El lobo estepario (15 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

BOOK: El lobo estepario
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–Así te lo parece –dijo lacónicamente–, y eso es bueno.

Y ahora cruzó por su rostro, que en efecto me era como un espejo mágico, una densa nube de seriedad; de pronto toda esta cara no expresaba ya sino circunspección y sentido trágico, sin fondo, como si mirara de los ojos vacíos de una máscara. Lentamente, cual si fuesen saliendo a la fuerza las palabras, dijo:

–Tú, no olvides lo que me has dicho. Has dicho que yo te mande, que para ti sería una alegría obedecer todas mis órdenes. No lo olvides. Has de saber, pequeño Harry, que lo mismo que a ti te pasa conmigo, que mi cara te da respuesta, que algo dentro de mí sale a tu encuentro y te inspira confianza, exactamente lo mismo me pasa también a mí contigo. Cuando el otro día te vi entrar en el «Águila Negra», tan cansado y ausente y ya casi fuera de este mundo, entonces presentí al punto: éste ha de obedecerme, éste se consume porque yo le dé órdenes. Y he de hacerlo. Por eso te hablé y por eso nos hemos hecho amigos.

De este modo habló ella, llena de grave seriedad, bajo una fuerte presión del alma, hasta el punto de que yo no podía seguirla y traté de tranquilizarla y de desviarla. Ella se desentendió con una contracción de las cejas, me miró imperativa y continuó con una voz de entera frialdad:

–Has de cumplir tu palabra, amigo, o ha de pesarte. Recibirás muchas órdenes mías y las acatarás, órdenes deliciosas, órdenes agradables, te será un placer obedecerías. Y al final habrás de cumplir mi última orden también, Harry.

–La cumpliré –dije medio inconsciente–. ¿Cuál habrá de ser tu última orden para mí?

– Sin embargo, yo la presentía ya, sabe Dios por qué.

Ella se estremeció como bajo los efectos de un ligero escalofrío y parecía que lentamente despertaba de su letargo. Sus ojos no se apartaban de mí. De pronto se puso aún más sombría.

–Sería prudente en mí no decírtelo. Pero no quiero ser prudente, Harry, esta vez no. Quiero precisamente todo lo contrario. Atiende, escucha. Lo oirás, lo olvidarás otra vez, te reirás de ello, te hará llorar. Atiende, pequeño. Voy a jugar contigo a vida o muerte, hermanito, y quiero enseñarte mis cartas boca arriba antes de que empecemos a jugar.

¡Qué hermosa era su cara, qué supraterrena, cuando decía esto! En los ojos flotaba serena y fría una tristeza de hielo, estos ojos parecían haber sufrido ya todo el dolor imaginable y haber dicho amén a todo. La boca hablaba con dificultad y como impedida, algo así como se habla cuando a uno le ha paralizado la cara un frío terrible. Pero entre los labios, en las comisuras de la boca, en el jugueteo de la punta de la lengua, que sólo rara vez se hacía visible, no fluía, en contraposición con la mirada y con la voz, más que dulce y juguetona sensualidad, íntimo afán de placer. En la frente callada y serena pendía un corto bucle, de allí, de ese rincón de la frente con el bucle irradiaba de cuando en cuando como hálito de vida aquella ola de parecido a un muchacho, de magia hermafrodita. Lleno de angustia estaba escuchándola, y, sin embargo, como aturdido, como presente sólo a medias.

–Yo te gusto –continuó ella–, por el motivo que ya te he dicho: he roto tu soledad, te he recogido precisamente ante la puerta del infierno y te he despertado de nuevo. Pero quiero de ti más, mucho más. Quiero hacer que te enamores de mí. No, no me contradigas, déjame hablar. Te gusto mucho, de eso me doy cuenta, y tú me estás agradecido, pero enamorado de mí no lo estás. Yo voy a hacer que lo estés, esto pertenece a mi profesión; como que vivo de eso, de poder hacer que los hombres se enamoren de mí, Pero entérate bien: no hago esto porque te encuentre francamente encantador. No estoy enamorada de ti, Harry, tan poco enamorada como tú de mí. Pero te necesito, como tú me necesitas. Tú me necesitas actualmente, de momento, porque estás desesperado y te hace falta un impulso que te eche al agua y te vuelva a reanimar. Me necesitas para aprender a bailar, para aprender a reír, para aprender a vivir. Yo, en cambio, también te necesito a ti, no hoy, más adelante, para algo muy importante y hermoso. Te daré mi última orden cuando estés enamorado de mí, y tú obedecerás, y ello será bueno para ti y para mí.

