–En mi juventud –observé con tristeza– pasaban estos dos músicos por lo más antitético imaginable.
Mozart se echó a reír.
–Sí, eso pasa siempre. Vistos desde alguna distancia, suelen ir pareciéndose cada vez más estos contrastes. Por otra parte, la excesiva instrumentación no fue defecto personal de Wagner ni de Brahms, fue de su tiempo.
– ¿Cómo? ¿Y por qué han de hacer una penitencia tan tremenda? –exclamé en tono de acusación.
–Naturalmente. Son los trámites. Sólo cuando hayan lavado la culpa de su tiempo, se demostrará si queda algo personal todavía que valga la pena hacer el balance.
–Pero ninguno de los dos tiene la culpa.
–Naturalmente que no. Tampoco tiene usted la culpa de que Adán devorara la manzana, y, sin embargo, ha de purgarlo también.
–Pero eso es terrible.
–Es verdad; la vida es siempre terrible. Nosotros no tenemos la culpa y somos responsables, sin embargo. Se nace y ya es uno culpable. Usted tiene que haber recibido una mediana enseñanza de Religión, si no sabe esto.
Me había ido sumiendo en un estado de ánimo verdaderamente lastimoso. Me veía a mí mismo, un peregrino muerto de cansancio, caminar errante por los desiertos del más allá, cargado con los muchos libros inútiles que había escrito, con todos los ensayos, con todos los folletones, seguido del ejército de cajistas que habían tenido que trabajar en ellos, del ejército de lectores que habían tenido que tragarse toda mi obra. ¡Dios mío! Y Adán, y la manzana, y toda la restante culpa hereditaria estaban además allí. Es decir, que todo esto había que purgarlo, purgatorio infinito, y entonces surgiría la cuestión de si detrás de todo esto existía todavía algo personal, algo propio, o si todo mi trabajo y sus consecuencias no eran más que espuma vacía sobre la superficie del mar, juego sin sentido no más en el torrente de los sucesos.
Mozart empezó a reír con estrépito, cuando vio mi cara larga. De risa daba saltos en el aire y empezó a hacer cabriolas con las piernas. Luego me gritó a la cara:
–Je, hijo mío, te estás haciendo un lío, y no dices ni pío. ¿Piensas en tus lectores, sufridos pecadores, los ávidos roedores? ¿Piensas en tus cajistas y linotipistas, herejes y anabaptistas, cizañeros y trapisondistas, y no más que medianos artistas? Me da mucha risa tu angustia imprecisa, tu torpe sonrisa; ¡es para morirse de risa y como para hacérselo en la camisa! Veo tu lucha incruenta, con la tinta de imprenta, con tu pena violenta, y por evitarte la afrenta, aunque sea una broma tremenda, voy a hacerte de un cirio la ofrenda. ¡Vaya un galimatías que te has armado; te sientes en ridículo, desgraciado, y estás en evidencia y condenado y ante tus propios ojos menospreciado! No sabes lo que hacer ni qué emprender. Con Dios logres quedarte, pero el diablo vendrá a llevarte, y a zurrarte y a apalearte, por tu literatura y arte, como que todo lo has apandado en cualquier parte. Esto, en cambio, era ya demasiado fuerte para mí, la ira no me dejaba tiempo de seguir entregado a la melancolía. Cogí a Mozart por la trenza, salió volando, la trenza se fue estirando como la cola de un cometa, en cuyo extremo colgaba yo, y fui lanzado a dar vueltas por el mundo. ¡Diablo, hacía frío en este mundo! Estos inmortales aguantaban un aire helado horrorosamente tenue. Pero daba gusto este aire de hielo. Me di cuenta de ello en los breves segundos antes de perder el sentido. Me invadió una alegría amarga y punzante, reluciente como el acero y helada, una gana de reír tan clara y fieramente, y de modo tan supraterreno, como lo había hecho Mozart. Pero en el mismo instante me quedé sin hálito y sin conocimiento.
* * *
Confuso y maltrecho volví en mí, la luz blanca del pasillo se reflejaba en el suelo brillante. No me encontraba entre los inmortales, todavía no. Seguía estando aún al lado de acá, con los enigmas, los sufrimientos, los lobos esteparios, las complicaciones atormentadoras. No era un buen lugar, no era una mansión agradable. A esto había que ponerle término.
