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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico, Intriga

El códice del peregrino (25 page)

BOOK: El códice del peregrino
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Los periódicos españoles salieron aquel domingo de julio con páginas especiales sobre el Códice Calixtino. En los de tirada nacional y en los gallegos historiadores, directores de museos, archiveros, escritores y musicólogos escribían diversas colaboraciones. En alguno de ellos se aseguraba que aquélla era la noticia más importante del año y todos destacaban el precio incalculable que el manuscrito robado podría alcanzar en el mercado negro de antigüedades.

Un historiador resaltaba la importancia del Códice por ser la copia más completa del Líber Sancti Iacobi, un compendio de las leyendas y milagros atribuidos al apóstol Santiago en el siglo XII; otro se fijaba en la Guía del peregrino, a la que denominaba como la primera guía de viajes del mundo, «anterior incluso al libro de Marco Polo»; un tercero se ponía tremendo y declaraba que el robo del Códice era como «si desapareciera el Museo del Prado». Un catedrático de filología clásica afirmaba que el Códice Calixtino equivalía en arquitectura al Pórtico de la Gloria de la propia catedral compostelana, y una autoridad académica gallega lamentaba que se había perdido una de las señales de identidad de su cultura. Los musicólogos aducían la singularidad de las piezas litúrgicas del Códice, cuyas composiciones musicales se consideraban entre las primeras de la polifonía europea junto con las de Notre-Dame de París y algunas de Aquitania.

Varios escritores españoles citaban una reflexión de José Luis Borges, quien en una ocasión había afirmado que era inconcebible que la historia copiara a la literatura. Para los escritores éste era precisamente un caso evidente en el que, como se citaba en algunos artículos, la realidad superaba a la ficción. E incluso imaginaban, en relatos de ficción, cómo podría haberse producido el robo.

Algunos periodistas hablaban de «robo de película», propio de la imaginación del mejor de los guionistas de Hollywood, y recordaban que precisamente la catedral de Santiago había sido protagonista de recientes novelas de gran éxito, en las que los misterios y los enigmas deambulaban en ingeniosas tramas entre las columnas del templo, junto a los más secretos arcanos que guardaba la vía iniciática que constituía el propio Camino de Santiago.

Una de las opiniones más demandadas por los periodistas era la de un antiguo ladrón de obras de arte reconvertido en probo y ejemplar ciudadano tras su arrepentimiento público, y por tanto experto práctico en la delincuencia y tráfico ilegal de obras de arte. Sostenía que el Códice no poseía gran belleza y que se trataba de un robo inútil porque había un facsímil a disposición de cualquiera que pudiera adquirirlo por algo más de dos mil euros; asimismo aseguraba que no volvería a aparecer jamás.

Robos y crímenes sucedidos en catedrales medievales eran temas cargados del suficiente morbo como para convertir a una novela en un verdadero bestseller. Y así parecían entenderlo los lectores de los periódicos, que desde que se conoció la noticia inundaron con comentarios las ediciones digitales de los diarios. Algunas de ellas habían recibido más de quinientos comentarios y miles de entradas en tan sólo tres días.

Teresa Villar se había quedado todo el fin de semana en Santiago, repasando vídeos y declaraciones de los empleados de la catedral. A última hora de la tarde del domingo estaba agotada y decidió salir a dar un paseo por la ciudad. Los bares del casco antiguo de Santiago rebosaban de gente pero ella se sentía en la soledad más absoluta. Había estado casada, pero de eso hacía ya tres años. Su matrimonio con un profesor de instituto, compañero de carrera en historia del arte, apenas había durado dos años.

Entró en un par de bares y se tomó dos ribeiros y unas tapas. Todavía no anochecía cuando decidió regresar al hotel, encender la tele y esperar a que el sueño la venciera. El lunes iba a ser un día realmente duro.

El Peregrino llegó a Santiago a las once y media. Había salido de su pueblo en Lugo a las nueve de la mañana y había conducido despacio, deteniéndose en dos ocasiones. Mientras conducía iba repasando una y otra vez en su mente lo que tenía que declarar ante la policía, y se repetía que debía mantener la calma y evitar caer en contradicciones. Como le habían aconsejado los que contactaron con él tiempo atrás para que colaborara en la ejecución de este robo, lo mejor era no dar ningún detalle, y, cuando le fuera posible, limitarse a contestar con unos escuetos sí o no, nada más.

Ya en la comisaría, el Peregrino se identificó. Lo condujeron a una sala de espera donde aguardaban un par de compañeros a los que conocía por compartir trabajo en la catedral pero con los que nunca había tenido un trato cercano. Se saludaron e intercambiaron unas palabras de mero compromiso.

Un agente llamó enseguida al Peregrino. Éste se despidió de sus colegas, recorrió un largo pasillo y entró en un despacho de reducidas dimensiones con una sola mesa y tres sillas.