Levantó un poco en la copa una de las orquídeas de color violeta oscuro, con sus fibras verdosas; inclinó su rostro un momento sobre ella y estuvo mirando fijamente la flor.

–No te ha de ser cosa fácil, pero lo harás. Cumplirás mi mandato y me matarás. Esto es todo. No preguntes nada.

Con los ojos fijos aún en la orquídea, se quedó callada, su rostro perdió la violencia. Como un capullo que se abre, fue libertándose de la tensión y el peso, y de pronto se pintó en sus labios una sonrisa encantadora, en tanto que los ojos aún continuaron un momento inmóviles y fascinados. Luego sacudió la cabeza con el pequeño mechón varonil, bebió un trago de agua, volvió a darse cuenta de pronto de que estábamos comiendo y cayó con alegre apetito sobre los manjares.

Yo había escuchado con toda claridad palabra a palabra su siniestro discurso, llegando hasta a adivinar su «última orden», antes de que ella la expresara, y ya no me asustó con él «me matarás». Todo lo que iba diciendo me sonaba convincente y fatal, lo aceptaba y no me defendía contra ello, y sin embargo, a pesar de la terrible severidad con que había hablado, era para mí todo sin verdadera realidad ni para tomarlo en serio. Una parte de mi alma aspiraba sus palabras y las creía, otra parte de mi alma asentía bondadosa y comprendiendo que esta Armanda tan inteligente, sana y segura, tenía por lo visto también sus fantasías y sus estados crepusculares. Apenas hubo resonado su última palabra, se extendió por toda la escena un velo de irrealidad y de ineficiencia.

De todos modos, yo no podía dar el salto a lo probable y real con la misma ligereza equilibrista que Armanda.

–¿De manera que un día he de matarte? –pregunté, soñando en voz baja, mientras ella volvía a su risa y trinchaba con afán su ración de ave.

–Naturalmente –asintió ella, como de paso–; basta ya de eso; es hora de comer. Harry, sé amable y pídeme todavía un poco de ensalada. ¿Tú no tienes apetito? Voy creyendo que has de empezar por aprender todo lo que en los demás hombres se sobreentiende por sí mismo, hasta la alegría de comer. Mira, pues, esto es un muslito de pato, y cuando uno desprende del hueso la magnífica carne blanca, entonces es una delicia, y uno se siente tan lleno de apetito, de expectación y de gratitud como un enamorado cuando ayuda a su amada por primera vez a quitarse el corpiño. ¿Me has entendido? ¿No? eres un borrego. Atiende, voy a darte un trocito de este bello muslo de pato, ya verás. Así, ¡Abre la boca! ¡Qué estúpido eres! ¡Pues no ha tenido que mirar a hurtadillas a los demás comensales, para comprobar que no lo ven coger un bocado de mi tenedor! No tengas cuidado, tú, hijo perdido, no te pondré en evidencia. Pero si para divertirte necesitas el permiso de los demás, entonces eres verdaderamente un pobre diablo.

