequeños, fuertes y delicados, es ahogado y apresado por el mito del lobo, lo mismo que el verdadero hombre que hay en él es ahogado y preso por la apariencia de hombre, por el burgués.
Imagínese un jardín con cien clases de árboles, con mil variedades de flores, con cien especies de frutas y otros tantos géneros de hierbas. Pues bien: si el jardinero de este jardín no conoce otra diferenciación botánica que lo «comestible» y la «mala hierba», entonces no sabrá qué hacer con nueve décimas partes de su jardín, arrancará las flores más encantadoras, talará los árboles más nobles, o los odiará y mirará con malos ojos. Así hace el lobo estepario con las mil flores de su alma. Lo que no cabe en las casillas de «hombre» o de «lobo», ni lo mira siquiera. ¡Y qué de cosas no clasifica como «hombre»! Todo lo cobarde, todo lo simio, todo lo estúpido y minúsculo, como no sea muy directamente lobuno, lo cuenta al lado del «hombre», así como atribuye al lobo todo lo fuerte y noble sólo porque aún no consiguiera dominarlo.
Nos despedimos de Harry. Lo dejamos seguir solo su camino. Si ya estuviese con los inmortales, si ya hubiera llegado allí donde su penosa marcha parece apuntar, ¡cómo miraría asombrado este ir y venir, este fiero e irresoluto zigzag de su ruta, cómo sonreiría a este lobo estepario, animándolo, censurándolo, con lástima y con complacencia!
F
IN DEL TRACTAT
DEL
L
OBO
E
STEPARIO
Cuando hube terminado de leer, se me ocurrió que algunas semanas antes había escrito una noche una poesía un tanto singular que también trataba del lobo estepario. Estuve buscándola en el torbellino de mi revuelta mesa de escritorio, la encontré y leí:
Yo voy, lobo estepario, trotando
por el mundo de nieve cubierto;
del abedul sale un cuervo volando,
y no cruzan ni liebres ni corzas el campo desierto.
Me enamora una corza ligera,
en el mundo no hay nada tan lindo y hermoso;
con mis dientes y zarpas de fiera
destrozara su cuerpo sabroso.
Y volviera mi afán a mi amada,
en sus muslos mordiendo la carne blanquísima
y saciando mi sed en su sangre por mí derramada,
para aullar luego solo en la noche tristísima.
Una liebre bastara también a mi anhelo;
dulce sabe su carne en la noche callada y oscura.
¡Ay! ¿Por qué me abandona en letal desconsuelo
de la vida la parte más noble y más pura?
Vetas grises adquiere mi rabo peludo;
voy perdiendo la vista, me atacan las fiebres;
hace tiempo que ya estoy sin hogar y viudo
y que troto y que sueno con corzas y liebres
que mi triste destino me ahuyenta y espanta.
Oigo al aire soplar en la noche de invierno,
hundo en nieve mi ardiente garganta,
y así voy llevando mi mísera alma al infierno.
Allí tenía yo, pues, dos retratos míos en la mano; el uno, un autorretrato en malos versos, triste y receloso como mi propia persona; el otro, frío y trazado con apariencia de alta objetividad por persona extraña, visto desde fuera y desde lo alto, escrito por uno que sabía más y al propio tiempo también menos que yo mismo. Y estos dos retratos juntos, mi poesía melancólica y vacilante y el inteligente estudio de mano desconocida, los dos me hacían daño, los dos tenían razón, ambos dibujaban con sinceridad mi existencia sin consuelo, ambos mostraban claramente lo insoportable e insostenible de mi estado. Este lobo estepario debía morir, debía poner fin con propia mano a su odiosa existencia, o debía, fundido en el fuego mortal de una nueva autoinspección, transformarse, arrancarse la careta y sufrir otra vez una autoencarnación. ¡Ay! Este proceso no me era raro y desconocido; lo sabía, lo había vivido ya varias veces, siempre en épocas de extrema desesperación. Cada vez en este trance que me desgarraba terriblemente las entrañas, había saltado roto en pedazos mi yo de cada época, siempre lo habían sacudido violentamente y lo habían destrozado potencias del abismo, cada vez me había hecho traición un trozo favorito y especialmente amado de mi vida y lo había perdido para siempre. En una ocasión hube de perder mi buen nombre burgués juntamente con mi fortuna y aprender a renunciar a la consideración de aquellos que hasta entonces se habían quitado el sombrero delante de mí. Otra vez, de la noche a la mañana, se vino abajo mi vida familiar: mi mujer, atacada de locura, me había arrojado de mi casa y de mis comodidades; el amor y la confianza se habían trocado repentinamente en odio y guerra a muerte; llenos de compasión y de desprecio me miraban los vecinos. Entonces empezó mi aislamiento. Y más tarde, al cabo de los años, años amargos y difíciles, después de haberme construido, en severa soledad y penosa disciplina de mí mismo, una nueva vida ascético– espiritual y un nuevo ideal y de haber logrado cierta tranquilidad y alteza en el vivir, entregado a ejercicios intelectuales y a una meditación ordenada con severidad, se me vino abajo también nuevamente esta forma de vida, perdiendo en un momento su elevado y noble sentido; de nuevo me lanzó por el mundo en fieros y fatigosos viajes, se me amontonaban nuevos sufrimientos y nueva culpa. Y cada vez, al arrancarme una careta, al derrumbamiento de un ideal, precedía este horrible vacío y quietud, este mortal acorralamiento, aislamiento y carencia de relaciones, este triste y sombrío infierno de la falta de afectos y de desesperanza, como también ahora tenía que volver a soportar.