En el gran espejo de la pared estaba Harry frente a mí. No tenía buen aspecto, no tenía un aspecto muy diferente del de aquella noche de la visita al profesor y del baile en el Águila Negra. Pero de esto hacía mucho tiempo, años, siglos. Harry se había hecho viejo, había aprendido a bailar, había visitado teatros mágicos, había oído reír a Mozart, ya no tenía miedo de bailes, de mujeres ni de navajas. Hasta una inteligencia mediana adquiere madurez si ha andado correteando un par de siglos. Mucho tiempo estuve mirando a Harry en el espejo; aún lo conocía bien, aún seguía pareciéndose un poquito al Harry de quince años, que un domingo de marzo se encontró entre las peñas a Rosa y se quitó ante ella su primer sombrero de hombre. Y, sin embargo, desde entonces había envejecido unos cuantos cientos de años, se había dedicado a la música y a la filosofía hasta hartarse, había bebido vino de Alsacia en el «Casco de Acero» y había discutido acerca de Krichna con honrados eruditos, había amado a Erica y a María, se había hecho amigo de Armanda, y disparado a los automóviles, y dormido con la escurrida chinita, había encontrado a Goethe y a Mozart, y hecho algunos desgarrones en la red, que aún lo apresaba, del tiempo y de la aparente realidad. Y si había vuelto a perder sus lindas figuras de ajedrez, tenía en cambio un buen puñal en el bolsillo. ¡Adelante, viejo Harry, viejo y cansado compañero!
¡Ah, diablo, qué amarga sabía la vida! Escupí a la cara al Harry del espejo, le di un golpe con el pie y lo hice añicos. Lentamente fui dando la vuelta por el pasillo, que resonaba a mis pisadas, observé con atención las puertas que tantas lindezas habían prometido; ya no había inscripción en ninguna. Despacio fui recorriendo todas las cien entradas del teatro mágico. ¿No había estado yo en un baile de máscaras? Cien años habían transcurrido desde entonces. Pronto ya no habrá años. Algo había que hacer aún. Armanda estaba esperando. Iba a ser una boda singular. En una ola sombría iba yo nadando, llevado por la tristeza, yo esclavo, yo lobo estepario. ¡Ah, demonio!
Ante la última puerta me quedé parado. Allí me había llevado ~ ola de melancolía. ¡Oh, Rosa; oh, juventud lejana; oh, Goethe y Mozart!
Abrí. Lo que encontré al otro lado de la puerta fue un cuadro sencillo y hermoso. Sobre tapices en el suelo hallé tendidas a dos personas desnudas, la bella Armanda y el bello Pablo, muy juntos, durmiendo profundamente, hondamente agotados por el juego de amor que parece tan insaciable y sin embargo, sacia tan pronto. Tipos hermosos, hermosísimos, imágenes magníficas, cuerpos de maravilla. Debajo del pecho izquierdo de Armanda había una señal redonda y reciente, como un cardenal, un mordisco amoroso de los dientes brillantes y bellos de Pablo. Allí donde estaba la huella introduje mi puñal, todo lo larga que era la hoja. Corrió la sangre sobre la delicada y nívea piel de Armanda. Con mis besos hubiera absorbido aquella sangre, si todo hubiese sido de otra manera, si se hubiese producido de otro modo. Y ahora no lo hice, sólo estuve mirando cómo corría la sangre y vi abrirse sus ojos un momento, plenos de dolor, profundamente admirados. ¿Por qué se admira?, pensé. Luego creí que debería cerrarle los ojos. Pero éstos volvieron a cerrarse por sí mismos. Consumado estaba. Hizo un ligerísimo movimiento sobre el costado. Desde la axila hasta el pecho vi juguetear una sombra delicada y tenue, que quería recordarme alguna cosa. ¡Todo olvidado! Luego quedó tendida inmóvil.