Cada vez más irreal iba haciéndose la anterior escena, cada vez más increíble que estos ojos hubiesen podido mirar tan desencajados y fijos hace aún pocos minutos, con tanta gravedad y tan terriblemente. Oh, en esto era Armanda como la vida misma: siempre momento, no mas, nunca calculable de antemano. Ahora estaba comiendo, y el muslo de pato y la ensalada, la tarta y el licor se tomaban en serio, y se hacían objeto de alegría y de crítica, de conversación y de fantasía. Cuando un plato era retirado, empezaba un nuevo capítulo. Esta mujer, que me había penetrado tan perfectamente, que parecía saber de la vida más que todos los sabios, se dedicaba a ser niña, al pequeño juego de la vida del momento, con un arte que me convirtió desde luego en su discípulo. Y lo mismo da que fuese todo ello alta sabiduría o sencillísima candidez. Quien sabía vivir de esta manera el momento, quien vivía de este modo tan actual y sabía estimar tan cuidadosa y amablemente toda flor pequeña del camino, todo minúsculo valor sin importancia del instante, éste estaba por encima de todo y no le importaba nada la vida. Y esta alegre criatura, con su buen apetito, con su buen gusto retozón, ¿era al propio tiempo una soñadora y una histérica que se deseaba la muerte, o una despierta calculadora que, conscientemente y con toda frialdad quería enamorarme y hacerme su esclavo? Esto no podía ser. No; se entregaba sencillamente al momento de tal suerte, que estaba abierta por entero, lo mismo que a toda ocurrencia placentera, también a todo fugitivo y negro horror de lejanas profundidades del alma y lo gustaba hasta el fin.

Esta Armanda, a la que hoy veía yo por segunda vez, sabía todo lo mío, no me parecía posible tener nunca ya un secreto para ella. Podía ocurrir que ella acaso no hubiese comprendido del todo mi vida espiritual; en mis relaciones con la música, con Goethe, con Novalis o Baudelaire no podría acaso seguirme, pero también esto era muy dudoso, probablemente tampoco le costaría trabajo. Y aunque así fuera, ¿qué quedaba ya de mi «vida espiritual»? ¿No había saltado todo en astillas y no había perdido su sentido? Todo lo demás que me importaba, todos mis otros problemas personales, éstos sí había de comprenderlos, en ello no tenía yo duda. Pronto hablaría con ella del lobo estepario, del tratado, de tantas y tantas cosas que hasta entonces sólo habían existido para mí y de las cuales nunca había hablado una palabra con persona humana. No pude resistirme a empezar en seguida.

–Armanda –dije–: el otro día me sucedió algo maravilloso. Un desconocido me dio un pequeño librito impreso, algo así como un cuaderno de feria, y allí estaba descrita con exactitud toda mi historia y todo lo que me importa. Di, ¿no es asombroso?

–¿Y cómo se llama el librito? –preguntó indiferente.

–Se llama Tractat del lobo estepario.

– ¡Oh, lobo estepario, es magnífico! ¿Y el lobo estepario eres tú? ¿Eso eres tú?

–Sí, soy yo. Yo soy un ente, que es medio hombre y medio lobo, o que al menos se lo figura así.

Ella no respondió. Me miró a los ojos con atención investigadora, miró mis manos, y por un momento volvió a su mirada y a su rostro la profunda seriedad y el velo sombrío de antes. Creí adivinar sus pensamientos, a saber, si yo sería bastante lobo para poder ejecutar su «última orden».

–Eso es naturalmente una figuración tuya –dijo ella, volviendo a la jovialidad–; o si quieres, una fantasía. Algo hay, sin embargo, indudablemente. Hoy no eres lobo, pero el otro día, cuando entraste en el salón, como caído de la luna, entonces no dejabas de ser un pedazo de bestia, precisamente esto me gustó.

Se interrumpió por algo que se le había ocurrido de pronto, y dijo con amargura:

–Suena esto tan mal, una palabra de esta clase como bestia o bruto. No se debería hablar así de los animales. Es verdad que a veces son terribles, pero desde luego son mucho más justos que los hombres.

–¿«Qué es eso de «justo»? ¿Qué quieres decir con eso?

–Bueno, observa un animal cualquiera: un gato, un pájaro, o uno de los hermosos ejemplares en el Parque Zoológico: un puma o una jirafa. Verás que todos son justos, que ni siquiera un solo animal está violento o no sabe lo que ha de hacer y cómo ha de conducirse. No quieren adularte, no pretenden imponérsete. No hay comedia. Son como son, como la piedra y las flores o como las estrellas en el cielo. ¿Me comprendes?

Comprendía.

–Por lo general, los animales son tristes –continuó–. Y cuando un hombre está muy triste, no porque tenga dolor de muelas o haya perdido dinero, sino porque alguna vez por un momento se da cuenta de cómo es todo, cómo es la vida entera y está justamente triste, entonces se parece siempre un poco a un animal; entonces tiene un aspecto de tristeza, pero es más justo y más hermoso que nunca. Así es, y ese aspecto tenias, lobo estepario, cuando te vi por primera vez.