Al otro lado estaban sentados Manuel Gutiérrez y Teresa Villar, que se levantaron para presentarse y dar la mano al Peregrino.

—Sentimos molestarlo, pero, como comprenderá, este asunto es de una trascendencia internacional —le dijo Gutiérrez—. Debemos grabar esta conversación, son las normas, y necesitamos su permiso.

—De acuerdo. Y no se preocupen, no es ninguna molestia; estoy de vacaciones en mi pueblo, con mi hermana, en Lugo, desde el 1 de julio, pero lo primero es lo primero.

—Usted trabaja en las oficinas del arzobispado, ¿es así?

—Sí, señorita. Soy uno de los encargados del registro.

—¿Cuánto tiempo lleva en la catedral?

—Algo más de quince años.

—En su ficha consta que es usted sacerdote.

—Pronto se cumplirán treinta y cinco años de mi ordenación.

—Estamos convencidos de que quien robó el Códice es una persona muy relacionada con la catedral y que conoce perfectamente sus dependencias.

—Yo no conozco el archivo, apenas he tenido relación con ese espacio —se apresuró a contestar en Peregrino.

—No me refería al archivo, sino a toda la catedral —precisó Teresa.

—Me limito a cumplir mi trabajo, aunque estoy de vacaciones desde el 1 de julio.

—Imagino que, dado el tiempo que lleva en ella, conocerá a la mayoría de los trabajadores de la catedral.

—Sí, a casi todos, aunque con los que mantengo una mayor relación es con los de las oficinas de la archidiócesis.

—Si usted fuera policía, ¿sospecharía de alguno de ellos como posible autor del robo del Códice Calixtino? —preguntó Gutiérrez, a quien Teresa miró sorprendida.

—No sé, no soy policía. Y ni siquiera he pensado en ese supuesto. No creo que ninguno de mis compañeros haya sido capaz de cometer semejante felonía. Además, aunque sospechara de alguno de ellos, mi respuesta sería la misma que le dio el señor deán a la prensa: los católicos no podemos hacer juicios temerarios; Dios es el único juez verdadero.

—Claro, claro. Bueno, muchas gracias por su colaboración. Hemos terminado. Le deseamos que retome sus vacaciones y perdone por las molestias ocasionadas —dijo Gutiérrez.

Teresa se quedó con la boca abierta.

El Peregrino salió del despacho y respiró con fuerza. Las piernas le temblaban y un sudor frío comenzaba a empaparle la espalda, pero sonrió satisfecho.

—¿Qué te pasa? Apenas habíamos comenzado a interrogar a ese hombre —preguntó Teresa, completamente sorprendida, a Gutiérrez.

—Creo que este cura puede estar implicado. Vamos.

La cogió de la mano y la llevó a través de la comisaría a otra ala del edificio, desde cuyas ventanas se podía ver la salida.

—Obsérvale.

El Peregrino no tardó en salir de la comisaría. Ya en la calle sacó de su bolsillo un pañuelo y se secó el sudor de la frente. Caminaba deprisa y parecía contento.

—¿Por qué sospechas de él?

—Por dos cuestiones, a las que ahora hay que añadir una tercera, su repentino sudor y su nerviosismo al caminar: ha repetido en dos ocasiones que estaba de vacaciones «desde el 1 de julio» y ha dicho que no conocía el archivo.


Excusatio non petita...


Accusatio manifesto
. Vamos a ver quién es ese tipo.

—Si crees que está implicado, habrá que vigilarlo.

—Enviaremos una nota al cuartel de la Guardia Civil más próximo a ese pueblo de Lugo para que lo mantengan bajo una discreta observación, y pediré al juez que intervenga sus teléfonos. Recabaremos toda la información disponible sobre ese cura.

—Éste es un caso para volverse loca: no hay huellas, no hay datos, no hay pistas fiables, no hay delaciones... ¿Qué crees que hubiera hecho Sherlock Holmes ante una situación así?

La pregunta de Teresa despertó la imaginación de Gutiérrez.

—Hubiera apelado a la lógica. Este robo es obra de alguien que sabía bien lo que quería. En la sala donde se guardaba el Calixtino había otros tres o cuatro códices de igual o mayor valor, y no los tocaron. Iban precisamente a por ése en concreto, sin importarles los demás. Un atracador que busca un botín por dinero procura llevarse cuanto puede. Pero éste ha sido un robo de élite.

—En algunas novelas de Conan Doyle, el delincuente siempre regresa al lugar del crimen. Tal vez lo haga quien se llevó el Códice.

—A no ser que nunca se haya ido de ese lugar.

Tres días más duraron los interrogatorios a los empleados de la catedral y los visionados completos de las casi mil horas de grabación. Al final de la semana llegaron además los resultados de los análisis de huellas dactilares y los primeros resultados del material genético recogido en la sala de seguridad del archivo.