Mucho tiempo estuve mirándola. Por último sentí un estremecimiento, como si despertara de mi letargo, y quise marcharme. Entonces vi a Pablo revolverse, lo vi abrir los ojos, lo vi estirarse, inclinarse sobre la hermosa muerta y sonreír. Nunca ha de ponerse serio este tipo, pensé, todo le produce una sonrisa. Con cuidado dobló Pablo una esquina del tapiz y cubrió a Armanda hasta el pecho, de manera que ya no se veía la herida, y luego se salió del palco sin hacer el menor ruido. ¿Adónde iba? ¿Me dejaban solo todos? Solo me quedé con la muerta a medio tapar, con la muerta para mí tan querida y tan envidiada. Sobre su pálida frente pendía el mechón varonil, la boca se destacaba roja de toda la cara exangüe y estaba un poco entreabierta, su cabello exhalaba un delicado aroma y dejaba medio traslucir la minúscula oreja.
Ya estaba cumplido su deseo. Sin haber llegado a ser enteramente mía, había yo matado a mi amada. Había ejecutado lo inconcebible, y luego me arrodillé y estuve mirando con los ojos fijos, sin saber lo que aquel hecho significaba, sin saber siquiera si había sido bueno y justo, o lo contrario. ¿Qué diría de esto el inteligente jugador de ajedrez, qué diría Pablo? Yo no sabía nada, no estaba en condiciones de reflexionar. Cada vez más roja ardía la boca pintada en el rostro que iba apagándose. Así había sido toda mi vida, así había sido mi poquito de felicidad y de amor, como esta boca rígida: un poco de carmín sobre una cara de muerto.
Y esta cara muerta, estos hombros y estos brazos blancos muertos exhalaban, ascendiendo lentamente, un escalofrío, un espanto y una soledad invernales, un frío poco a poco en aumento que empezaba a congelarme los dedos y los labios. ¿Es que había yo apagado el sol? ¿Había matado acaso el venero de toda vida? ¿Irrumpía el frío de muerte del espacio universal?
Estremecido estuve mirando la frente petrificada, el mechón rígido, el pálido resplandor helado del pabellón de la oreja. El frío que irradiaba de ellos era mortal y, al mismo tiempo, era hermoso: vibraba y sonaba maravillosamente, ¡era música!
¿No había sentido yo ya una vez, en otra época pretérita, este estremecimiento, que era a la par como una felicidad? ¿No había escuchado yo ya otra vez esta música? Sí, con Mozart, con los inmortales.
Vinieron a mi mente unos versos que una vez, tiempo atrás, había encontrado en alguna parte:
Nosotros, en cambio, vivimos las frías
mansiones del éter cuajado de mil claridades,
sin horas ni días,
sin sexos ni edades...
Es nuestra existencia serena, inmutable;
nuestra eterna risa, serena y astral.
* * *
En aquel momento se abrió la puerta del palco y entró, sin que yo lo conociera hasta la segunda mirada que le dirigí, Mozart, sin trenza, sin calzón corto, sin zapatos de hebilla, vestido a la moderna.
Se sentó muy cerca de mí, estuve por llamarle la atención y sujetarlo para que no se manchara con la sangre del pecho de Armanda que había corrido por el suelo. Se sentó y se entretuvo con unos pequeños aparatos e instrumentos que había por allí; le daba a aquello mucha importancia; anduvo dando vueltas a tornillos y clavijas, y yo estuve mirando con asombro sus dedos hábiles y ligeros que con tanto gusto hubiera visto alguna vez tocar el piano. Pensativo, lo miré, o mejor dicho, pensativo no, sino alucinado y como perdido en la contemplación de sus dedos hermosos e inteligentes, y reconfortado y a la vez un poco sobrecogido por la sensación de su proximidad. Y no puse el menor cuidado en lo que realmente hacía ni en lo que andaba atornillando y manipulando.
Era un aparato de radio lo que acababa de montar y poner en marcha, y luego conectó el altavoz y dijo:
–Se oye Munich, el
Concerto grosso en fa mayor
, de Händel.
Y en efecto, para mi indescriptible asombro e indignación, el endiablado embudo de latón empezó a vomitar al punto esa mezcla de mucosa bronquial y de goma masticada que los dueños de gramófonos y los abonados a la radio han convenido en llamar música, y detrás de la turbia viscosidad y del restañeo, como se ve tras una gruesa costra de suciedad un precioso cuadro antiguo, podía reconocerse verdaderamente la noble estructura de aquella música divina, la armadura regia, el hálito amplio y sereno, la plena y majestuosa melodía.