En todos estos sacudimientos de mi vida salía al final ganando alguna cosa, eso no podía negarse, algo de espiritualidad, de profundidad, de liberación; pero también algo de soledad, de ser incomprendido, de desaliento. Mirada desde el punto de vista burgués, mi vida había sido, de una a otra de estas sacudidas, un constante descenso, una distancia cada vez mayor de lo normal, de lo permitido, de lo saludable. En el curso de los años había perdido profesión, familia y patria; estaba al margen de todos los grupos sociales, solo, amado de nadie, mirado por muchos con desconfianza, en conflicto amargo y constante con la opinión pública y con la moral; y aunque seguía viviendo todavía dentro del marco burgués era yo, sin embargo, con todo mi sentir y mi pensar, un extraño en medio de este mundo. Religión, patria, familia, Estado, habían perdido su valor para mí y no me importaban ya nada; la pedantería de la ciencia, de las profesiones, de las artes, me daba asco; mis puntos de vista, mi gusto, toda mi manera de pensar, con la cual yo en otro tiempo había sabido brillar como un hombre de talento y admirado, estaba ahora olvidada y en abandono y era sospechosa a la gente. Aunque en todas mis dolorosas transformaciones hubiera ganado algo invisible e imponderable, caro había tenido que pagarlo, y de una a otra vez mi vida se había vuelto más dura, más difícil, más solitaria y peligrosa. En verdad que no tenía ningún motivo para desear una continuación de este camino, que me llevaba a atmósferas cada vez más enrarecidas, iguales a aquel humo en la canción de otoño de Nietzsche.
¡Ah, ya lo creo, yo conocía esos trances, estos cambios que el destino tiene reservados a sus hijos predilectos y más descontentadizos, demasiado bien los conocía! Los conocía como un cazador ambicioso, pero desafortunado, conoce las etapas de una cacería, como un viejo jugador de Bolsa puede conocer las etapas de la especulación, de la ganancia, de la inseguridad, de la vacilación, de la quiebra. ¿Habría de vivir yo esto ahora otra vez en la realidad? ¿Todo este tormento, toda esta errante miseria, todos estos aspectos de la bajeza y poco valor del propio yo, todo este terrible miedo ante la derrota, toda esta angustia de muerte? ¿No era más prudente y sencillo evitar la repetición de tantos sufrimientos, quitarse de en medio? Ciertamente que era más sencillo y más prudente. Y aunque lo que se afirmaba en el folleto del lobo estepario acerca de los «suicidas» fuera así o de otra manera, nadie podía impedirme la satisfacción de ahorrarme con ayuda del gas, la navaja de afeitar o la pistola la repetición de un proceso, cuyo amargo dolor había tenido que gustar, en efecto, tantas veces y tan hondamente. No, por todos los diablos, no había poder en el mundo que pudiera exigir de mí pasar una vez más por las pruebas de un encuentro conmigo mismo, con todos sus horrores de muerte, de una nueva conformación, de una nueva encarnación, cuyo término y fin no era de ningún modo paz y tranquilidad, sino siempre nueva autodestrucción, en todo caso nueva autoconformación. Y aunque el suicidio fuese estúpido, cobarde y ordinario, aunque fuese una salida vulgar y vergonzante para huir de este torbellino de los sufrimientos, cualquier salida, hasta la más ignominiosa, era deseable; aquí no había comedia de nobleza y heroísmo, aquí estaba yo colocado ante la sencilla elección entre un pequeño dolor pasajero y un sufrimiento infinito que quema lo indecible. Con frecuencia bastante en mi vida tan difícil y tan descarriada había sido yo el noble Don Quijote, había preferido el honor a la comodidad, el heroísmo a la razón. ¡Basta ya y acabemos con todo ello!
Por los cristales bostezaba ya la mañana, la mañana plomiza y condenada a un día lluvioso de invierno, cuando por fin me metí en la cama. A la cama llevé conmigo mi resolución. Pero a última hora, en el último límite de la conciencia, en el instante de quedarme dormido, brilló como un relámpago ante mí durante un segundo aquel pasaje admirable del librito del lobo estepario, en donde se hablaba de los «inmortales», y a esto se unía el recuerdo, que en mi interior se despertaba, de que en alguna ocasión, y precisamente la última vez hacía muy poco tiempo, me había sentido lo bastante cerca de los inmortales para saborear con ellos, en un compás de música antigua, toda su sabiduría serena, esclarecida y sonriente. Esto se despertó en mí, volvió a brillar y se extinguió, y, pesado como una montaña, se posó el sueño sobre mi frente.