La policía científica, en colaboración con un laboratorio de la Universidad de Santiago, había realizado un excelente trabajo. Habían clasificado todo el ADN obtenido de distintos materiales y habían establecido nada menos que ochenta y tres variables diferentes. Y en cuanto a las huellas dactilares, había tantas que comprobar una por una llevaría, probablemente, varias semanas.

Habían tomado muestras de ADN y las huellas dactilares de casi todos los empleados de la catedral, y comenzaron a cruzar los datos obtenidos en el laboratorio.

Entre el material localizado en el archivo había una pequeña tirita que los inspectores de la policía científica habían recogido junto a la puerta de la sala de seguridad.

Con todos los informes encima de su mesa, Teresa Villar inspiró profundamente y se atusó el pelo. Y no dudó en que la investigación o se resolvía en unos pocos días o tal vez no lo hiciera nunca.

CUARTA TROMPETA

Se oscurecerá el sol y se perderá un tercio de la luz

Habían pasado ya dos semanas desde que Diego Martínez y Patricia Veri entraron en el archivo de la catedral de Santiago, se apoderaron del Códice Calixtino y se lo llevaron como si tal cosa.

Pese al despliegue de medios y efectivos, la policía no había descubierto ninguna pista razonable sobre la autoría del robo. Tras diez días de investigación, sólo disponían de la intuición del inspector Gutiérrez de que un sacerdote empleado en las oficinas del arzobispado podría estar implicado y la certeza de que alguien muy próximo a la catedral había participado directamente en el atraco.

Pero las hipótesis sobre el motivo del robo comenzaban a ampliarse. En los primeros días se había manejado como único planteamiento el encargo de un coleccionista y la intervención de una banda de expertos ladrones, profesionales en este tipo de acciones.

La policía española había demandado ayuda a sus colegas europeos, pero en ninguna de las comisarías de la Interpol se habían detectado indicios de que alguno de los delincuentes que tenían fichados y controlados hubiera estado preparando un asalto semejante. Ninguno de los sospechosos que podían haber sido los ejecutores del robo había sido localizado por la inmediaciones de Santiago, y ninguno de los posibles autores que manejaba la policía había estado en los hoteles de Compostela durante los días previos al 4 de julio ni figuraban entre los nombres de las listas de embarque de los vuelos a su aeropuerto.

Los miembros de los dos equipos en que el director del caso había dividido a los efectivos policiales —uno encargado de la investigación sobre el terreno y otro dedicado a analizar todo tipo de datos que iban llegando desde los distintos focos de información— apenas habían descansado.

Una a una las imágenes de todas las personas que aparecían en las grabaciones de vídeo eran analizadas y se procuraba identificar a aquellas que pudieran llevar algo oculto en sus bolsos o mochillas.

El segundo fin de semana de Teresa Villar en Santiago discurrió entre cientos de informes y decenas de imágenes de sospechosos.

Hacía ya diez días que había llegado a Santiago y no se había planteado regresar, por el momento, a Madrid. Gutiérrez la llamó el sábado por la tarde a su hotel y le ofreció salir a tomar alguna cosa por el casco viejo de la ciudad. Adujo que disponía de datos nuevos. La inspectora aceptó.

Sentados a la mesa de la terraza de un bar en la zona trasera de la catedral, Gutiérrez bebía una cerveza y Teresa un refresco.

—Tenías razón, habrá que descartar la intervención de una banda organizada de delincuentes internacionales —propuso el inspector.

—Pareces muy convencido de ello.

—Todos hemos apostado por esa tesis desde el principio, pero, a la vista de las pesquisas que hemos realizado, carece de toda lógica. Un profesor de la universidad me ha dicho que el libro que llaman
Tumbo A
hubiera alcanzado en el mercado negro de antigüedades incluso más valor que el Calixtino. Si tú eres un ladrón, entras en una joyería y tienes a tu alcance dos diamantes de gran valor, coges los dos, pero si sólo puedes llevarte uno, lo haces con el más valioso.

—Sí, eso parece lógico.

—Y está esa tirita.

—Cualquiera pudo perderla.

—No estaba manchada de sangre o de pus, ni de cualquier otra sustancia procedente de una herida.

—¿Tal vez una rozadura? —se preguntó Teresa.

—No. Estoy convencido de que pertenece al ladrón, que se puso tiritas en las yemas de los dedos para no dejar huellas dactilares, y eso significa que sabía que podríamos identificarlo de esa manera. Encaucemos la investigación por esta nueva línea. El sacerdote que veranea en Lugo es la única persona que ha dado indicios de poder estar implicado en este robo. Vayamos por ahí.

—De acuerdo. Dijiste que preguntarías sobre él. ¿Ya sabes algo?

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