–¡Dios mío! –grité indignado–. ¿Qué hace usted, Mozart? ¿Pero en serio nos hace usted esta porquería a usted mismo y a mí? ¿Nos dispara usted este horrible aparato, el triunfo de nuestro siglo, la última arma victoriosa en la lucha a muerte contra el arte? ¿Está bien esto, Mozart?
¡Cómo se reía entonces el hombre siniestro, cómo reía de un modo frío y espectral, sin ruido, y, sin embargo, destrozando todo con su risa! Con placer íntimo observaba mis tormentos, daba vueltas a los malditos tornillos, manipulaba en el embudo de latón. Riendo, dejó que la música desfigurada, envenenada y sin espíritu, siguiera infiltrándose por el espacio. Riendo, me contestó:
–Por favor, no se ponga usted patético, vecino. ¿Ha oído usted por lo demás el ritardando? Un capricho, ¿eh? Si, pues deje usted, hombre impaciente, deje entrar en su alma el pensamiento de este ritardando... ¿Oye usted los bajos? Avanzan como dioses; y deje usted penetrar este capricho del viejo Händel en su inquieto corazón y tranquilizarlo. Escuche usted, hombrecito, por una vez siquiera sin aspavientos ni broma, cómo detrás del velo en efecto irremediablemente idiota de este ridículo aparato, pasa majestuosa la lejana figura de esta música divina. Ponga usted atención; algo se puede aprender en ello. Observe cómo esta absurda caja de resonancia hace en apariencia lo más necio, lo más inútil, lo más execrable del mundo y arroja una música cualquiera, tocada en cualquier parte, la arroja necia y crudamente, y al propio tiempo, lastimosamente desfigurada, a sitios inadecuados, y cómo a pesar de todo no puede destruir el alma prístina de esta música, sino únicamente poner de manifiesto en ella la propia técnica torpe y la fiebre de actividad falta de todo espíritu. ¡Escuche usted bien, hombrecito; le hace falta! ¡Ea, atención! Así. Y ahora no sólo oye usted a un Händel oprimido por la radio, que, sin embargo, hasta en esta horrorosa forma de aparición sigue siendo divino; oye usted y ve, clarísimo, al propio tiempo una valiosa parábola de la vida entera. Cuando está usted escuchando la radio, oye y ve la lucha eterna entre la idea y el fenómeno, entre la eternidad y el tiempo, entre lo divino y lo humano. Precisamente, amigo, igual que la radio va arrojando a ciegas la música más magnífica del mundo durante diez minutos por los lugares más absurdos, por salones burgueses y por sotabancos, entre abonados que están charlando, comiendo, bostezando o durmiendo, así como despoja a esta música de su belleza sensual, la estropea, la embadurna y la desgarra y, sin embargo, no puede matar por completo su espíritu; exactamente lo mismo actúa en la vida la llamada realidad, con el magnífico juego de imágenes ofrece a continuación de Händel una disertación acerca del modo de desfigurar los balances en las Empresas industriales al uso, hace de encantadores acordes orquestales un bodrio poco apetecible de sonidos, introduce por todas partes su técnica, su actividad febril, su miserable incultura y su frivolidad entre el pensamiento y la realidad, entre la orquesta y el oído. Toda la vida es así, hijo, y así tenemos que dejar que sea, y si no somos asnos, nos reímos, además. A personas de su clase no les cuadra criticar la radio ni la vida. Es preferible que aprenda usted antes a escuchar. ¡Aprenda a tomar en serio lo que es digno de que se tome en serio, y ríase usted de lo demás! ¿O es que usted mismo lo ha hecho acaso mejor, más noblemente, más inteligentemente, con más gusto? No, monsieur Harry; no lo ha hecho usted. Usted ha hecho de su vida una horrorosa historia clínica, de su talento una desgracia. Y usted, a lo que veo, no ha sabido emplear a una muchacha tan linda, para otra cosa más que para introducirle un puñal en el cuerpo y destrozarla. ¿Considera usted justo esto?