–Bien, Armanda, ¿y qué piensas tú de aquel libro en el que yo estoy descrito?

–Ah, sabes, yo no estoy en todo momento para pensar. En otra ocasión hablaremos de esto. Puedes dármelo alguna vez para que lo lea. O no, si yo algún día hubiera de volver a leer, entonces dame uno de los libros que tú mismo has escrito.

Pidió café y un rato estuvo inatenta y distraída, luego, de repente, brillaron sus ojos y pareció haber llegado a un término con sus cavilaciones.

–Ya está –exclamó–, ya lo tengo.

–¿El qué?

–Lo del fox–trot, todo el tiempo he estado pensando en ello. Dime: ¿tú tienes una habitación, en la que alguna que otra vez nosotros dos pudiéramos bailar una hora? Aunque sea pequeña, no importa; lo único que hace falta es que precisamente debajo no viva alguien que suba y escandalice porque resuene un poco sobre su cabeza. Bien, muy bien. Entonces puedes aprender a bailar en tu propia casa.

–Sí –dije tímidamente–; tanto mejor. Pero creía que para eso se necesitaba además música.

–Naturalmente que se necesita. Verás, la música te la vas a comprar, cuesta a lo sumo lo que un curso de baile con una profesora. La profesora te la ahorras; la pongo yo misma. Así tenemos música siempre que queramos, y, además, nos queda el gramófono.

–¿El gramófono?

–¡Naturalmente! Compras un pequeño aparato de esos y un par de discos de baile...

–Magnífico –exclamé–, y si consigues en efecto enseñarme a bailar, recibes luego el gramófono como honorarios. ¿Hecho?

Dije esto muy convencido, pero no me salía del corazón. En mi cuartito de trabajo, con los libros, no podía imaginarme un aparato de éstos, que no me son nada simpáticos, y hasta al mismo baile había mucho que oponer. Así, cuando hubiera ocasión, había pensado que se podía acaso probar alguna vez, aun cuando estaba convencido de que era ya demasiado viejo y duro y de que no lograría aprender. Pero así, de buenas a primeras, me resultaba muy atropellado y muy violento, y notaba que dentro de mí hacía oposición todo lo que yo tenía que echar en cara como viejo y delicado conocedor de música a los gramófonos, al jazz y a toda la moderna música de baile. Que ahora en mi cuarto, junto a Novalis y a Jean Paul, en la celda de mis pensamientos, en mi refugio, habían de resonar piezas de moda de bailes americanos y que además, a sus sones, había yo de bailar, era realmente más de lo que un hombre tenía derecho a exigir de mí. Pero es el caso que no era «un hombre» el que lo exigía: era Armanda, y ésta no tenía más que ordenar. Yo, obedecer. Naturalmente que obedecí.

Nos encontramos a la tarde siguiente en un café. Armanda estaba allí sentada ya cuando llegué; tomaba té y me enseñó sonriendo un periódico en el que había descubierto mi nombre. Era uno de los libelos reaccionarios de mi tierra, en los que de cuando en cuando iban dando la vuelta violentos artículos difamatorios contra mí. Yo fui durante la guerra enemigo de ésta, y después, cuando se presentó ocasión, prediqué tranquilidad, paciencia, humanidad y autocrítica y combatí la instigación nacionalista que cada día se iba haciendo más aguda, más necia y más descarada. Allí había otra vez un ataque de éstos, mal escrito, a medias compuesto por el redactor mismo, a medias plagiado de los muchos artículos parecidos de la Prensa de su propio sector. Es sabido que nadie escribe tan mal como los defensores de ideologías que envejecen, que nadie ejerce su oficio con menos pulcritud y cuidado. Armanda había leído el artículo y había sabido por él que Harry Haller era un ser nocivo y un socio sin patria, y que naturalmente a la patria no le podía ir sino muy mal en tanto fueran tolerados estos hombres y estas teorías, y se educara a la juventud en ideas sentimentales de humanidad, en lugar de despertar el afán de venganza guerrera contra el enemigo histórico.

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